El hueso
Ese día estuvo caliginoso y húmedo como vientre de viuda y con la posibilidad no tan remota de una tormenta de verano, con su concierto de centellas, truenos e inútiles paraguas olvidados en un sobrado. Percebeo Camambú no apuró el paso de su arrocinado mancarrón, de pelaje alazán desteñido por el sol implacable y el ululante viento norte, que, según las viejas del lugar, le ponía a cualquier cristiano macho o hembra de entre 8 a 110 años, al borde de la menopausia. Más bien amainó la de por sí desesperante lentitud de su cabalgadura. No tenía apuro, y, si por ahí llovía, no le vendría nada mal mojarse un poco. Hasta los piojos que poblaban su ropa se lo agradecerían de todo corazón, si los piojos tuviesen corazones, claro.
Percebeo Camambú tenía el aire perdido de quienes se resignan a lo que venga, con ese fatalismo campesino del que nada tendría que perder si las cosas empeorasen más allá de lo peor. Su desnutrido jamelgo, con más agua que alfalfa en las tripas, tenía el mismo mirar estúpido que su compañero de aventuras desventuradas subido a su lomo, cual Quijote local sin Dulcinea en lontananza ni Sancho detrás y en asno.
Los dos juntos pudiesen haber sido un mismo espíritu, a causa del talante estólido que poseían entrambos en condominio. Sólo faltaba que el pachorrento rocín fuese bautizado sacramentalmente siquiera, para que parecieran almas gemelas. Meteoro, se llamaba el rucio solípedo del buenazo y al colmo de la estulticia de Percebeo Camambú. Corría (es un decir, que más bien se arrastraba) el año 1939 (en la capital nomás imperaba esa calenda; por que en la campiña paraguaya estaban aún en la prehistoria, salvo que conocían ya la rueda y el fuego). Pero en esa microgalaxia que era la campiña nativa, la ignorancia más rotativa y descascarada reinaba a paso de babosa (132 mm. por hora) y duraba de 04:30 a 18:15 más o menos. No era de extrañar que nuestros abuelos conviviesen en sus ranchos con cerdos, corderos, cabras, gallinas, guineas, patos y algunas que otras mascotas, salvajes o no. Algunos, hasta criaban indiecitos huérfanos para todo servicio.
A toda esta esquizoofrenia, se sumaban niguas (piques), piojos, ladillas, pulgas, chinches, mosquitos, garrapatas o cualesquiera otra sabandija no registrada por las ciencias. Una cadena trófica en toda su extensión, con la diferencia de que los más pequeños se alimentaban de los más grandes. Y algo así, era casi todo el Paraguay. Una minoría se estaba fagocitando a la mayoría, y a eso llamaban "democracia" en Asunción.
Las carretas de bueyes, eran vehículos deportivos en relación a Meteoro, su montado. Los más ricos, iban a paso de tren hacia el sureste, aunque de recorrido tan limitado como su velocidad. Los pasajeros del Ferrocarril inglés, hasta podían entretenerse contando postes de telégrafo o durmientes durante el trayecto.. Las informaciones llegaban con uno o dos meses de atraso, y las carreras de caballos —al menos, los del dudoso pedigrí de Meteoro—, se cronometraban con almanaques.
Obviamente, toda esta ralentización de la vida y esta transgresión a las leyes inmutables de la interrupta evolución, obraba bienhechoramente sobre los campesinos minifundiarios. Su longevidad era casi matusalénica y su salud, entre hierro y acero inoxidable. El cáncer y el estrés eran ilustres desconocidos. Casi no conocían la luna, salvo en llenas, pues que antes de acostarse el sol ya estaban horizontales.
Conocían algunas estrellas, mas sólo porque ya estaban en pie mate en mano, cuando el lucero les guiñaba desde el naciente. O sea, que el ritmo de vida de ellos y de casi todos los campesinos latinoamericanos y de más allá, era con muy pocos sobresaltos, salvo algún ocasional ladrido de sus perros anunciando presencias nocturnas; o quizá algún ñakürutü (buho) anunciador de desgracias. Los tatarabuelos habían inventado algunos entes diurnos que les permitiesen dormir largas siestas sin que sus proles salgan a cabezudear por ahí. El Jasyjateré era un buen cuidador de criaturas, por el temor de éstas a ponerse a su virtual alcance. Temor inculcado, claro está, por sus padres. Era costoso hallar niños perdidos en esos montes, tupidos aún, del Paraguay preindustrial. Mejor prever.
Hechas estas digresiones, queda explicado el síndrome de estolidez desinformada de Percebeo Camambú, antiguo poblador de la casi remota compañía Lorito Picada, cerca de Chirigüelo, semiprovincia del Estado de Mato Grosso y cuya identidad nacional aún estaba en duda; casi como ahora, en que depende políticamente de Asunción y económicamente de São Paulo y Ponta Porã.
Percebeo Camambú, como dije, poco conocía de sobresaltos y a sus casi sesenta otoños apenas supo de tragedias, como las que se gestaban en los países más civilizados o imbecivilizados, según se mire. Era un ser libre de vivir o no, de sobrevivir como pudiese y enterarse o no de cuanto ocurría más allá de "la línea" de la frontera.
Esta clase social correspondía a la denominada mboriahúryguatã o "pobres-de-barriga-satisfecha", vertido al cristiano. Era flaco. Don Percebeo, como lapacho seco porque vivía a base de cecina, maíz y mandioca, matizados hídricamente por matecocido (infusión de yerba) con tereré y a veces algo de leche cruda recién ordeñada. Su chacrita la hizo a machete, azada y hacha, así como su rancho y a la usanza general. Era devoto de San Onofre, patrono de los beodos, incluso más aún que de su santo patronímico recientemente borrado del santoral por un tal Pío XI.
Como todas las veces que iba o venía a la capital de Amambay, a más de doce leguas de Lorito Picada, su mujer casi enviudaba de él, entre viaje y viaje. Evidentemente Percebeo era un tipo sin apuros y ajeno a atarear pensamientos.
Una vez asentados ahí, su abuelo puso simientes de porotos, maíces (cinco variedades) y frutales varios. Incluso la yerba mate la surtía un grupo de arbustos de su finca, elaborada de mboroviré (hojas y palillos tostados y quebrados en bolsas a golpes de palo de mortero) artesanal. Cuanto podrían necesitar él o su familia, lo tenían allí mismo ¿a qué preocuparse, si ocuparse da mejores resultados?
Percebeo Camambú viajaba con su mancarrón favorito, pues que nunca se decidía a montar un cojudo semental por temor a transgredir sus leyes de la gravitación universal, aún ignorando a Newton; o ser despedido de la montura, por no coincidir el galope de algún garañón con su técnica de montar a esa especie de híbrido de mamífero con molusco, como lo era Meteoro. Cuando Percebeo partía a su largo periplo de cabotaje terrestre, para su mujer era algo así como quien ve partir a su amado a algún planeta limítrofe y a bordo de un aeróstato medio desinflado.
En realidad el meteorismo excesivo del pingo fue, más que nada, el gestor de su nombre por parte de su casi hermano Percebeo. Cada centenar de metros, la mala mezcla de alfalfa fermentada, pasto salvaje y agua estancada de tajamares, hacía estragos pirotécnicos en sus entrañas y si el viento era chicho o de cola, Percebeo percibía las flatulencias de su lerdo rocín con la resignación bendita de los mártires del subdesarrollo.
Cierta vez que debió pernoctar al raso en uno de sus viajes divisó algo que parecía el llamado fuego de San Telmo. Se detuvo persignándose en latín, aunque no entendiese muy bien lo que querría decir, pero así lo había aprendido y ordenó a Meteoro que apurase el tranco, no fuese alguna luz mala que lo llevara quién sabe dónde. Por supuesto que el jamelgo tenía sus propias ideas acerca de la velocidad, por lo que hizo caso omiso al amo. Percebeo nunca hubo sentido necesidad de espolear o atizar a su caballo (al menos, lo parecía) Meteoro. En compensación, éste jamás se apartó de la rutina y estaba desacostumbrado a los castigos.
El caso fue que, al primer pinchazo de espuelas en sus ijares, Meteoro se encabritó abruptamente, lanzando a su medio-hermano pachorrento a probar la fuerza gravitatoria del planeta. Tras esto, se lanzó a galope desbocado, dejando a Percebeo Camambú tirado como colchón de preso sobre la blanda arena del sendero; no diremos atontado porque ese era su estado natural, sino algo aturdido y medio golpeado. Meteoro en cambio, redescubrió su capacidad perdida de galopar, sin estorbos sobre su lomo y, pese al bocado del freno que llevaba, se perdió para siempre de su patrón y alma gemela.
Percebeo, tras incontables minutos de fatigoso análisis de su nueva situación, y, por añadidura de a pie, se resignó a caminar olvidando momentáneamente al fuego de San Telmo que lo asustara antes del accidente. Dudó entre seguir viaje a Pedro Juan Caballero o retornar a Lorito Picada y finalmente, se echó a dormir al pie de un robusto tarumá, al borde del sendero, por si pasaba alguna carreta por ahí. Podría hacer dedo o pedir carona como dicen los brasileños que aún rigen en la zona.
Casi al filo de la madrugada, mosquitos mediante pese al fresco, despertó Percebeo Camambú divisando una luz mortecina que avanzaba lentamente mariposeando el camino. Su color amarillento rojizo, le hizo deducir, a velocidad de caracol, que era una carreta con farol mechero a kerosén. Las luces malas son generalmente blanco azulencas y eléctricas, aunque esta palabra la desconocía nuestro amigo, que en gracia sea. Que la gracia siempre alumbra a los santos, a los buenos y a los bobos.
Se puso en pie, desperezándose y bostezando a cuatro bocas. Sería de mala educación esperar tumbado y sacudirse ante el eventual samaritano con ruedas. Percebeo Camambú rogó a la Virgen de los Caminantes Perdidos, que fuese algún conocido de su valle. Iba en dirección a Cerro Corá, en la intersección con la ruta (es un decir, que apenas era una picada polvorienta o fangosa, según el tiempo) Concepción-Pedro Juan y, de seguro, podría llevarlo consigo. Por fortuna llevaba su dinero en el cinturón y no en la montura, que de no, su capital estaría galopando con su infiel Meteoro, por esos senderos serpenteantes de la selva del Amambay.
Volvió a percibir el chisporroteo eléctrico y su curiosidad pudo más que su ancestral temor a lo desconocido. Tal vez la proximidad de la carreta lo animase a ser audaz. Lo cierto es que, se acercó al sitio del fuego de San Telmo y vio un hueso que al principio le pareció una calavera de algún bicho. Al acercarse lo bastante, percibió que brillaba en la semi oscuridad, y no parecía ser de ningún cristiano o bicho conocido. Estaba a medias incrustado en un trozo de roca arenisca y debía ser más viejo que sus recontra tatarabuelos.
Lo guardó en una bolsa, que aún conservaba por estar cruzada en bandolera en su torso. La carreta ya estaba a tiro de piedra y saludó al carretero con un estentóreo grito de "¡Ave Maria purísima!" recibiendo un ululante "¡Sin pecado concebida!" como respuesta. Tras reconocer a un compueblano llamado Purificación Castillo, lo saludó y le rogó para hacerle sitio hasta donde fuese. Tras el sí del carretero, Percebeo se acomodó a su lado sobre el pescante de la lerda carreta.
No le comentó de momento sobre su hallazgo, pero palpaba nerviosamente el hueso a través de la basta bolsa de yute a fin de identificar de qué especie provenía.
El carretero, ya con la luz diurna en avanzado estado, lo notó y pensó que Percebeo debía tener algo de mucho valor en su bolsa para estar acariciándola a cada rato como a tetas de virgen. Mientras tanto, Percebeo se daba cuenta de que esa cosa no parecía a nada que él conociese a lo largo de su vida.
Poseía colmillos y una especie de crestas cornudas en la mitad superior, un hocico alargado y unos huecos oculares medio diferentes. Además, era casi pesado como de piedra y encima estaba semi incrustado en una. ¡Y ese brillo como de luciérnaga!
Finalmente, relató al carretero su odisea, la visión y la deserción de su pingo Meteoro y su posterior hallazgo del hueso-piedra. Tras mostrárselo, el carretero comentó lacónicamente:
—No parece cristiano.
—Cierto —respondió Percebeo, tras incontables minutos de reflexión—. Pero ha de ser de algún bicho, digo yo...
—Eso sí. Pero no conozco ningún bicho que tenga una osamenta como ésa. Parece cosa de añá (demonio), pero en Pedro Juan Caballero ha de haber alguno que sepa de qué animal fue esa osamenta.
—¿No será un lobizón o algo parecido? —volvió a preguntar Percebeo Camambú, quizá iluminado de milagro—. Mire estos colmillos y... —al decir esto sintió deseos de lanzar el hueso a la profundidad de la selva que parecía querer engullirlos con carreta y todo. Algo le daba mala espina con esa cosa que parecía burlarse de ellos desde las playas profundidades de la bolsa. La palabra "lobizón" ya puso carne de gallina al supersticioso Percebeo Camambú y ni qué decir de su compañero de travesía.
A media mañana, otro viandante pedestre llamado Clodomiro Caburé se sumó a ellos. Tampoco éste pudo precisar a qué bicho perteneciera el cráneo que portaba Percebeo. No parecía el de un chancho del monte, pese a sus colmillos cruzados, ni al de nada conocido por ellos. Finalmente decidieron tácitamente cambiar de tema.
Percebeo Camambú dio en guardar silencio para ahorrar saliva y palabras, pues que muchas no tenía encima y su diccionario era bien raleado, al menos en castilla. Su cerebro era como la selva que los rodeaba: casi virgen, y su vocabulario incluía unas cien palabras en castellano, doscientas seis en guaraní y cuatrocientas en portugués caipira. Tampoco conocía de libros ni letras. Era, en suma, un hombre feliz, como sólo puede serlo un tonto de vocación. Pero le preocupaba el hueso y la razón de su hallazgo. Pareciera que esa cosa lo estuviese aguardando allí, perdida por quién sabe cuántos años en ese monte, escondida a toda mirada; hasta que, justo a él se le manifestó, como invitándolo a recogerla y darle merecido descanso. Volvió a palpar el cráneo para cerciorarse de su existencia real.
