miércoles, 23 de noviembre de 2011






  • Carta ciudadana desde el Paraguay
  • al presidente Fernando Armindo Lugo Méndez
Moja el dedo medio en el tintero:  Chester Swann
Luque, Paraguay, noviembre 27 2011
Estimado ciudadano Presidente:
Hace tiempo deseaba comunicarme con Ud. prescindiendo de formalidades y ceremonias inútiles como instrumento para sordos; pero es casi imposible a causa de la terrible, onerosa e inepta burocracia que lo rodea —llámese “primer anillo” o boa constrictora, que para el caso da lo mismo—, de sus constantes (e inútiles) viajes a cualquier parte, pagados por nosotros los contribuyentes y alguna que otra “cumbre” sin encumbrados que lo ocupe. 
Por ello, hago llegar a Ud. estas líneas en la esperanza de que recapacite y cumpla la palabra empeñada al pueblo paraguayo que —con más bronca que alegría— desplazó a un gobierno impresentable que buscaba (y sigue buscando) perpetuarse por los siglos de los siglos ¿amén?
Ud. solía comentar, durante la campaña electoral, acerca de unos adolescentes que le rogaron que no mienta al pueblo, y cuando lo escuché a Ud. daba la impresión de transfigurarse hasta el divino éxtasis. ¿Recuerda?  ¡Si hasta parecía un profeta iluminado!
Bueno, si lo olvidó, será conveniente refrescarle la memoria. 
Yo, en mi calidad de ciudadano independiente, pensante y a título personal, decidí apoyar su postulación. No por ser Ud. obispo, católico y cristiano, que las cosas ésas me resbalan y prefiero el racionalismo a las supersticiones, sino por otras razones más patrióticas.
Lo apoyé porque Ud. escuchaba con atención (o simulaba hacerlo) a quienes exponían los problemas sociales… y porque deseaba el fin de la hegemonía colorada. Nada más. También por haber conocido personalmente a su tío Epifanio Méndez (en 1953, creo) y conocedor de la integridad de alguien que fue músico, poeta e intelectual honesto, calculé que Ud. no deshonraría su límpida trayectoria que lo llevó a morir exiliado por sus convicciones.
Por eso lo apoyé, casi desde las sombras y hasta hice amigos en su movimiento Tekojoja donde colaboré en lo poco que pude aportar en las mesas de trabajo y análisis de la problemática social. 
Tal vez me equivoqué entonces, pero lo hice de buena fe. 
Ahora, tras más de dos años y centenares de desaciertos y fracasos, intento llamarle la atención para recordarle sus propuestas de cambio. Creo que debiera Ud. ver y oír lo grabado y filmado en sus recorridas por el país y los Ñemonguetáguazu en los que recogió y aglutinó esperanzas que ahora van diluyéndose aceleradamente como rocío al sol veraniego.
Creo que aún tiene tiempo de rever y repensar sus actitudes. Creo que le queda algún tiempo para deshacerse de esos lastres que lleva encima —incluidos ciertos personajes que Ud. cree colaboradores, pero que colaboran para perjudicar su ya desgastada imagen—, de los escombros colorados de la función pública, que aún no se fueron del todo y siguen corrompiendo lo que resta del saco y la rapiña de gobiernos anteriores. Y Ud. sabe a quiénes me refiero. Lo sabe perfectamente, e incluso siguen ahí a pesar nuestro, repitiendo los viejos vicios de la pérfida politiquería criolla.
Este país ―al que no creo enamorado del infortunio―, no se merece más de lo mismo o peor aún. Este país merece estímulos y alicientes, seguridad jurídica ética y progreso cultural e intelectual. 
¿Qué les está dando u ofreciendo Ud. a mis compatriotas, que también son los suyos? 
Es evidente que los problemas lo están rebasando y Ud. no comprende aún en que trampa está metido con sus amigos masones (no me consta que Ud. lo sea, pero su hermano Pompeyo sí lo es: pero igual Ud. se comporta como si lo fuera) con quienes ha compartido farras y travesuras y ahora gozan de  altos e ineptos cargos digitados más poir simpatía que por talento.
Ud. sabe, o debería saber, que para la gente común es Ud. quien tiene el timón del país y el poder, aunque no fuese absoluto.
 Todos esperan más firmeza y decisión de su parte. No defraude a sus electores que le confiaron sus esperanzas; ni a los niños que necesitan salud y educación que les permita ser buenos ciudadanos. No defraude a quienes esperan que derrote a la corrupción y a los traidores que vendieron el país y su futuro por las treinta monedas, permitiendo empresas depredadoras como Monsanto, Río Tinto-Alcan,  Barrick Gold y los señores feudales de la soja.
No permita Ud. que la historia lo describa como a un corrupto más de los que pasaron sin pena ni gloria por el trono de los López. O peor aun, que lo ignore como si fuese una pared de vidrio poco transparente. 
Es todo cuanto puedo decirle… por ahora. 
Recapacite y piénselo. Nuestra paciencia se está agotando de tanto apurar el cáliz hasta las heces sin ver la luz al final del túnel.
Ahora ha sido anfitrión de una “cumbre” donde Ud. es el menos encumbrado por servil y genuflexo ante el imperio americano, a quien autoriza para hollar nuestra patria con las sucias botas de sus sicarios, lo que ha molestado a otr@s gobernantes como Pepe, Cristina, Hugo y Dilma… y no los culpo por la inteligente decisión de desairar su convite.
Sabemos que se ha comportado como macho; pero al menos en lo que le queda de mandato, compórtese como un hombre. 