El sol ya picaba y decidieron hacer un alto en un claro del tupido monte para tomar un refrescante tereré y picotear algo para seguir el rumbo. Percebeo Camambú de pronto sintió que la cosa estaba pesando más de la cuenta y le pareció que algo le cosquilleaba en el costado donde reposaba el hueso. Bajó su bolsa al suelo y se sentó a la sombra de una peroba gigante a resollar su cansancio. El carretero y el otro pasajero hicieron lo propio, mientras preparaban guampa, bombilla y algo de agua de un arroyo cercano.
Tras abrevar la sed y engañar al estómago, con cecina hervida con algo de arroz y mandioca, tornaron a la carreta. Estaban lejos aún de la ruta, pero con paciencia siempre se llega al fin del mundo. Y paciencia les sobraba, pues en el Paraguay de la posguerra chaqueña, todos profesaban la abulia más lerda del planeta. Si Percebeo era, como lo hemos descrito antes, sus compañeros no le iban en zaga en eso de la pachorra. El único que les podría ganar era Meteoro, pero no se hallaba presente para concursar. Los bueyes, quizá. Tras algunas paradas cortas para manducarse un poco de charque hervido con mandioca y tereré, llegó la noche; profunda, visceral, apocalíptica y preñada de leyendas de aparecidos, luces malas, bestias desconocidas y espíritus burlones que hacían mofa de las creencias y supersticiones ancestrales de los viajeros.
Por lo general en carreteras abiertas se viajaba de noche sin problemas con alguien caminando ante el carretero con un farol de kerosén a mecha, pero en la selva oscura, cerrada, con posibles incursiones de bichos venenosos, era preferible acampar. A las primeras estrellas, ya los tres viajeros estaban instalados, con sus bueyes libres del yugo y la pava del mate chillando alegremente sobre el improvisado fogón. En tanto los viajeros pusiéronse, por turno y en limitado vocabulario, a relatar historias imaginarias o reales de aparecidos, finados en pena, bultos que se meneaban y lobizones. Estos últimos eran desconocidos hasta que, un oscuro rapsoda lanzó un libro con un poema de largo aliento, titulado "Ñande ypykuéra" (Nuestras raíces), donde creara toda una cosmogonía y protohistoria imaginaria sobre guaraníes emigrados de Atlántida y engendrando bichos maléficos trasplantados de la mitología europea. Esto dio origen a creencias populares que subsisten hasta hoy. Lo curioso es que esta historia imaginada por Rosicrán (Narciso R. Colmán) en 1921, se enseña como "mitos guaraníes" en escuelas y colegios. Pero volviendo al fogón, nuestros amigos entre relato y relato, ni percibieron una brillante luz que descendía del cielo y se posaba cerca de allí, junto a un tajamar, ni oyeron ruido alguno, fuera de grillos, ranas y lechuzas. Poco más tarde, estaban todos lanzando ronquidos en cacofónico coro que, sin desearlo debía competir con los bramidos de algún jaguar despistado por el monte.
Fue justamente Percebeo Camambú el que despertó, pasada medianoche con urgencias en la vejiga y al intentar incorporarse divisó a tres figuras de aspecto de cristianos, aunque más canijos, de poca alzada y cabezas grandes, con ropas ajustadas de color blanco brillante como de latas de "corned-beef" y con la cabeza cubierta de una especie de mosquitero redondo de vidrio oscuro, cuyo significado no acertaba a comprender.
Fue tal el susto que pegó un brinco casi de su altura, acompañado de un alarido de terror como no se hubiese oído en mucho tiempo en ese apartado rincón. Los otros se despertaron bruscamente como traídos de un tirón del otro lado de la frontera del sueño pesado. Pero nada más despertar, quedaron pegados al suelo del susto, al verse rodeados de tales engendros salidos de quién sabe qué pesadilla.
Intentaron echar mano a sus cuchillos, tras una tardía reacción, pero no pudieron mover un dedo, no sabían bien si del susto o por qué otro motivo. En cuanto a Percebeo, se hizo encima de la urgencia, mojándose sin rubor.
Las tres figuras que parecían muñecos de lata, no hicieron ningún movimiento ni pronunciaron palabra alguna. Apenas los miraban como quien curiosea algún animalito simpático. Percebeo estaba tieso como muertito del día anterior y apenas sintió que esos... —no supo cómo denominarlos e esos momentos—, buscaban algo. Y, en efecto, uno de los engendros señaló su bolsa de bandolera, donde reposaba el hueso raro, que ahora volvía a emitir un brillo de luz verdosa como de luciérnaga gigante. Poco a poco, los sentidos de los tres viajeros fuéronse reactivando, lo que no es mucho decir, pero pudieron "captar" algo que decían en silencio las tres figuras vestidas de lata o algo parecido.
"—Uno de ellos tiene en su poder el cráneo de Cryggsu" —expresó uno de los extraños.
"—Espero que su radioactividad no los haya afectado negativamente" —les pareció que decía otro, aunque no pudieron comprender el significado de algunos términos, como radioactividad o afectado.
"—No lo creo. Más bien les hará algo más inteligentes. Estos seres semisalvajes apenas manejan su propia lengua, pero ahora mismo pueden comprender nuestros mensajes sin sonido. Dejémosles que nos expliquen por qué se han apoderado de la reliquia de Cryggsu que hemos hallado luego de cientos de miles de años de su accidente".
Percebeo Camambú, Purificación Castillo y Clodomiro Caburé, apenas podían mover un dedo, pero comenzaban a entender que esos que estaban ante ellos, no eran de este mundo. Vieron la extraña calavera en manos, o lo que fuesen, de uno de los seres, con su brillante luz verdosa que guiñaba como cocuyos de verano. Intentaron pensar algunas palabras para saber quiénes eran esos bichos vestidos de lata.
Nunca sabrían cómo explicarse el hecho de haber podido entenderse con esos póras, venidos quién sabe de dónde a rescatar un simple hueso. Aunque tal vez no fuese tan simple, que si no, no andarían de estrella en estrella buscándolo. De pronto, pareciera que sus mentes estuviesen pensando más de prisa que de costumbre y sus capacidades de comprensión superasen sus normas de rutina en que les costaba hilar frases con más de diez palabras, sin tropezarse con solecismos, anacolutos, lusitanismos o ásperas guarangadas mezcladas con jíria caipira importada del cercano Brasil. ¿Sería alguna influencia de la presencia de esos bichos de dos patas con traje de lata. No lo sabían aún, pero algo se estaba transmutando en sus cuerpos y mentes.
—¿De dónde vienen ustedes? —intentó decir pensando, porque no podía aún pronunciar palabra, Percebeo Camambú.
"—¡Ah terrícola!. ¿Entonces ahora puedes comprendernos?" —respondió uno de ellos dentro de su mente—. "Venimos de muy lejos y quisiéramos rescatar los restos de uno de nosotros, cuyo vehículo cayera en este mundo hace muchísimos años."
—¿Y qué vino a hacer por aquí su compañero? —interrogó Purificación Castillo, algo más avispado que de costumbre.
"—Todos nosotros recorremos los mundos habitados para seguir la evolución de sus criaturas. Pero por lo que veo, hay partes de este mundo que poseen más conocimientos y técnicas que otros. No puedo imaginar que mientras allá en Europa tengan vehículos aéreos, aunque inferiores a los nuestros, acá anden en eso" —señalando la carreta de grandes ruedas embarradas y sus bueyes de triste mirada y piel desangrada por la picana y los tábanos.
—Somos pobres y no hay caminos para esas máquinas que dice —respondió la mente de Purificación Castillo, un poco más despabilado aunque sin poder moverse aún—. Por acá se vive más despacio y más largo. Allá en la Europa la gente se mata de nervios, vive muy rápido y se enferman de balde. O si no, se matan entre ellos en guerras como la que tuvimos hace poco entre nosotros y los bolivianos. Y todavía no sabemos bien quién ganó, ni para qué peleamos. Ahora nuestro presidente, un tal Estigarribia, está entregando a los bolí la mejor tierra que conquistamos y los otros le están dando al Paraguay los desiertos de talco de hacia el Pilcomayo.
"—Todas las guerras son estúpidas como la gente que pelea en ellas" —dijo uno de los bichos pajueranos—. "Nosotros hace miles de años que dejamos de pelear entre nosotros, aunque en algunos mundos nos persiguen si nos ven. Por eso no nos hacemos ver en lo posible. Si uno de ustedes no se hubiese despertado, no sabrían jamás de nosotros".
—¿Podemos ver la carreta que usan para viajar? —preguntó Clodomiro dirigiéndose a cualquiera de los tres.
—¿Por qué se visten con trajes de lata? —interrogó Purificación
—¿Para qué quieren ese hueso? —cuestionó Percebeo.
"—Nuestro vehículo no tiene ruedas y es a la vez la rueda. Nuestras ropas nos protegen de la atmósfera hostil de este mundo. Justamente, nuestro compañero Cryggsu se quitó su casco protector y fue atacado por bacterias, virus o alguna forma de vida inferior. Necesitamos sus huesos para determinar qué pudo haberlo matado, ya que somos casi inmortales, aunque algo delicados si no nos cuidamos. En cuanto a nuestro vehículo, ya lo veréis cuando nos vayamos de aquí. Pero antes, querríamos saber dónde lo habéis hallado, para recuperar todos sus huesos, que no son demasiados como los vuestros. Tantos milenios en los espacios profundos cambiaron la estructura de nuestras armazones y el calcio debió ser sustituido por fósforo, torio y litio. Vuestros mares y océanos tienen mucho litio y con él, fabricamos lo demás.
Curiosamente, los tres campesinos podían entender el progresivamente complicado discurso de esos bichos... o lo que fuesen. ¿Sería el hueso radiactivo, el causante de tal mutación que estaba teniendo lugar en ellos? ¿Ellos, que apenas sabían las diferencias entre día y noche y que tenían un reloj biológico casi a nivel de hibernantes de todo el año y que cuando tenían sueño casi no bostezaban para no malgastar aire? ¿Serían capaces, con algo de estudio, dominar las artes, las ciencias, el conocimiento en suma, para poder timonear la nave de sus destinos?
Los tres, como intuyendo los pensamientos de cada uno de ellos se mostraban sorprendidos de su capacidad de análisis y de vocabulario. No imaginaban que sólo derrochando neuronas podrían captar la voz del universo, lo que es decir de la Gran Inteligencia, hasta esa madrugada en que fortuitamente se concretó un encuentro que nadie en 1939 calificaría de tercera fase, sino tal vez de: "ángeles traen mensajes divinos a tres campesinos paraguayos", al estilo milenarista cristiano.
Hasta entonces, se hubieron limitado a vivir, procrear, trabajar y morir sin cuestionarse demasiado origen ni destino. Vivir era tan rutinario que, cualquier rotura, por mínima que fuese en la rutina, era sólidamente castigada. Los abuelos a los padres. Los padres a los hijos y nietos. Los hijos y nietos a los animalitos de la casa.
Comenzaba una etapa de filosofía. Rústica, pero filosofía al fin. Por ese trocito del planeta llamado Paraguay, habían pasado dos guerras y buen número de golpes de Estado, que no revoluciones. Pero aún así, en la campiña (campaña dicen aquí) paraguaya, el tiempo transcurría a paso de procesión mortuoria y amenazaba continuar sine die en esa tesitura. Y de pronto, pareciera como que despertaran de una prisión espacio-temporal al ralentí, para sentir que la velocidad de sus operaciones neuronales se había incrementado un tanto y no les era difícil ahora entender relaciones de causa-efecto. Arandú ca'aty dirían nuestros abuelos, acerca del saber intuitivo.
Los tres campesinos pudieron, por fin, mover sus músculos y ya sin preconceptos, intentaron proseguir su silenciosa plática con los extraños; ésta vez, sin temor alguno. Los otros, explicaron que debían volver con los huesos de Cryggsu a fin de analizar las causas de su desaparición. Éste, se habría extraviado de una expedición llegada a la Tierra en épocas remotas, milenios antes de la llegada de los humanos al Amambay. Tras buscarlo infructuosamente debieron regresar a su mundo, situado más allá de las Pléyades. Uno de ellos, trazó un rústico dibujo de dicha constelación en el suelo. Los tres campesinos reconocieron a las siete cabrillas y se alegraron de poder compartir con gente de otro mundo. Y encima, sin hablar de bocas para afuera.
Tras las aclaraciones de rigor y solicitando la promesa de no mencionar el encuentro, los tres viajeros del espacio se despidieron de los campesinos, internándose luego en las profundidades de la selva a rescatar los demás huesos que estarían en el recodo que les describiera Percebeo Camambú. A cambio, los tres amigos recibieron la facultad de pensar y un incremento considerable de vocabulario que les facilitaría el poder enseñar y transmitir conocimientos a sus coterráneos, con la única condición de no mencionar sus fuentes. Percebeo, Purificación y Clodomiro, juraron guardar el secreto de su encontronazo de culturas que, a buen seguro dejaría algunas secuelas en ellos.
La aurora aún tardaría en despuntar y todavía apenas pudieron dar crédito a la experiencia vivida hacía minutos nada más. Como si todo hubiese sido un sueño extraño del que no tardarían en despertar. Se miraron unos a otros con la incredulidad del filósofo, antes que con la fe del idiota o la certeza del necio.
De pronto, Clodomiro exclamó, esta vez con el habla:
—Ya habrán encontrado lo que buscaban esos señores del otro mundo.
Aguardaron en el lugar hasta que, aproximadamente media hora más tarde, percibieron un sonido suave y metálico, como un zumbido musical. Luego vieron pasar un extraño aparato en forma de lenteja que emitía unas aureolas luminosas intermitentes y se alejaba lentamente hacia el cielo del amanecer. Ninguno dijo media palabra. Apenas se persignaron en latín y rezaron un padrenuestro y diez avemarías, por el desconocido y extraño difunto que viajaba a otro mundo, y no precisamente en sentido figurado.
Ese día estuvo caliginoso y húmedo como vientre de viuda y con la posibilidad no tan remota de una tormenta de verano, con su concierto de centellas, truenos e inútiles paraguas olvidados en un sobrado. Percebeo Camambú no apuró el paso de su arrocinado mancarrón, de pelaje alazán desteñido por el sol implacable y el ululante viento norte, que, según las viejas del lugar, le ponía a cualquier cristiano macho o hembra de entre 8 a 110 años, al borde de la menopausia. Más bien amainó la de por sí desesperante lentitud de su cabalgadura. No tenía apuro, y, si por ahí llovía, no le vendría nada mal mojarse un poco. Hasta los piojos que poblaban su ropa se lo agradecerían de todo corazón, si los piojos tuviesen corazones, claro.
Percebeo Camambú tenía el aire perdido de quienes se resignan a lo que venga, con ese fatalismo campesino del que nada tendría que perder si las cosas empeorasen más allá de lo peor. Su desnutrido jamelgo, con más agua que alfalfa en las tripas, tenía el mismo mirar estúpido que su compañero de aventuras desventuradas subido a su lomo, cual Quijote local sin Dulcinea en lontananza ni Sancho detrás y en asno.
Los dos juntos pudiesen haber sido un mismo espíritu, a causa del talante estólido que poseían entrambos en condominio. Sólo faltaba que el pachorrento rocín fuese bautizado sacramentalmente siquiera, para que parecieran almas gemelas. Meteoro, se llamaba el rucio solípedo del buenazo y al colmo de la estulticia de Percebeo Camambú. Corría (es un decir, que más bien se arrastraba) el año 1939 (en la capital nomás imperaba esa calenda; por que en la campiña paraguaya estaban aún en la prehistoria, salvo que conocían ya la rueda y el fuego). Pero en esa microgalaxia que era la campiña nativa, la ignorancia más rotativa y descascarada reinaba a paso de babosa (132 mm. por hora) y duraba de 04:30 a 18:15 más o menos. No era de extrañar que nuestros abuelos conviviesen en sus ranchos con cerdos, corderos, cabras, gallinas, guineas, patos y algunas que otras mascotas, salvajes o no. Algunos, hasta criaban indiecitos huérfanos para todo servicio.
A toda esta esquizoofrenia, se sumaban niguas (piques), piojos, ladillas, pulgas, chinches, mosquitos, garrapatas o cualesquiera otra sabandija no registrada por las ciencias. Una cadena trófica en toda su extensión, con la diferencia de que los más pequeños se alimentaban de los más grandes. Y algo así, era casi todo el Paraguay. Una minoría se estaba fagocitando a la mayoría, y a eso llamaban "democracia" en Asunción.
Las carretas de bueyes, eran vehículos deportivos en relación a Meteoro, su montado. Los más ricos, iban a paso de tren hacia el sureste, aunque de recorrido tan limitado como su velocidad. Los pasajeros del Ferrocarril inglés, hasta podían entretenerse contando postes de telégrafo o durmientes durante el trayecto.. Las informaciones llegaban con uno o dos meses de atraso, y las carreras de caballos —al menos, los del dudoso pedigrí de Meteoro—, se cronometraban con almanaques.
Obviamente, toda esta ralentización de la vida y esta transgresión a las leyes inmutables de la interrupta evolución, obraba bienhechoramente sobre los campesinos minifundiarios. Su longevidad era casi matusalénica y su salud, entre hierro y acero inoxidable. El cáncer y el estrés eran ilustres desconocidos. Casi no conocían la luna, salvo en llenas, pues que antes de acostarse el sol ya estaban horizontales.
Conocían algunas estrellas, mas sólo porque ya estaban en pie mate en mano, cuando el lucero les guiñaba desde el naciente. O sea, que el ritmo de vida de ellos y de casi todos los campesinos latinoamericanos y de más allá, era con muy pocos sobresaltos, salvo algún ocasional ladrido de sus perros anunciando presencias nocturnas; o quizá algún ñakürutü (buho) anunciador de desgracias. Los tatarabuelos habían inventado algunos entes diurnos que les permitiesen dormir largas siestas sin que sus proles salgan a cabezudear por ahí. El Jasyjateré era un buen cuidador de criaturas, por el temor de éstas a ponerse a su virtual alcance. Temor inculcado, claro está, por sus padres. Era costoso hallar niños perdidos en esos montes, tupidos aún, del Paraguay preindustrial. Mejor prever.
Hechas estas digresiones, queda explicado el síndrome de estolidez desinformada de Percebeo Camambú, antiguo poblador de la casi remota compañía Lorito Picada, cerca de Chirigüelo, semiprovincia del Estado de Mato Grosso y cuya identidad nacional aún estaba en duda; casi como ahora, en que depende políticamente de Asunción y económicamente de São Paulo y Ponta Porã.
Percebeo Camambú, como dije, poco conocía de sobresaltos y a sus casi sesenta otoños apenas supo de tragedias, como las que se gestaban en los países más civilizados o imbecivilizados, según se mire. Era un ser libre de vivir o no, de sobrevivir como pudiese y enterarse o no de cuanto ocurría más allá de "la línea" de la frontera.
Esta clase social correspondía a la denominada mboriahúryguatã o "pobres-de-barriga-satisfecha", vertido al cristiano. Era flaco. Don Percebeo, como lapacho seco porque vivía a base de cecina, maíz y mandioca, matizados hídricamente por matecocido (infusión de yerba) con tereré y a veces algo de leche cruda recién ordeñada. Su chacrita la hizo a machete, azada y hacha, así como su rancho y a la usanza general. Era devoto de San Onofre, patrono de los beodos, incluso más aún que de su santo patronímico recientemente borrado del santoral por un tal Pío XI.
Como todas las veces que iba o venía a la capital de Amambay, a más de doce leguas de Lorito Picada, su mujer casi enviudaba de él, entre viaje y viaje. Evidentemente Percebeo era un tipo sin apuros y ajeno a atarear pensamientos.
Una vez asentados ahí, su abuelo puso simientes de porotos, maíces (cinco variedades) y frutales varios. Incluso la yerba mate la surtía un grupo de arbustos de su finca, elaborada de mboroviré (hojas y palillos tostados y quebrados en bolsas a golpes de palo de mortero) artesanal. Cuanto podrían necesitar él o su familia, lo tenían allí mismo ¿a qué preocuparse, si ocuparse da mejores resultados?
Percebeo Camambú viajaba con su mancarrón favorito, pues que nunca se decidía a montar un cojudo semental por temor a transgredir sus leyes de la gravitación universal, aún ignorando a Newton; o ser despedido de la montura, por no coincidir el galope de algún garañón con su técnica de montar a esa especie de híbrido de mamífero con molusco, como lo era Meteoro. Cuando Percebeo partía a su largo periplo de cabotaje terrestre, para su mujer era algo así como quien ve partir a su amado a algún planeta limítrofe y a bordo de un aeróstato medio desinflado.
En realidad el meteorismo excesivo del pingo fue, más que nada, el gestor de su nombre por parte de su casi hermano Percebeo. Cada centenar de metros, la mala mezcla de alfalfa fermentada, pasto salvaje y agua estancada de tajamares, hacía estragos pirotécnicos en sus entrañas y si el viento era chicho o de cola, Percebeo percibía las flatulencias de su lerdo rocín con la resignación bendita de los mártires del subdesarrollo.
Cierta vez que debió pernoctar al raso en uno de sus viajes divisó algo que parecía el llamado fuego de San Telmo. Se detuvo persignándose en latín, aunque no entendiese muy bien lo que querría decir, pero así lo había aprendido y ordenó a Meteoro que apurase el tranco, no fuese alguna luz mala que lo llevara quién sabe dónde. Por supuesto que el jamelgo tenía sus propias ideas acerca de la velocidad, por lo que hizo caso omiso al amo. Percebeo nunca hubo sentido necesidad de espolear o atizar a su caballo (al menos, lo parecía) Meteoro. En compensación, éste jamás se apartó de la rutina y estaba desacostumbrado a los castigos.
El caso fue que, al primer pinchazo de espuelas en sus ijares, Meteoro se encabritó abruptamente, lanzando a su medio-hermano pachorrento a probar la fuerza gravitatoria del planeta. Tras esto, se lanzó a galope desbocado, dejando a Percebeo Camambú tirado como colchón de preso sobre la blanda arena del sendero; no diremos atontado porque ese era su estado natural, sino algo aturdido y medio golpeado. Meteoro en cambio, redescubrió su capacidad perdida de galopar, sin estorbos sobre su lomo y, pese al bocado del freno que llevaba, se perdió para siempre de su patrón y alma gemela.
Percebeo, tras incontables minutos de fatigoso análisis de su nueva situación, y, por añadidura de a pie, se resignó a caminar olvidando momentáneamente al fuego de San Telmo que lo asustara antes del accidente. Dudó entre seguir viaje a Pedro Juan Caballero o retornar a Lorito Picada y finalmente, se echó a dormir al pie de un robusto tarumá, al borde del sendero, por si pasaba alguna carreta por ahí. Podría hacer dedo o pedir carona como dicen los brasileños que aún rigen en la zona.
Casi al filo de la madrugada, mosquitos mediante pese al fresco, despertó Percebeo Camambú divisando una luz mortecina que avanzaba lentamente mariposeando el camino. Su color amarillento rojizo, le hizo deducir, a velocidad de caracol, que era una carreta con farol mechero a kerosén. Las luces malas son generalmente blanco azulencas y eléctricas, aunque esta palabra la desconocía nuestro amigo, que en gracia sea. Que la gracia siempre alumbra a los santos, a los buenos y a los bobos.
Se puso en pie, desperezándose y bostezando a cuatro bocas. Sería de mala educación esperar tumbado y sacudirse ante el eventual samaritano con ruedas. Percebeo Camambú rogó a la Virgen de los Caminantes Perdidos, que fuese algún conocido de su valle. Iba en dirección a Cerro Corá, en la intersección con la ruta (es un decir, que apenas era una picada polvorienta o fangosa, según el tiempo) Concepción-Pedro Juan y, de seguro, podría llevarlo consigo. Por fortuna llevaba su dinero en el cinturón y no en la montura, que de no, su capital estaría galopando con su infiel Meteoro, por esos senderos serpenteantes de la selva del Amambay.
Volvió a percibir el chisporroteo eléctrico y su curiosidad pudo más que su ancestral temor a lo desconocido. Tal vez la proximidad de la carreta lo animase a ser audaz. Lo cierto es que, se acercó al sitio del fuego de San Telmo y vio un hueso que al principio le pareció una calavera de algún bicho. Al acercarse lo bastante, percibió que brillaba en la semi oscuridad, y no parecía ser de ningún cristiano o bicho conocido. Estaba a medias incrustado en un trozo de roca arenisca y debía ser más viejo que sus recontra tatarabuelos.
Lo guardó en una bolsa, que aún conservaba por estar cruzada en bandolera en su torso. La carreta ya estaba a tiro de piedra y saludó al carretero con un estentóreo grito de "¡Ave Maria purísima!" recibiendo un ululante "¡Sin pecado concebida!" como respuesta. Tras reconocer a un compueblano llamado Purificación Castillo, lo saludó y le rogó para hacerle sitio hasta donde fuese. Tras el sí del carretero, Percebeo se acomodó a su lado sobre el pescante de la lerda carreta.
No le comentó de momento sobre su hallazgo, pero palpaba nerviosamente el hueso a través de la basta bolsa de yute a fin de identificar de qué especie provenía.
El carretero, ya con la luz diurna en avanzado estado, lo notó y pensó que Percebeo debía tener algo de mucho valor en su bolsa para estar acariciándola a cada rato como a tetas de virgen. Mientras tanto, Percebeo se daba cuenta de que esa cosa no parecía a nada que él conociese a lo largo de su vida.
Poseía colmillos y una especie de crestas cornudas en la mitad superior, un hocico alargado y unos huecos oculares medio diferentes. Además, era casi pesado como de piedra y encima estaba semi incrustado en una. ¡Y ese brillo como de luciérnaga!
Finalmente, relató al carretero su odisea, la visión y la deserción de su pingo Meteoro y su posterior hallazgo del hueso-piedra. Tras mostrárselo, el carretero comentó lacónicamente:
—No parece cristiano.
—Cierto —respondió Percebeo, tras incontables minutos de reflexión—. Pero ha de ser de algún bicho, digo yo...
—Eso sí. Pero no conozco ningún bicho que tenga una osamenta como ésa. Parece cosa de añá (demonio), pero en Pedro Juan Caballero ha de haber alguno que sepa de qué animal fue esa osamenta.
—¿No será un lobizón o algo parecido? —volvió a preguntar Percebeo Camambú, quizá iluminado de milagro—. Mire estos colmillos y... —al decir esto sintió deseos de lanzar el hueso a la profundidad de la selva que parecía querer engullirlos con carreta y todo. Algo le daba mala espina con esa cosa que parecía burlarse de ellos desde las playas profundidades de la bolsa. La palabra "lobizón" ya puso carne de gallina al supersticioso Percebeo Camambú y ni qué decir de su compañero de travesía.
A media mañana, otro viandante pedestre llamado Clodomiro Caburé se sumó a ellos. Tampoco éste pudo precisar a qué bicho perteneciera el cráneo que portaba Percebeo. No parecía el de un chancho del monte, pese a sus colmillos cruzados, ni al de nada conocido por ellos. Finalmente decidieron tácitamente cambiar de tema.