Atentamente                                       Chester Swann*


*  Ex periodista, ex cantautor, ex humorista, ex poeta, ex ilustrador gráfico y ahora escritor y licenciado en Asuntos Varios.


Carta ciudadana desde el Paraguay
Una preguntita incómoda más


¿Quiénes son los “invasores”?  (II)

Usurpa este espacio vacío:   Chester Swann



Luque, 23  2011

Mucha tinta se está derramando últimamente —desde hace muchos años, diría—, con el tema de las “invasiones a la Propiedad Privada”, y ello es muy natural.  A la propiedad privada hay que defenderla, como sea, con todas las armas de la ley… y de la trampa que contiene toda ley que se precie de tal.  Pero como me gusta buscar pelos en la leche y moscas en la sopa, además de escupir en uno que otro asado ajeno y en la sopa del Rey y su patrón: el emperador negro, me permito plantear algunos interrogantes que me orbitan en el cacumen desde los años sesenta; si mal no recuerdo.  Desde la era en que éramos felices y no lo sabíamos. ¿Lo recuerda usted?
En primer lugar, hace más de cinco centurias que hemos sido invadidos —por unos señores que bajaron, envueltos en latas, sayos negros malolientes, cruces, arcabuces, culebrinas, alabardas y espadas—, de extraños bergantines alados.

Al principio fueron acogidos los forasteros con hospitalidad por nuestros ingenuos antepasados, que no dudaron en compartir alimentos y hasta sus mujeres con los recién llegados, sin contrato previo de locación.  Hasta que éstos desenfundaron sables y arcabuces para quedarse con todo: tierras, hombres, mujeres y frutos del país; quizá decepcionados por la ausencia de oro y plata en estas tierras. 
Muchos muertos lo testimonian, pese a que la historia la escribieron los mismos que insisten en habernos “civilizado”, cristianizado, salvado almas de las tentadoras garras de Belcebú, Satanás y otros engendros imaginarios… y ahora nos niegan la visa  para regresar a la puta madre patria que abortó sudacas rebeldes según su eurocéntrica visión, algo daltónica.
Pero entonces, el forzado connubio en absurdos serrallos del subdesarrollo, produjo un gentilicio híbrido y bastardo llamado “criollo”, “mancebo de la tierra”… o, peyorativamente: “mestizo”.  Una suerte de parachoques cultural indeciso y dubitativo que duró hasta 1811, más o menos. 
Pero la tierra, seguía siendo ajena y cada vez más lejana del pobre, salvo para su democrática sepultura. 
Tras la gesta libertaria, un hombre, honesto, austero, sabio… —pero intolerante al disenso y la traición—, nacionalizó toda la tierra del naciente país, aunque permitió las ocupaciones a condición de que se la trabajara a conciencia con la sola obligación de abonar un modesto emolumento en aparcería al estado.
Nacieron las “estancias de la Patria” que daban de comer y vestir al incipiente ejército nacional que era —pese a su exigüidad numérica— un celoso defensor de nuestra soberanía reconquistada. 
No hacía falta invadir tierras que eran de todos y de nadie, como el aire, como el agua y las flores del campo.  Nadie pasaba hambre y las necesidades estaban cubiertas por un estado autoritario y paternalista, pero honesto y austero, además de organizado. 
Claro, entonces la palabra era el documento más preciado y respetado.
Luego, tras el primer intento de autogestión tecnológica de los López, nuestro modelo —autárquico, alfabetizado y políticamente estable— incomodó a los vecinos y a su patrón: el imperio británico al que ya estaban encadenados por usurarias deudas. 
Esta vez la invasión llegó de nuevo… para quedarse.  Ya bajo tres aspectos:  el económico, el militar y el cultural. 
No contentos con arrasar y pasar a saco a un país civilizado pero incomprendido y, encima incómodamente mediterráneo, la infame tríplice nos impuso la prohibición de nuestra lengua materna y mantiene su nefando tutelaje hasta los días de hoy, cipayos bicolores y traidores mediante.
La invasión prosigue en este siglo, con prisa y sin pausa, despojándonos de bosques y campos con todo y fauna, contaminando nuestras aguas y envenenando a poblaciones nativas con abortos de la química Monsanto y dioxina; bastardizando nuestra cultura con sus voces extrañas impregnadas de cachaça y risotadas altivas; robándonos nuestra riqueza energética y, encima, burlándose de nuestra ingenuidad provinciana que los acogiera amablemente como a los peninsulares.
Nuestros depauperados hombres de la tierra —que de suyo han sido desarraigados durante la tiranía, por militares prepotentes, funcionarios corruptos, jueces venales, acopiadores, especuladores inmobiliarios, persecuciones políticas, deudas y leguleyos tramposos—, ahora resolvieron dejar de dar la otra mejilla y tomar en sus manos lo que la injusticia les ha negado por tanto tiempo. 
Ahora resolvieron motu proprio dejar de dar la otra mejilla al sistema que los acorrala en la miseria; que para la ley, diseñada y legislada por los propios invasores, se santifica al capital por encima del ser humano, cada vez más desvalorizado como dólar del subdesarrollo.
¿Podría usted, estimado lector, animarse a señalar con el dedo a los verdaderos invasores?  ¿Qué no?  Entonces quizá sea, usted, uno de ellos… y aún no lo sabe.
O lo sabe y esconde el rostro de vergüenza. ¿No?