Percebeo Camambú dio en guardar silencio para ahorrar saliva y palabras, pues que muchas no tenía encima y su diccionario era bien raleado, al menos en castilla. Su cerebro era como la selva que los rodeaba: casi virgen, y su vocabulario incluía unas cien palabras en castellano, doscientas seis en guaraní y cuatrocientas en portugués caipira. Tampoco conocía de libros ni letras. Era, en suma, un hombre feliz, como sólo puede serlo un tonto de vocación. Pero le preocupaba el hueso y la razón de su hallazgo. Pareciera que esa cosa lo estuviese aguardando allí, perdida por quién sabe cuántos años en ese monte, escondida a toda mirada; hasta que, justo a él se le manifestó, como invitándolo a recogerla y darle merecido descanso. Volvió a palpar el cráneo para cerciorarse de su existencia real.
El sol ya picaba y decidieron hacer un alto en un claro del tupido monte para tomar un refrescante tereré y picotear algo para seguir el rumbo. Percebeo Camambú de pronto sintió que la cosa estaba pesando más de la cuenta y le pareció que algo le cosquilleaba en el costado donde reposaba el hueso. Bajó su bolsa al suelo y se sentó a la sombra de una peroba gigante a resollar su cansancio. El carretero y el otro pasajero hicieron lo propio, mientras preparaban guampa, bombilla y algo de agua de un arroyo cercano.
Tras abrevar la sed y engañar al estómago, con cecina hervida con algo de arroz y mandioca, tornaron a la carreta. Estaban lejos aún de la ruta, pero con paciencia siempre se llega al fin del mundo. Y paciencia les sobraba, pues en el Paraguay de la posguerra chaqueña, todos profesaban la abulia más lerda del planeta. Si Percebeo era, como lo hemos descrito antes, sus compañeros no le iban en zaga en eso de la pachorra. El único que les podría ganar era Meteoro, pero no se hallaba presente para concursar. Los bueyes, quizá. Tras algunas paradas cortas para manducarse un poco de charque hervido con mandioca y tereré, llegó la noche; profunda, visceral, apocalíptica y preñada de leyendas de aparecidos, luces malas, bestias desconocidas y espíritus burlones que hacían mofa de las creencias y supersticiones ancestrales de los viajeros.
Por lo general en carreteras abiertas se viajaba de noche sin problemas con alguien caminando ante el carretero con un farol de kerosén a mecha, pero en la selva oscura, cerrada, con posibles incursiones de bichos venenosos, era preferible acampar. A las primeras estrellas, ya los tres viajeros estaban instalados, con sus bueyes libres del yugo y la pava del mate chillando alegremente sobre el improvisado fogón. En tanto los viajeros pusiéronse, por turno y en limitado vocabulario, a relatar historias imaginarias o reales de aparecidos, finados en pena, bultos que se meneaban y lobizones. Estos últimos eran desconocidos hasta que, un oscuro rapsoda lanzó un libro con un poema de largo aliento, titulado "Ñande ypykuéra" (Nuestras raíces), donde creara toda una cosmogonía y protohistoria imaginaria sobre guaraníes emigrados de Atlántida y engendrando bichos maléficos trasplantados de la mitología europea. Esto dio origen a creencias populares que subsisten hasta hoy. Lo curioso es que esta historia imaginada por Rosicrán (Narciso R. Colmán) en 1921, se enseña como "mitos guaraníes" en escuelas y colegios. Pero volviendo al fogón, nuestros amigos entre relato y relato, ni percibieron una brillante luz que descendía del cielo y se posaba cerca de allí, junto a un tajamar, ni oyeron ruido alguno, fuera de grillos, ranas y lechuzas. Poco más tarde, estaban todos lanzando ronquidos en cacofónico coro que, sin desearlo debía competir con los bramidos de algún jaguar despistado por el monte.
Fue justamente Percebeo Camambú el que despertó, pasada medianoche con urgencias en la vejiga y al intentar incorporarse divisó a tres figuras de aspecto de cristianos, aunque más canijos, de poca alzada y cabezas grandes, con ropas ajustadas de color blanco brillante como de latas de "corned-beef" y con la cabeza cubierta de una especie de mosquitero redondo de vidrio oscuro, cuyo significado no acertaba a comprender.
Fue tal el susto que pegó un brinco casi de su altura, acompañado de un alarido de terror como no se hubiese oído en mucho tiempo en ese apartado rincón. Los otros se despertaron bruscamente como traídos de un tirón del otro lado de la frontera del sueño pesado. Pero nada más despertar, quedaron pegados al suelo del susto, al verse rodeados de tales engendros salidos de quién sabe qué pesadilla.
Intentaron echar mano a sus cuchillos, tras una tardía reacción, pero no pudieron mover un dedo, no sabían bien si del susto o por qué otro motivo. En cuanto a Percebeo, se hizo encima de la urgencia, mojándose sin rubor.
Las tres figuras que parecían muñecos de lata, no hicieron ningún movimiento ni pronunciaron palabra alguna. Apenas los miraban como quien curiosea algún animalito simpático. Percebeo estaba tieso como muertito del día anterior y apenas sintió que esos... —no supo cómo denominarlos e esos momentos—, buscaban algo. Y, en efecto, uno de los engendros señaló su bolsa de bandolera, donde reposaba el hueso raro, que ahora volvía a emitir un brillo de luz verdosa como de luciérnaga gigante. Poco a poco, los sentidos de los tres viajeros fuéronse reactivando, lo que no es mucho decir, pero pudieron "captar" algo que decían en silencio las tres figuras vestidas de lata o algo parecido.
"—Uno de ellos tiene en su poder el cráneo de Cryggsu" —expresó uno de los extraños.
"—Espero que su radioactividad no los haya afectado negativamente" —les pareció que decía otro, aunque no pudieron comprender el significado de algunos términos, como radioactividad o afectado.
"—No lo creo. Más bien les hará algo más inteligentes. Estos seres semisalvajes apenas manejan su propia lengua, pero ahora mismo pueden comprender nuestros mensajes sin sonido. Dejémosles que nos expliquen por qué se han apoderado de la reliquia de Cryggsu que hemos hallado luego de cientos de miles de años de su accidente".
Percebeo Camambú, Purificación Castillo y Clodomiro Caburé, apenas podían mover un dedo, pero comenzaban a entender que esos que estaban ante ellos, no eran de este mundo. Vieron la extraña calavera en manos, o lo que fuesen, de uno de los seres, con su brillante luz verdosa que guiñaba como cocuyos de verano. Intentaron pensar algunas palabras para saber quiénes eran esos bichos vestidos de lata.
Nunca sabrían cómo explicarse el hecho de haber podido entenderse con esos póras, venidos quién sabe de dónde a rescatar un simple hueso. Aunque tal vez no fuese tan simple, que si no, no andarían de estrella en estrella buscándolo. De pronto, pareciera que sus mentes estuviesen pensando más de prisa que de costumbre y sus capacidades de comprensión superasen sus normas de rutina en que les costaba hilar frases con más de diez palabras, sin tropezarse con solecismos, anacolutos, lusitanismos o ásperas guarangadas mezcladas con jíria caipira importada del cercano Brasil. ¿Sería alguna influencia de la presencia de esos bichos de dos patas con traje de lata. No lo sabían aún, pero algo se estaba transmutando en sus cuerpos y mentes.
—¿De dónde vienen ustedes? —intentó decir pensando, porque no podía aún pronunciar palabra, Percebeo Camambú.
"—¡Ah terrícola!. ¿Entonces ahora puedes comprendernos?" —respondió uno de ellos dentro de su mente—. "Venimos de muy lejos y quisiéramos rescatar los restos de uno de nosotros, cuyo vehículo cayera en este mundo hace muchísimos años."
—¿Y qué vino a hacer por aquí su compañero? —interrogó Purificación Castillo, algo más avispado que de costumbre.
"—Todos nosotros recorremos los mundos habitados para seguir la evolución de sus criaturas. Pero por lo que veo, hay partes de este mundo que poseen más conocimientos y técnicas que otros. No puedo imaginar que mientras allá en Europa tengan vehículos aéreos, aunque inferiores a los nuestros, acá anden en eso" —señalando la carreta de grandes ruedas embarradas y sus bueyes de triste mirada y piel desangrada por la picana y los tábanos.
—Somos pobres y no hay caminos para esas máquinas que dice —respondió la mente de Purificación Castillo, un poco más despabilado aunque sin poder moverse aún—. Por acá se vive más despacio y más largo. Allá en la Europa la gente se mata de nervios, vive muy rápido y se enferman de balde. O si no, se matan entre ellos en guerras como la que tuvimos hace poco entre nosotros y los bolivianos. Y todavía no sabemos bien quién ganó, ni para qué peleamos. Ahora nuestro presidente, un tal Estigarribia, está entregando a los bolí la mejor tierra que conquistamos y los otros le están dando al Paraguay los desiertos de talco de hacia el Pilcomayo.
"—Todas las guerras son estúpidas como la gente que pelea en ellas" —dijo uno de los bichos pajueranos—. "Nosotros hace miles de años que dejamos de pelear entre nosotros, aunque en algunos mundos nos persiguen si nos ven. Por eso no nos hacemos ver en lo posible. Si uno de ustedes no se hubiese despertado, no sabrían jamás de nosotros".
—¿Podemos ver la carreta que usan para viajar? —preguntó Clodomiro dirigiéndose a cualquiera de los tres.
—¿Por qué se visten con trajes de lata? —interrogó Purificación
—¿Para qué quieren ese hueso? —cuestionó Percebeo.
"—Nuestro vehículo no tiene ruedas y es a la vez la rueda. Nuestras ropas nos protegen de la atmósfera hostil de este mundo. Justamente, nuestro compañero Cryggsu se quitó su casco protector y fue atacado por bacterias, virus o alguna forma de vida inferior. Necesitamos sus huesos para determinar qué pudo haberlo matado, ya que somos casi inmortales, aunque algo delicados si no nos cuidamos. En cuanto a nuestro vehículo, ya lo veréis cuando nos vayamos de aquí. Pero antes, querríamos saber dónde lo habéis hallado, para recuperar todos sus huesos, que no son demasiados como los vuestros. Tantos milenios en los espacios profundos cambiaron la estructura de nuestras armazones y el calcio debió ser sustituido por fósforo, torio y litio. Vuestros mares y océanos tienen mucho litio y con él, fabricamos lo demás.
Curiosamente, los tres campesinos podían entender el progresivamente complicado discurso de esos bichos... o lo que fuesen. ¿Sería el hueso radiactivo, el causante de tal mutación que estaba teniendo lugar en ellos? ¿Ellos, que apenas sabían las diferencias entre día y noche y que tenían un reloj biológico casi a nivel de hibernantes de todo el año y que cuando tenían sueño casi no bostezaban para no malgastar aire? ¿Serían capaces, con algo de estudio, dominar las artes, las ciencias, el conocimiento en suma, para poder timonear la nave de sus destinos?
Los tres, como intuyendo los pensamientos de cada uno de ellos se mostraban sorprendidos de su capacidad de análisis y de vocabulario. No imaginaban que sólo derrochando neuronas podrían captar la voz del universo, lo que es decir de la Gran Inteligencia, hasta esa madrugada en que fortuitamente se concretó un encuentro que nadie en 1939 calificaría de tercera fase, sino tal vez de: "ángeles traen mensajes divinos a tres campesinos paraguayos", al estilo milenarista cristiano.
Hasta entonces, se hubieron limitado a vivir, procrear, trabajar y morir sin cuestionarse demasiado origen ni destino. Vivir era tan rutinario que, cualquier rotura, por mínima que fuese en la rutina, era sólidamente castigada. Los abuelos a los padres. Los padres a los hijos y nietos. Los hijos y nietos a los animalitos de la casa.
Comenzaba una etapa de filosofía. Rústica, pero filosofía al fin. Por ese trocito del planeta llamado Paraguay, habían pasado dos guerras y buen número de golpes de Estado, que no revoluciones. Pero aún así, en la campiña (campaña dicen aquí) paraguaya, el tiempo transcurría a paso de procesión mortuoria y amenazaba continuar sine die en esa tesitura. Y de pronto, pareciera como que despertaran de una prisión espacio-temporal al ralentí, para sentir que la velocidad de sus operaciones neuronales se había incrementado un tanto y no les era difícil ahora entender relaciones de causa-efecto. Arandú ca'aty dirían nuestros abuelos, acerca del saber intuitivo.
Los tres campesinos pudieron, por fin, mover sus músculos y ya sin preconceptos, intentaron proseguir su silenciosa plática con los extraños; ésta vez, sin temor alguno. Los otros, explicaron que debían volver con los huesos de Cryggsu a fin de analizar las causas de su desaparición. Éste, se habría extraviado de una expedición llegada a la Tierra en épocas remotas, milenios antes de la llegada de los humanos al Amambay. Tras buscarlo infructuosamente debieron regresar a su mundo, situado más allá de las Pléyades. Uno de ellos, trazó un rústico dibujo de dicha constelación en el suelo. Los tres campesinos reconocieron a las siete cabrillas y se alegraron de poder compartir con gente de otro mundo. Y encima, sin hablar de bocas para afuera.
Tras las aclaraciones de rigor y solicitando la promesa de no mencionar el encuentro, los tres viajeros del espacio se despidieron de los campesinos, internándose luego en las profundidades de la selva a rescatar los demás huesos que estarían en el recodo que les describiera Percebeo Camambú. A cambio, los tres amigos recibieron la facultad de pensar y un incremento considerable de vocabulario que les facilitaría el poder enseñar y transmitir conocimientos a sus coterráneos, con la única condición de no mencionar sus fuentes. Percebeo, Purificación y Clodomiro, juraron guardar el secreto de su encontronazo de culturas que, a buen seguro dejaría algunas secuelas en ellos.
La aurora aún tardaría en despuntar y todavía apenas pudieron dar crédito a la experiencia vivida hacía minutos nada más. Como si todo hubiese sido un sueño extraño del que no tardarían en despertar. Se miraron unos a otros con la incredulidad del filósofo, antes que con la fe del idiota o la certeza del necio.
De pronto, Clodomiro exclamó, esta vez con el habla:
—Ya habrán encontrado lo que buscaban esos señores del otro mundo.
Aguardaron en el lugar hasta que, aproximadamente media hora más tarde, percibieron un sonido suave y metálico, como un zumbido musical. Luego vieron pasar un extraño aparato en forma de lenteja que emitía unas aureolas luminosas intermitentes y se alejaba lentamente hacia el cielo del amanecer. Ninguno dijo media palabra. Apenas se persignaron en latín y rezaron un padrenuestro y diez avemarías, por el desconocido y extraño difunto que viajaba a otro mundo, y no precisamente en sentido figurado.
De cómo un alma
bienaventurada
huyó del paraíso
celestial
(1er. Premio del VI Concurso
Club Centenario 2000)
A todos los libertarios del mundo
Tomadme por loco, si queréis, mas no dudéis de las palabras de este servidor. No me ofende profesar el desvarío ni la poesía contenida en los sutiles suspiros insondables del cosmos y que aún laten en mi interior.
La santa locura de lo místico, me impulsó en vida a la búsqueda de lo absoluto, obcecándome neciamente en el mal llamado Sendero de la Bienaventuranza. Conseguí, tras negármelo todo a mí mismo por la vida, trasponer las puertas del Paraíso tras mi desencarnación física, pero... ¡a qué precio, amigos! Me autoflagelé con el látigo de la templanza, me marginé con las alambradas espinosas de una falsa humildad, e inmolé los goces de la materia viviente, en el ara hipócrita de las virtudes farisaicas. En fin, me torturé ¿santamente? para tener el dudoso privilegio de integrar la legión de los castísimos bienaventurados. Es decir, de los enemigos de la efímera alegría que endulza —de tanto en tanto— nuestra azarosa pasantía en el Valle de Lágrimas.
No negaré la dicha que me produjo mi ingreso al Empíreo, tras la muerte física. Todo luz, todo claridad; música angélica de galácticos instrumentos y espirituales voces de cristalino timbre... ¡al punto del hartazgo! La mistérica y severa paternalidad del viejo demiurgo Sabaoth, nos inspiraba más temor que amor. Sus hieráticas huestes angélicas, de filosas y flamígeras espadas y candentes adargas, no nos hacían sentir libres ni filiales. Más bien, sentíame poseído por alguna pesada y omnipotente burocracia celestial, si no alimento de ella o algo peor.
Una perspectiva de eternidad en el paraíso llegó a hacérseme insufrible hasta las heces. Ciertamente no padecía esas sensaciones corpóreas de sed, hambre, dolor, vacuidad o plenitud. Tampoco experimentaba la cruda dureza de las expiaciones a que me sometí en vida física para poseer la corona de los Elegidos del Señor; pero cierto tufillo de decepción y tedio se extendió a lo largo, alto y ancho de mi alma —sin cuerpo que la aprisionara, ni mente falaz que la tentase— y lo luminoso fuese tornando gris y casi opacente, lo musical fue haciéndose ruidoso, lo laxo volvióse tenso, cual arco saetario de los Guardianes del Umbral. En fin, la dicha inicial tornóse en aburrimiento grisáceo ad æternum.
Por otra parte, la inacción beatífica y las reglamentarias alabanzas corales al Más Alto, se tornaron irritante y lacayuna rutina celestial. Sinceramente, no esperaba todo esto cuando anhelaba “la salvación eterna”. Como alma bienaventurada, no disponía de opciones. Ni siquiera un tour por alguno de los purgatorios; una expedición exploratoria al submundo del Averno (¡Ida y vuelta, por supuesto!); o visitas furtivas a la legendaria Gehena. Debía, como todos, permanecer entre las almas castas y puras (ergo, aburridas e insulsas); que habían malgastado sus vidas físicas para llegar al mítico Paraíso Celestial. Fue al darme cuenta de todo ello y razonar sobre lo que me aguardaba, que decidí meditar el modo de huir de la diestra del Padre; con todas las consecuencias que ello me deparase.
El Paraíso no tiene murallas visibles, rejas ni candados. Pero si difícil es vivir duramente —castigándose con cilicios, penitencias y cálidas meaculpas— para ingresar en él, imposible o poco menos, es salir de allí. Siglo tras siglo lo intentaba, mas nadie se daba por enterado de mi hastío y urgentes deseos de evasión de la Patria Celestial. Ni tan siquiera los ángeles, arcángeles, querubines, serafines, tronos, potestades y archidones de la celestial cohorte jerárquica, redoblaron la férrea y administrativa vigilancia de las puertas intangibles y las inviolables fronteras celestes. Simplemente me ignoraron o quizá fingieran hacerlo.
Si por lo menos aquéllo fuese el tal “paraíso terrenal”, de sabrosos frutos y colorida flora ubérrima, tal vez me sintiese más a mis anchas, como diría algún grosero marino gallego. Pero en el universo dimensional de la no-forma, todo es espiritual y puro —tal vez para evitar nuevas incursiones fálicas de la tentadora sierpe de la sabiduría—, previendo el peligro de recaídas y ocultas subversiones contra la deidad altanera, feroz y omnipotente, ¡vaya uno a saber! Hasta hubiese deseado profesar el nihilismo nietzscheano, para ser juzgado por la celeste inquisición y expulsado nuevamente al mundo, o donde quiera que hubiese vida.
Naturalmente, la comunicación con el caluroso Hades era imposible. En cuanto a los limbos purgatorios, estaban más cerca del mundo terrenal, pero alejados —en años-luz— de nosotros, los espíritus bienaventurados, per sæcula sæculorum, para desgracia mía.
Busqué la compañía de otros espíritus como yo, consumidos por el tedio eternal y cuya efímera existencia física se hubiese caracterizado por el desapego y la negación de sí mismos. Es decir: santurrones, beatos, ciegos devotos del áspero fanatismo del cilicio penitencial y enemigos de la belleza, la alegría, la sabiduría filosófica y el excitante goce de la especulación intelectual. De seguro, estarían tan arrepentidos como este servidor, por haber desperdiciado sus sentidos y su vida terrenal e irrepetible, persiguiendo exageradas quimeras celestiales y escatológico cual dudoso cielo. Pensé que tal vez me comprendiesen y compartieran mi hastío.
Encontré ¡oh, desgracia! un alma, que en vida fuera monje dominico; ascético, cruel, apasionado y algo perverso, como salido de la delirante imaginación de Sade. Ganó éste, su sitial paradisíaco delatando a divertidos herejes, más devotos de la carne y el buen vino que de lo demoníaco o maligno. Pero cuando supe que su nombre fue sinónimo de torquemadismo sádico, huí de su compañía como de mortífera peste. ¡Hasta podría haber sido el mismísimo Torquemada!
Otra alma que conocí en las alturas, se me reveló como detentora, en su vida terrenal, de gloria y poder omnímodo como vicario del Señor. Pero sus muy tortuosos métodos de evangelización, no gozaban de buena fama. Habría sido Papa, con el nombre de Rodrigo Borja o Alejandro VI —el cual tuvo hijos bastardos e incestuosos y sobrinos criminales—, siendo él mismo, protervo y falaz. Quizá su tardío arrepentimiento lo trajo —aunque a tientas— al Paraíso. Tampoco pude relacionarme con tal empedernido bellaco, que bien supiera de epicureísmo, antes que de aristotelismo.
Procuré conocer algunos lúcidos espíritus angélicos descontentos, como los que se sublevaran eones atrás contra el demiurgo y engrosaran las huestes subversivas de Lilith y Belial. Tal vez fuesen éstos más permeables —a las ideas libertarias, que no libertinas, que serpenteaban en mí— y me condujesen a secretos pasadizos de salida. No lo conseguí. Un ángel de andrógino aspecto, de nombre Anaël, casi delató mis propósitos a la jerarquía. Todos los ángeles de dudosa o tibia fidelidad, fueron exportados o deportados al Hades, con su caudillo rebelde, el luminoso arcángel Luth Baal.
Los muchos que quedaron en el Empíreo, eran fidelísimos y fanáticos vasallos del Más Alto. Incluso éstos, reprobaron mis tímidas insinuaciones acerca de una liberación. Si no delataron mis intenciones, sería por la escasa importancia de un alma perdida en el océano beatífico. Mas me sometieron a discreta vigilancia, para evitar la propagación de ideales contrarios a los imperantes en la Gloria Celestial.
Me incorporaron —medio forzadamente, justo es reconocerlo— en un coro de Elegidos, donde bien poco pude hacer para lograr mi meta. Hube de entonar salmos, elegías, misereres, alabanzas, oraciones, letanías, endechas, odas, loas, jaculatorias y aleluyas al demiurgo —pese a mi reluctancia— sin disponer de tiempo libre para maquinar fugas imposibles. Todas las vías estaban vedadas a la evasión tan largamente anhelada.
La desesperación que me atenazaba, aumentaba en forma exponencial y geométrica, sin alivio ni respuesta. ¿No habré pretendido la gloria, y por causa de mi vanidad, llevado a una suerte de infierno conceptual e incognoscible? No lo sé aún. Apenas tenía respiro entre un salmo y otro. Hasta deliraba creyendo ver desnudas Evas entre las numerosísimas legiones de almas luminosas que me rodeaban. Mi tensión experimentaba estados rayanos en lo esquizoide, sin alivio posible. Llegué a razonar que mi presencia en ese lugar, era más bien producto de algún craso error burocrático de la Jerarquía, que de mi piedad terrenal.
Tampoco parecía notar descontento entre las miríadas de espíritus, que me rodeaban hasta casi asfixiar mi angustia. Todos aparentaban estúpidamente eufóricos y horriblemente beatíficos, cual si estuviesen poseídos por alucinógenos alteradores de conciencia. Parecían éstos efectivamente gozar de su servilísimo sometimiento al demiurgo Sabaoth o Ialdabaoth; también conocido como Yah’Veh o Tetragrammatón, para quien en-tonábamos himnos zalameros y alabatorios y alguno que otro ¡hurra! de militantes ultras, beodos, retros y desbocados de opus ætillicum. Mi desazón continuaba en ascenso; como los calenturientos deseos que me impulsaban hacia lo fisicarnal, febril e hiperbólico.
Si tuviese corazón, acabaría éste por estallarme de tensión sin duda. Llegué a pensar que mi presencia en el Empíreo, fuese algo así como una especie de cópula contra natura. ¡No sabéis lo que implica sentirse sapo de otro pozo; como monja en burdel, Lenin en el Escorial; cardenal en el Kremlin o político paraguayo en Harvard! ¡Más desubicado, imposible!
En vida física, supe lo que era rendir culto y fiel devoción de lealtad a inmisericordes tiranos. Si bien traté de mantenerme apartado de cortesanas pompas, fui —alguna que otra vez— impelido a besamanos y vasallaje y hasta a humillantes sesiones de Te Deums, ofrecidos por el príncipe de turno, agradeciendo a la divinidad por su totalitario poder. Mas nada comparable a la seráfica y beatífica tiranía de un ser supremo —o que por lo menos cree serlo— aduladores y necios fanáticos mediante.
He visto, en vida terrenal, a legiones de sacerdotes y purpurados cometer sacrilegios, que, a cualquier infeliz, llevarían al patíbulo o la hoguera seglar. He sido testigo de deslices pecaminosos, de insospechables esposas del Señor, amparadas en el secreto de confesión y en su abolengo. Fui conocedor de crímenes y asonadas palaciegas en nombre de lo más sacro; de incestos y aberraciones clericales y laicas dignas de anatema. Hasta he firmado bulas y enchiridiones —contra reales o supuestos herejes y relapsos— con lo cual, sobradamente me hubiese correspondido un sitial en el reino de Baal Z'ebuth o en las profundidades visitadas por el divino Dante. ¡Pero ya era tarde entonces para arrepentirme de todo lo que no hice!
Y heme entonces en las alturas, en el coro de los escogidos, maldiciendo el tedio de la pura y eternal bienaventuranza de los corderos, o dicho mejor: carneros del Señor. Evidentemente, las Leyes Cósmicas deben tener algunas fallas u omisiones. Reconocí entre las innúmeras almas a tantos pecadores como virtuosos arrepentidos, sublimados por algún craso error del solemnísimo aparato de las pompas celestiales, quienes creen aún disfrutar del privilegio de su condición de supina ignorancia y beatitud y donde uno no está seguro de cuál precede a cuál, ni de las supuestas virtudes de ambas. Sólo sé, que son mucho más felices los ignorantes o mediocres, que el sabio estoico y el filósofo, curtidos en el dolor y la duda: esa madre sufrida del saber.
¿Que cómo logré finalmente huir de la bienaventuranza celestial? Bueno, me enteré por infidencias de un espíritu pobre de solemnidad —uno de esos bobos que aspiran a heredar el reino—, que un grupo de querubes de inferior jerarquía de entre los fieles legionarios divinos, partiría al mundo material en misión de agents provocateurs, para tratar de conquistar almas para el demiurgo. ¡Es que los luciferinos cosechaban conciencias que daba pánico! El demiurgo, Yahvéh-Ialdabaoth —también conocido como el innombrable, Altísimo, Bendito o Tetragrammatón (Tetragrammatwn, el de los cuatro grafemas)—, es celoso y terrible, cuando de almas y teolatría se trata, y no toleraba disidencias a su culto.
Me ofrecí como fiel voluntario para reencarnar en la Tierra. Si bien no las tenía todas conmigo y ciertos vigilantes dudaban de mis propósitos, logré eludir los rígidos controles de las alturas, siendo admitido a dicha Misión proselitista. Sólo faltaban unos trámites de personalización acerca de los seres cuya identidad asumiríamos en el llamado “Valle de Lágrimas”, para partir luego a renacer en el cuerpo de un futuro predicador fundamentalista neotestamentario, de fustigante lengua, dudosa moral y apocalíptica verborragia. ¡Lo que fuese, con tal de abandonar el Paraíso!
¿Se darían cuenta de mis intenciones? Es probable, pues el demiurgo es casi omnisciente y era muy probable que adivinara mis sentimientos. Pero estaba seguro de que mi presencia en el Empíreo estaba demás. Amo demasiado la libertad, para gozar de la celestial prisión y de sometimiento alguno a nadie que no fuese mi propia conciencia.
Mas, para que mi plan saliera bien, era preciso asumir mi calidad de evadido del Reino de los Cielos. Sería eternamente proscrito, sin acceso a los avernos, ni regreso posible. Mi nombre sería puesto en anatema y borrado para siempre de los angélicos registros. Me tornaría maldito como el Judío Errante, como Baruch de Spinoza, Voltaire, Nietzsche o como las derruidas murallas de Jericó y Cartago. Hube de sopesar todas las mínimas posibilidades y asumir las consecuencias de mis afanes libertarios.
Al final, me decidí por la libertad. ¡Y heme aquí, en este planeta, entre vosotros; condenado por siempre a vivir, morir, renacer y re-morir, volviendo a renacer y a recontra-morir; hasta el final de los tiempos!
Mas, les puedo asegurar que ha valido la pena. Nada como el libre albedrío de elegir entre la razón y la sinrazón; entre la esclavitud áurea, o la subterránea libertad; entre la implacable justicia y la hipócrita caridad; entre ser cínico fariseo o vil publicano, virgen o Magdalena, opulento o miserable. ¡Todas las vidas y pasares me estarán eternamente permitidos! Hasta podré ejecutar los doce trabajos de Hércules e incluso, ejercer el oficio de pecador impenitente o santo irredento, sin temores de ultratumba ¡total, ya estuve allí! Tiempo es lo que me sobra.
Han marcado mi frente con el estigma de Caín, por lo que nada ni nadie podrá hacerme daño jamás. ¡Y no se imaginan ustedes las ganas de vivir y la famelitud de sensaciones que llevo conmigo!
¡Alcáncenme una guitarra, una copa de vino generoso y que prosiga la fiesta!
bienaventurada
huyó del paraíso
celestial
(1er. Premio del VI Concurso
Club Centenario 2000)
A todos los libertarios del mundo
Tomadme por loco, si queréis, mas no dudéis de las palabras de este servidor. No me ofende profesar el desvarío ni la poesía contenida en los sutiles suspiros insondables del cosmos y que aún laten en mi interior.
La santa locura de lo místico, me impulsó en vida a la búsqueda de lo absoluto, obcecándome neciamente en el mal llamado Sendero de la Bienaventuranza. Conseguí, tras negármelo todo a mí mismo por la vida, trasponer las puertas del Paraíso tras mi desencarnación física, pero... ¡a qué precio, amigos! Me autoflagelé con el látigo de la templanza, me marginé con las alambradas espinosas de una falsa humildad, e inmolé los goces de la materia viviente, en el ara hipócrita de las virtudes farisaicas. En fin, me torturé ¿santamente? para tener el dudoso privilegio de integrar la legión de los castísimos bienaventurados. Es decir, de los enemigos de la efímera alegría que endulza —de tanto en tanto— nuestra azarosa pasantía en el Valle de Lágrimas.
No negaré la dicha que me produjo mi ingreso al Empíreo, tras la muerte física. Todo luz, todo claridad; música angélica de galácticos instrumentos y espirituales voces de cristalino timbre... ¡al punto del hartazgo! La mistérica y severa paternalidad del viejo demiurgo Sabaoth, nos inspiraba más temor que amor. Sus hieráticas huestes angélicas, de filosas y flamígeras espadas y candentes adargas, no nos hacían sentir libres ni filiales. Más bien, sentíame poseído por alguna pesada y omnipotente burocracia celestial, si no alimento de ella o algo peor.
Una perspectiva de eternidad en el paraíso llegó a hacérseme insufrible hasta las heces. Ciertamente no padecía esas sensaciones corpóreas de sed, hambre, dolor, vacuidad o plenitud. Tampoco experimentaba la cruda dureza de las expiaciones a que me sometí en vida física para poseer la corona de los Elegidos del Señor; pero cierto tufillo de decepción y tedio se extendió a lo largo, alto y ancho de mi alma —sin cuerpo que la aprisionara, ni mente falaz que la tentase— y lo luminoso fuese tornando gris y casi opacente, lo musical fue haciéndose ruidoso, lo laxo volvióse tenso, cual arco saetario de los Guardianes del Umbral. En fin, la dicha inicial tornóse en aburrimiento grisáceo ad æternum.
Por otra parte, la inacción beatífica y las reglamentarias alabanzas corales al Más Alto, se tornaron irritante y lacayuna rutina celestial. Sinceramente, no esperaba todo esto cuando anhelaba “la salvación eterna”. Como alma bienaventurada, no disponía de opciones. Ni siquiera un tour por alguno de los purgatorios; una expedición exploratoria al submundo del Averno (¡Ida y vuelta, por supuesto!); o visitas furtivas a la legendaria Gehena. Debía, como todos, permanecer entre las almas castas y puras (ergo, aburridas e insulsas); que habían malgastado sus vidas físicas para llegar al mítico Paraíso Celestial. Fue al darme cuenta de todo ello y razonar sobre lo que me aguardaba, que decidí meditar el modo de huir de la diestra del Padre; con todas las consecuencias que ello me deparase.
El Paraíso no tiene murallas visibles, rejas ni candados. Pero si difícil es vivir duramente —castigándose con cilicios, penitencias y cálidas meaculpas— para ingresar en él, imposible o poco menos, es salir de allí. Siglo tras siglo lo intentaba, mas nadie se daba por enterado de mi hastío y urgentes deseos de evasión de la Patria Celestial. Ni tan siquiera los ángeles, arcángeles, querubines, serafines, tronos, potestades y archidones de la celestial cohorte jerárquica, redoblaron la férrea y administrativa vigilancia de las puertas intangibles y las inviolables fronteras celestes. Simplemente me ignoraron o quizá fingieran hacerlo.
Si por lo menos aquéllo fuese el tal “paraíso terrenal”, de sabrosos frutos y colorida flora ubérrima, tal vez me sintiese más a mis anchas, como diría algún grosero marino gallego. Pero en el universo dimensional de la no-forma, todo es espiritual y puro —tal vez para evitar nuevas incursiones fálicas de la tentadora sierpe de la sabiduría—, previendo el peligro de recaídas y ocultas subversiones contra la deidad altanera, feroz y omnipotente, ¡vaya uno a saber! Hasta hubiese deseado profesar el nihilismo nietzscheano, para ser juzgado por la celeste inquisición y expulsado nuevamente al mundo, o donde quiera que hubiese vida.
Naturalmente, la comunicación con el caluroso Hades era imposible. En cuanto a los limbos purgatorios, estaban más cerca del mundo terrenal, pero alejados —en años-luz— de nosotros, los espíritus bienaventurados, per sæcula sæculorum, para desgracia mía.
Busqué la compañía de otros espíritus como yo, consumidos por el tedio eternal y cuya efímera existencia física se hubiese caracterizado por el desapego y la negación de sí mismos. Es decir: santurrones, beatos, ciegos devotos del áspero fanatismo del cilicio penitencial y enemigos de la belleza, la alegría, la sabiduría filosófica y el excitante goce de la especulación intelectual. De seguro, estarían tan arrepentidos como este servidor, por haber desperdiciado sus sentidos y su vida terrenal e irrepetible, persiguiendo exageradas quimeras celestiales y escatológico cual dudoso cielo. Pensé que tal vez me comprendiesen y compartieran mi hastío.
Encontré ¡oh, desgracia! un alma, que en vida fuera monje dominico; ascético, cruel, apasionado y algo perverso, como salido de la delirante imaginación de Sade. Ganó éste, su sitial paradisíaco delatando a divertidos herejes, más devotos de la carne y el buen vino que de lo demoníaco o maligno. Pero cuando supe que su nombre fue sinónimo de torquemadismo sádico, huí de su compañía como de mortífera peste. ¡Hasta podría haber sido el mismísimo Torquemada!
Otra alma que conocí en las alturas, se me reveló como detentora, en su vida terrenal, de gloria y poder omnímodo como vicario del Señor. Pero sus muy tortuosos métodos de evangelización, no gozaban de buena fama. Habría sido Papa, con el nombre de Rodrigo Borja o Alejandro VI —el cual tuvo hijos bastardos e incestuosos y sobrinos criminales—, siendo él mismo, protervo y falaz. Quizá su tardío arrepentimiento lo trajo —aunque a tientas— al Paraíso. Tampoco pude relacionarme con tal empedernido bellaco, que bien supiera de epicureísmo, antes que de aristotelismo.
Procuré conocer algunos lúcidos espíritus angélicos descontentos, como los que se sublevaran eones atrás contra el demiurgo y engrosaran las huestes subversivas de Lilith y Belial. Tal vez fuesen éstos más permeables —a las ideas libertarias, que no libertinas, que serpenteaban en mí— y me condujesen a secretos pasadizos de salida. No lo conseguí. Un ángel de andrógino aspecto, de nombre Anaël, casi delató mis propósitos a la jerarquía. Todos los ángeles de dudosa o tibia fidelidad, fueron exportados o deportados al Hades, con su caudillo rebelde, el luminoso arcángel Luth Baal.
Los muchos que quedaron en el Empíreo, eran fidelísimos y fanáticos vasallos del Más Alto. Incluso éstos, reprobaron mis tímidas insinuaciones acerca de una liberación. Si no delataron mis intenciones, sería por la escasa importancia de un alma perdida en el océano beatífico. Mas me sometieron a discreta vigilancia, para evitar la propagación de ideales contrarios a los imperantes en la Gloria Celestial.
Me incorporaron —medio forzadamente, justo es reconocerlo— en un coro de Elegidos, donde bien poco pude hacer para lograr mi meta. Hube de entonar salmos, elegías, misereres, alabanzas, oraciones, letanías, endechas, odas, loas, jaculatorias y aleluyas al demiurgo —pese a mi reluctancia— sin disponer de tiempo libre para maquinar fugas imposibles. Todas las vías estaban vedadas a la evasión tan largamente anhelada.
La desesperación que me atenazaba, aumentaba en forma exponencial y geométrica, sin alivio ni respuesta. ¿No habré pretendido la gloria, y por causa de mi vanidad, llevado a una suerte de infierno conceptual e incognoscible? No lo sé aún. Apenas tenía respiro entre un salmo y otro. Hasta deliraba creyendo ver desnudas Evas entre las numerosísimas legiones de almas luminosas que me rodeaban. Mi tensión experimentaba estados rayanos en lo esquizoide, sin alivio posible. Llegué a razonar que mi presencia en ese lugar, era más bien producto de algún craso error burocrático de la Jerarquía, que de mi piedad terrenal.
Tampoco parecía notar descontento entre las miríadas de espíritus, que me rodeaban hasta casi asfixiar mi angustia. Todos aparentaban estúpidamente eufóricos y horriblemente beatíficos, cual si estuviesen poseídos por alucinógenos alteradores de conciencia. Parecían éstos efectivamente gozar de su servilísimo sometimiento al demiurgo Sabaoth o Ialdabaoth; también conocido como Yah’Veh o Tetragrammatón, para quien en-tonábamos himnos zalameros y alabatorios y alguno que otro ¡hurra! de militantes ultras, beodos, retros y desbocados de opus ætillicum. Mi desazón continuaba en ascenso; como los calenturientos deseos que me impulsaban hacia lo fisicarnal, febril e hiperbólico.
Si tuviese corazón, acabaría éste por estallarme de tensión sin duda. Llegué a pensar que mi presencia en el Empíreo, fuese algo así como una especie de cópula contra natura. ¡No sabéis lo que implica sentirse sapo de otro pozo; como monja en burdel, Lenin en el Escorial; cardenal en el Kremlin o político paraguayo en Harvard! ¡Más desubicado, imposible!
En vida física, supe lo que era rendir culto y fiel devoción de lealtad a inmisericordes tiranos. Si bien traté de mantenerme apartado de cortesanas pompas, fui —alguna que otra vez— impelido a besamanos y vasallaje y hasta a humillantes sesiones de Te Deums, ofrecidos por el príncipe de turno, agradeciendo a la divinidad por su totalitario poder. Mas nada comparable a la seráfica y beatífica tiranía de un ser supremo —o que por lo menos cree serlo— aduladores y necios fanáticos mediante.
He visto, en vida terrenal, a legiones de sacerdotes y purpurados cometer sacrilegios, que, a cualquier infeliz, llevarían al patíbulo o la hoguera seglar. He sido testigo de deslices pecaminosos, de insospechables esposas del Señor, amparadas en el secreto de confesión y en su abolengo. Fui conocedor de crímenes y asonadas palaciegas en nombre de lo más sacro; de incestos y aberraciones clericales y laicas dignas de anatema. Hasta he firmado bulas y enchiridiones —contra reales o supuestos herejes y relapsos— con lo cual, sobradamente me hubiese correspondido un sitial en el reino de Baal Z'ebuth o en las profundidades visitadas por el divino Dante. ¡Pero ya era tarde entonces para arrepentirme de todo lo que no hice!
Y heme entonces en las alturas, en el coro de los escogidos, maldiciendo el tedio de la pura y eternal bienaventuranza de los corderos, o dicho mejor: carneros del Señor. Evidentemente, las Leyes Cósmicas deben tener algunas fallas u omisiones. Reconocí entre las innúmeras almas a tantos pecadores como virtuosos arrepentidos, sublimados por algún craso error del solemnísimo aparato de las pompas celestiales, quienes creen aún disfrutar del privilegio de su condición de supina ignorancia y beatitud y donde uno no está seguro de cuál precede a cuál, ni de las supuestas virtudes de ambas. Sólo sé, que son mucho más felices los ignorantes o mediocres, que el sabio estoico y el filósofo, curtidos en el dolor y la duda: esa madre sufrida del saber.
¿Que cómo logré finalmente huir de la bienaventuranza celestial? Bueno, me enteré por infidencias de un espíritu pobre de solemnidad —uno de esos bobos que aspiran a heredar el reino—, que un grupo de querubes de inferior jerarquía de entre los fieles legionarios divinos, partiría al mundo material en misión de agents provocateurs, para tratar de conquistar almas para el demiurgo. ¡Es que los luciferinos cosechaban conciencias que daba pánico! El demiurgo, Yahvéh-Ialdabaoth —también conocido como el innombrable, Altísimo, Bendito o Tetragrammatón (Tetragrammatwn, el de los cuatro grafemas)—, es celoso y terrible, cuando de almas y teolatría se trata, y no toleraba disidencias a su culto.
Me ofrecí como fiel voluntario para reencarnar en la Tierra. Si bien no las tenía todas conmigo y ciertos vigilantes dudaban de mis propósitos, logré eludir los rígidos controles de las alturas, siendo admitido a dicha Misión proselitista. Sólo faltaban unos trámites de personalización acerca de los seres cuya identidad asumiríamos en el llamado “Valle de Lágrimas”, para partir luego a renacer en el cuerpo de un futuro predicador fundamentalista neotestamentario, de fustigante lengua, dudosa moral y apocalíptica verborragia. ¡Lo que fuese, con tal de abandonar el Paraíso!
¿Se darían cuenta de mis intenciones? Es probable, pues el demiurgo es casi omnisciente y era muy probable que adivinara mis sentimientos. Pero estaba seguro de que mi presencia en el Empíreo estaba demás. Amo demasiado la libertad, para gozar de la celestial prisión y de sometimiento alguno a nadie que no fuese mi propia conciencia.
Mas, para que mi plan saliera bien, era preciso asumir mi calidad de evadido del Reino de los Cielos. Sería eternamente proscrito, sin acceso a los avernos, ni regreso posible. Mi nombre sería puesto en anatema y borrado para siempre de los angélicos registros. Me tornaría maldito como el Judío Errante, como Baruch de Spinoza, Voltaire, Nietzsche o como las derruidas murallas de Jericó y Cartago. Hube de sopesar todas las mínimas posibilidades y asumir las consecuencias de mis afanes libertarios.
Al final, me decidí por la libertad. ¡Y heme aquí, en este planeta, entre vosotros; condenado por siempre a vivir, morir, renacer y re-morir, volviendo a renacer y a recontra-morir; hasta el final de los tiempos!
Mas, les puedo asegurar que ha valido la pena. Nada como el libre albedrío de elegir entre la razón y la sinrazón; entre la esclavitud áurea, o la subterránea libertad; entre la implacable justicia y la hipócrita caridad; entre ser cínico fariseo o vil publicano, virgen o Magdalena, opulento o miserable. ¡Todas las vidas y pasares me estarán eternamente permitidos! Hasta podré ejecutar los doce trabajos de Hércules e incluso, ejercer el oficio de pecador impenitente o santo irredento, sin temores de ultratumba ¡total, ya estuve allí! Tiempo es lo que me sobra.
Han marcado mi frente con el estigma de Caín, por lo que nada ni nadie podrá hacerme daño jamás. ¡Y no se imaginan ustedes las ganas de vivir y la famelitud de sensaciones que llevo conmigo!
¡Alcáncenme una guitarra, una copa de vino generoso y que prosiga la fiesta!
Algo ajeno y lejano
A Isaac Asimov y Carl Sagan, in memoriam
La doctora Xenia Zverdlova, apartó casi asqueada sus negros ojos eslavos de curvilíneas pestañas, del monitor del microscopio de barrido electrónico con el que exploraba muestras proveídas por los científicos de Baikonur. Poco le faltó para vomitar sobre su albo guardapolvo de fajina, pero tuvo tiempo limitado para correr al lavabo antes de hacerlo allí, como desandando de contramano lo ingerido en la semana. Sus colegas del Laboratorio de Exobiología de la Academia de Ciencias de Moscú, se extrañaron ante su repentina y poco previsible reacción.
No tardó la doctora en regresar, con el rostro demudado por una fuerte impresión y los ojos dilatados, que delataban al desgaire su malestar. Su natural expresión de serenidad neo soviética, se hallaba extrañamente ajena, como si hubiera trocado su personalidad en menos de un minuto.
El doctor (quien más, quien menos, tenía dos o tres doctorados allí) y biólogo molecular Yevgeny Feodorov la miró sorprendido, acercándose para asistirla por si se sintiera mal por algún motivo lógico… y además, para no perder la oportunidad de abrazarla, cosa poco frecuente en el aséptico instituto.
Ella, se echó sollozando en los brazos de su colega, mientras repetía entre hipos: “—¡No puede ser cierto, no… es imposible!”
—¿Qué le ocurre, doctora Zverdlova? —preguntó, sospechosamente solícito el colega, apretándola fuertemente como al descuido—. ¿Se siente mal? ¿Necesita algo?
—¡Es horripilante, doctor Feodorov! ¡Nunca he visto algo similar! —respondió ella, tras recobrar lentamente la compostura habitual en los fríos científicos del prestigioso Instituto moscovita. Hasta pudo zafarse nuevamente de la solicitud de los brazos de Feodorov, quien hesitó en soltarla, pero lo hizo, aún a pesar suyo a causa de la agradable y tibia sensación de tenerla abrazada.
—¿A qué se refiere, doctora? —volvió a interrogar el científico, con cara de indulgencia autoconcedida, tras el caballeresco gesto de muro de lamentos de la dama.
—¡Esa cosa horrenda, que nos la enviaron de Baikonur…!
—¡Ah! Se refiere sin duda a esos microorganismos que trajeran nuestros cosmonautas del casquete polar norte de Marte. ¿Los estuvo estudiando usted?
—Comencé a hacerlo ayer —dijo la doctora con voz aún entrecortada—, y me sorprendió la manera en que han evolucionado hasta hoy, tras descongelarlos. Y, no sólo se han multiplicado en proporción geométrica… sino que han aumentado diez veces su tamaño original… y no sé hasta qué magnitudes seguirán creciendo. Por el momento, son bastante más pequeños que los tardígrados, aunque sus dimensiones originales eran poco mayores que las de una bacteria común del tipo “helicobacter pylori”, unos diez nanómetros.
—Hasta ahí, todo más o menos normal —dijo Feodorov, todavía sin dar muestras de preocupación—. Pero… ¿Qué la ha puesto en este estado?
—Esas… cosas, o lo que fueren… las vi… al principio parecían microorganismos monocelulares ordinarios —respondió la bióloga—. Pero, al ir creciendo en tamaño… están mutando extrañamente a formas… casi… antropomórficas, aunque lejos de parecerse a… humanos. ¿Comprende? ¡No hay que permitir que sigan creciendo y multiplicándose sin control, aunque lo ordene el Kremlin por intermedio del KGB!
—¿No podríamos aislarlas en lugar de destruirlas? —volvió a preguntar Feodorov—. Sería una lástima tener que hacerlo por simples sospechas de que podrían ser peligrosos. Miles de millones de euros fueron invertidos en esta expedición a Marte. Nuestro deber es verificar todo el material que trajeran nuestros astronautas desde un planeta lejano y ajeno a nosotros. Somos científicos, no policías. Además, tampoco la policía, al menos la de ahora, arremete a priori con simples sospechas. El camarada Stalin ha muerto, y espero que para siempre ¡Dios nos libre!
Esto último lo dijo con la ironía más gruesa de la que era capaz el científico.
—Eche una ojeada, y no de vista gorda, doctor Feodorov, a esos bicharracos, antes que sea demasiado tarde. Y lo que es peor, parecen tener algo de… inteligencia… y, hasta juraría que ellos me estaban observando.
Esto último sorprendió sobremanera al citado, al punto de hacerle abandonar su fría actitud, casi normal en los científicos, exonerados académicamente de la capacidad de asombro ante lo insólito. No demoró éste en precipitarse frente al visor del artefacto ampliador de imágenes. Si llegó a ver algo inusual, no lo demostró a primera vista, pero ya no despegó la mirada del monitor por un buen rato.
Observó unas formas casi gelatinosas que parecían moverse, como burbujas que se inflan y, efectivamente, pudo percibir que estaban adoptando formas casi humanoides, aunque de menos de 0,005 milímetros cúbicos. El doctor Feodorov no pudo reprimir un estremecimiento lindante con el pánico, aunque intentó disimularlo con una terca máscara de indiferencia casi estoica. ¡Y seguían aumentando de tamaño!
La doctora Zverdlova lo alentó a seguir observando los especímenes venidos de otro mundo que, no por limítrofe y, casi del vecindario como quien dice, dejaba de tener ese aire de ancestral misterio. Por algo los antiguos relacionaron a Marte con la guerra, la violencia y… el hierro forjado para matar (siempre es comprensible echar la culpa a otros de nuestras debilidades y vicios).
Casi una hora más tarde, ya los diminutos seres disponían de un complejo organismo multicelular, y parecían moverse en torno a una forma indefinida, aunque sin agredirla. Más bien como si temieran acercarse a ella, la que tenía un tamaño algo mayor, aunque de parecida configuración y morfología… o como si mantuviesen una actitud de respeto. De seguro, aún serían invertebrados, pero ¿y si continuaban desarrollándose y evolucionando a esa velocidad? Todo pronóstico era impredecible por el momento, como el curso de la política mundial.
El doctor Feodorov apartó por fin sus ojos del monitor electrónico y miró a la doctora, como interrogándola al respecto. Mas ésta, tampoco las tenía todas consigo y su estupefacción delataba una carga de interrogantes, muy superior a la que planteaba la inquisidora mirada de su colega.
La doctora, reprimiendo su frenética ansiedad, casi fuera de cauce, preguntó a su vez:
—¿Dejarán de crecer en algún momento? Creo que habrá que montar una guardia permanente aquí, para controlar que estos… no sabría cómo denominarlos… sigan creciendo indefinidamente hasta colapsar la capacidad del laboratorio, si no del país entero. Aún no tenemos idea acerca de su constitución biológica, preferencias alimenticias, ciclo de vida, morfología, etcétera. Y por la manera de transmutarse y por su capacidad de supervivencia, deben ser muy evolucionados… o muy primitivos.
—Creo que tiene razón, doctora. Pero, de momento, no nos dejemos invadir por el pánico. Disponga usted misma las acciones a tomar y las precauciones debidas. No creo que sean gérmenes o alguna forma patógena agresiva. Tampoco han hecho intento de atacarnos… hasta el momento, pero, si continúan su crecimiento, dejarán de ser microorganismos simples. Establezca una guardia permanente de biólogos profesionales expertos y anoten cada minuto u hora de observación y, de ser posible, hagan una secuencia fotográfica de esas… formas vivientes. Si sobrepasan ciertos límites, los someteremos de nuevo a tratamiento de frío, similares a las condiciones en que fueron hallados.
—Lo haré, doctor Feodorov. Ahora mismo.
Una semana más tarde, el laboratorio de exobiología de la Academia de Ciencias de Moscú, era un hervidero de científicos cada vez más curiosos y, cosa insólita, parecían disfrutar del espectáculo de esas aún diminutas criaturas, casi visibles a simple vista, aunque aparentaban todavía una masa amorfa y gelatinosa en movimiento, lento, pero sospechosamente amenazante. Una parte de esa masa casi informe había sido aislada en otras probetas, procurando de alimentarla con lactobacilos u otras formas orgánicas, aunque a los alienígenas parecía no llamar la atención… ni excitar su apetito, si es que lo tuvieran. Simplemente crecían… y se individualizaban.
Ya eran visibles individualmente, en un microscopio óptico de 800 x, y daba para suponer que no tardarían en serlo a ojo desnudo en poco tiempo más. El agua destilada parecía facilitar su desarrollo, y la exigua cantidad de ésta había sido asimilada por los seres en una de las probetas. Hasta ahí, era ya una certeza hermenéutica.
Deberían continuar haciendo cambios en la “dieta” de esos seres, para descubrir qué les gustaba y qué parecía no importarles. Evidentemente, no eran del todo ajenos a una suerte de inteligencia grupal, aunque no se podía suponer si disponían de sentidos o alguna manera de percibir su entorno, pese a contar con cilios ambulacrales y “miembros” motrices. A medida que aumentaban su tamaño, perdían ese aspecto de gusanos gelatinosos y espásticos, como de nematodos.
Pronto descubrirían que esas formas de vida no precisaban de órganos de percepción y daba para deducir que se hallaban a sus anchas en inmersión de agua destilada, pues, para entonces, a un mes y medio del descubrimiento de la doctora Xenia Zverdlova, eran observables casi a simple vista y parecían diminutos homúnculos elásticos proteiformes, individuales con movilidad propia, merced a extremidades articuladas o flexibles, con las cuales se desplazaban a cierta velocidad en el agua o por el fondo de las probetas… como si pudiesen caminar sin resistencia.
Los hasta entonces escépticos —y, si se prefiere, cínicos— científicos, no pudieron evitar que se les amotinara su casi olvidada capacidad de asombro, ante el fenómeno, aparentemente incontrolable, de la multiplicación y desarrollo de esa o esas, formas de vida exterior. Los especímenes, no sólo se multiplicaban en proporción geométrica, sino que, además, iban aumentando de tamaño y adoptando formas insospechadas.
Algunos hasta jurarían que los habían visto desplazarse sobre dos o tres extremidades, como si tal cosa, mientras agitaban ¿nerviosamente? Sus cilios superiores, que remedaban rudimentarios “brazos”, aunque carecían de una “cabeza”, salvo que todo su cuerpo cumpliera tal función de centro nervioso y procesador de “sensaciones”.
Por entonces, ya eran miles, y, por la cuenta, irían en aumento demográfico por lo que, en un alarde de creatividad, los científicos moscovitas dieron en aislar a las colonias en distintos contenedores, enviando muchos de ellos, debidamente congelados con helio líquido, a Akademgorodok, una pequeña ciudad situada en los páramos de la taigá siberiana, donde viven unos treinta mil científicos de elite y estudiantes becarios a fin de hacerse cargo éstos, de los especímenes. Así, en animación suspendida, eran más fáciles de controlar, ya que su ciclo se detenía, sin evolucionar.
Poco más tarde, miles de ellos fueron reduciendo nuevamente su tamaño, hasta casi volver a su estado primitivo, gracias al frío.
Tres meses más tarde, los diminutos homúnculos (alguna denominación debían tener, aunque los científicos no estaban del todo seguros, acerca de qué venía la cosa), obrantes en Moscú, ya alcanzaban el tamaño de medio dedo meñique… pero su desarrollo no tenía trazas de estacionarse. Para entonces, los científicos descubrieron que sólo el agua destilada, carente de minerales, era la sustancia que los “alimentaba” por así decirlo; la carencia total del vital líquido los deshidrataba, hasta reducirse de tamaño en forma involutiva, tal como habían llegado desde el planeta rojo, en forma de microorganismos congelados y en animación suspendida.
Pero vayamos al origen del caso, iniciado dos años antes, específicamente un 22 de abril de 2034, en Baikonur, Kazakstán.
En esa fecha se lanzó una espacionave “Krasnaya Zvedsda” (Estrella Roja) con seis cosmonautas, con destino al planeta rojo. Los americanos y chinos habían intentado un par de expediciones años antes; pero, a los problemas técnicos poco previstos, se les sumaron problemas humanos. Debieron retornar sin haber puesto pie en el planeta rojo y, con algunas bajas por negligencia.
La convivencia en condiciones de enclaustramiento celular, la alimentación casi sintética, la escasez de agua y los problemas de higienización y reciclaje de residuos orgánicos de los expedicionarios, se tornaron intolerables y, tras ataques de locura y claustrofobia de los responsables, se les ordenó regresar, aunque varios quedaron por el camino, sin aclararse nunca las causas de sus decesos.
Los científicos soviéticos —tras la restauración del socialismo por la vía suave de las elecciones parlamentarias, a causa del fracaso económico y cultural de los anteriores sistemas “liberales”—, resolvieron instalar bases espaciales intermedias en una suerte de trabajo de hormigas, a fin de que sus cosmonautas en tránsito pudieran descansar, distenderse y disfrutar de intimidad, al estilo de las antiguas “postas jacobeas” del llamado Camino de Santiago.
Para tal menester, debieron construir varias estaciones espaciales e instalarlas pacientemente a lo largo de las posibles rutas a Marte. Cada una de ellas era autosuficiente y disponía, no sólo de científicos, sino hasta de mecánicos y jardineros hidropónicos, amén de biólogos para la crianza de animales pequeños para fuente de proteínas. Nada parecía librado al albur, pero no faltarían imponderables e imprevistos, que no son siempre vistos, por más científicos que fuesen los proyectistas y organizadores, aunque en apariencia nada fallaría. Hasta decidieron liberar la convivencia sexual entre astronautas de ambos géneros, para evitar el aburrimiento y la agresión, principales factores de fracaso de periplos espaciales prolongados.
Un día soleado de abrileña primavera, partió la “Krasnaya Zvedsda”, impulsada por los potentes motores de la lanzadera “Energía”, ahora remotorizada con nuevos impulsores de antimateria y combustible sólido. La primera estación los aguardaría a una distancia media entre la Tierra y la Luna, donde podrían pasar unos días de relax y ejercicios, antes de recluirse nuevamente en los estrechos cubículos de su nave.
Para entonces ya habían prescindido de la lanzadera principal y sólo les quedaba el impulsor de la etapa final, cuyos motores podían ser accionados o apagados según las exigencias de su trayectoria.
La inercia espacial, más que los impulsores, era la que movería la nave hacia la órbita de Marte, tomando impulso desde la órbita de Júpiter, por extraño que parezca, ya que el planeta rojo se hallaba casi al otro lado del sol respecto a la Tierra, por lo que unas circunvoluciones jovianas la acelerarían al punto de unos ciento setenta mil kilómetros por minuto, debiendo encontrarse con la segunda estación espacial que orbitaba a Europa (satélite de Júpiter) por entonces.
Otros días de descanso allí, los pondría en estado anímico para el salto final. Las demás estaciones estarían disponibles en la ruta de regreso, ya que el propósito de la expedición era traer especímenes minerales y organismos, si los hubiere, considerando la poca amistosidad —por no decir hostilidad, del clima marciano—, al menos para con organismos terrícolas poco preparados.
Los seis meses de travesía inicial los pasaron, si no demasiado bien, sin problemas técnicos considerables. Pero, como se dijera antes, los problemas de relacionamiento interpersonal eran todo un desafío, aún para curtidos cosmonautas no sólo entrenados técnicamente, sino con yoga, psicofísica, artes manuales y otros conocimientos que reforzarían sus mentes para la misión.
Un día, a finales de setiembre del mismo año, pudieron entrar en la órbita marciana y contemplar a ojo desnudo lo que sólo conocían por fotografías de sondas espaciales del siglo anterior. El planeta se veía en cuarto creciente y no aparentaba tan hostil. Phobos aún estaba orbitando velozmente, aunque a no más de diecinueve mil quinientos kilómetros del planeta. Deimos ya se había estrellado cinco años atrás y el enorme cráter de su impacto en Valle Marineris, era ominosamente visible desde la nave. Quizá haya entrado en pérdida de velocidad hasta ser atraído por la gravedad marciana.
Entre los seis expedicionarios había tres mujeres, por razones obvias: La bióloga Irina Barishnikova, la ingeniera Vanya Yevtushenkova, la geóloga Valentina Alekseieva, quien se ocuparía de las muestras con la primera.
Los otros eran, en este orden Jules Alexandrov, ingeniero y responsable de las comunicaciones; Piotr Yevtushenko, esposo de la ingeniera de a bordo y también ingeniero, y Yuri Tchernenko, piloto del orbitador. Sólo cuatro de ellos bajarían hasta la superficie marciana, debiendo los dos restantes mantenerse en órbita para retransmitir a la Tierra cuanto ocurriera en Marte. La zona escogida era el casquete polar norte, por suponer que allí habría hielo y, por ende, agua. Para el descenso utilizarían un módulo aterrizador que, tras las operaciones, quedaría definitivamente abandonado en el planeta, debiendo regresar al orbitador con un módulo extra, llamado eufemísticamente “el salvavidas”, el cual acoplarían a la nave principal para el retorno.
No tardaron en posicionar el orbitador para el descenso de los que explorarían el planeta: Irina Barishnikova, Valentina Alekseieva, Piotr Yevtushenko y su esposa Vanya, quienes deberían explorar los hielos polares y tomar muestras para estudiarlas en la Tierra. Horas más tarde, el módulo aterrizador (o amartizador, si se prefiere) se desprendía de la nave para dirigirse al polo norte del planeta rojo. La maniobra fue bien sucedida y, a los pocos, los cuatro expedicionarios, tras un suave descenso en paracaídas y globos amortiguadores, pudieron poner pie en el sitio previsto.
Tras buenas horas de exploración y recolección de hielo, en forma de agua y Co2 congelado, amén de rocas y otros elementos, introdujeron sondas para explorar los estratos del subsuelo hasta unos veinte metros de profundidad a fin de estudiar su contenido. Allí, descubrieron lo que parecían ser microorganismos en suspensión vital, que fueron debidamente depositados en herméticos envases para su traslado a otro mundo… ajeno y lejano. Tras la exploración y recolección de muestras, los cosmonautas dieron fin a la visita al planeta rojo, aunque quizá con la esperanza de un no lejano retorno al mismo.
Días más tarde, ya acoplados al orbitador, emprendieron el regreso a su añorada Tierra, dejando atrás un mundo solitario, frío y hostil. Por si acaso, los microorganismos o lo que fuesen, fueron puestos en un freezer de helio líquido.
Los especímenes obrantes en el laboratorio del Instituto de Exobiología, dependiente de la Academia de Ciencias de Moscú, estaban asombrando a los científicos por la velocidad con que crecían y se multiplicaban. La doctora Xenia Zverdlova intentó frenar su crecimiento reduciendo la provisión de agua destilada en que medraban, lográndolo a medias. Es decir, dejaron de multiplicarse, pero no aminoraron su crecimiento. Para entonces, cada uno de estos especímenes tenía su probeta de cristal blindado, pero cada dos días había que congelar a unos cuantos para frenar su atroz demografía exponencial.
Los que iban quedando en observación, debieron ser sometidos a bajas temperaturas casi cercanas a –100º C, a fin de poder estudiar su organismo. Solamente congelados podían serlo, pues se movían velozmente y parecían percatarse del interés que suscitaban, en esos gigantescos bicharracos que los observaban a través de sofisticados instrumentos, secuestrando cada tanto a varios de ellos con destino ignorado. Aún ignoraban, los especímenes, en qué mundo se hallaban. Su memoria genética conservaba brumosamente el recuerdo de un pasado remoto en que, al estallar su mundo originario por la explosión de su estrella central, fueron proyectados al espacio exterior, reduciéndose paulatinamente su tamaño y sus funciones vitales por las bajas temperaturas y nulas presiones interestelares.
Mas no perdieron la noción de ser o existir, excepto que, poco podían hacer, salvo esperar. Su mundo originario se había fragmentado en millones de partículas y cada una de ellas se radió al espacio profundo. La que los transportara, se estrelló en un planeta extraño muerto hacía eones, y allí permanecieron otro lapso de tiempo en suspensión, hasta que, al aumentar la temperatura exterior y ser sumergidos en ese elemento, comenzaron a recuperar conciencia de sí. Ahora, tenían el tamaño y desarrollo suficiente para percibir que estaban en otro mundo, muy alejado en años-luz del suyo… y rodeados de seres gigantescos que los observaban con casi malsana curiosidad, tal vez con temor, pero no hostiles y, llegado el caso, hasta podrían ser amistosos, salvo que… tuviesen temor de ellos.
Cuando comenzaron a dejar de ser colonia de esporas e individualizarse, dieron en dividirse para poder recuperar su forma originaria y sobrevivir en donde se hallasen… a como diera lugar. Fueron separados y depositados en muchas sustancias, casi todas líquidas, pero sólo una de ellas les fue útil para medrar: agua destilada; es decir, carente de minerales y oligoelementos en suspensión. Allí, se sintieron a gusto, pero cuando eran demasiados, muchos de ellos fueron sometidos a frío intolerable y sacados de allí con rumbo desconocido.
Ahora quedaban sólo unos cuantos individuos y en medio de agua congelada a –30º Vahr de su escala de mediciones (aproximadamente –100º celsius), cayeron en cuenta de que estaban siendo estudiados por otras formas de vida ajenas y lejanas, aunque no tenían muy claro para qué. Sabían o tenían conciencia de que deberían seguir desarrollándose, hasta adquirir su forma definitiva; pero sólo podrían hacerlo a temperatura normal, lo que para ellos equivalía a 23º Vahr (aproximadamente –12º Celsius), aunque podrían tolerar y adaptarse a temperaturas más altas o más bajas, hasta cierto límite.
En el estado en que se hallaban, sumergidos en hielo sólido, no podían moverse ni desarrollarse… pero sí, podían sentir y pensar. De momento, se limitarían a seguir esperando, hasta que algunos de ellos pudiese romper su encierro forzoso y huir de allí. Luego verían qué hacer… para tomar cuenta del nuevo mundo en que se hallaban.
La doctora Zverdlova y el doctor Feodorov pudieron finalmente examinar con rayos X, ecógrafos y resonancia magnética, a los extraños organismos que tenían aún cautivos en congelamiento. Aparentemente no precisaban de oxígeno, aunque tampoco lo desdeñaban. Tenían un liviano exoesqueleto flexible que crecía con ellos, o se estacionaba según el caso. De momento, los especímenes aparentaban reproducirse por división simple no sexuada. Además, no requerían aparentemente de alimento alguno, salvo que medraban más libremente en soluciones de agua destilada. Pero la carencia de ella sólo limitaba su multiplicación, no así su crecimiento y desarrollo, aún en seco.
Ambos biólogos estaban intrigados por esos organismos que, pequeños y todo, aparentaban tener una forma rudimentaria de raciocinio o inteligencia, aunque no sabían de momento cómo entablar comunicación con esos seres. De pronto Xenia Zverdlova sugirió la posibilidad, no del todo descabellada, de llamar a los estudiantes del Esalen Institut para el desarrollo de facultades Y (psi).
—Creo que podemos intentarlo, doctora. Estos seres son aparentemente pequeños y rudimentarios, pero asombra su capacidad de desarrollo y, sobre todo, de organización. Habrá notado que la única manera de controlarlos es recurriendo al congelamiento o al… digamos, genocidio, aunque suene cruel. Si conseguimos comunicarnos con ellos, sabremos a qué atenernos.
—Sí, doctor Feodorov. Y hasta creería que, a partir de un momento dado, ellos nos están observando a nosotros. Tal vez sólo sea mi imaginación, pero no puedo evitar esa sensación de ser espiada… por algo lejano y ajeno.
—Ahora que lo dice, creo que podría ser. Y hasta juraría que estas formas de vida no son precisamente originarias de Marte, aunque las hubieran colectado allí.
—¿En que basa tal hipótesis, doctor? —preguntó preocupada Xenia, que ya intuía algo semejante royéndole incisivamente la imaginación.
—En que sólo se han ido transmutando aquí, tal vez por hallarse casi en su ambiente. Probablemente llegaron a Marte desde algún mundo demasiado lejano, en épocas muy remotas y se mantuvieron allí en estado de suspensión animada, hasta ser recogidos por nuestros exploradores. ¿Recuerda la explosión de lo que ahora conocemos como Cancer Nebula? Nuestros antepasados pudieron verla, pero dadas las distancias cósmicas, es probable que tal evento hubiera ocurrido miles de años antes. Quizá alguna supernova haya destruido su mundo originario. ¿No lo cree posible?
—En el cosmos todo es posible, hasta lo imposible —exclamó Xenia, ligeramente esperanzada—. A partir de ahora no deberíamos desdeñar ninguna hipótesis, por disparatada o absurda que pudiera parecer. Hasta creería que son aún más antiguos de lo que suponemos ahora. Y tal vez, hasta diría que… extra galácticos, si me permite la idea. Tal vez a veces pecamos de excesivamente antropocéntricos, pero nunca hay que desechar probabilidades.
El mooluk comenzó a sentir que su cuerpo se dilataba, pero no pudo romper la caja de cristal blindado en que se hallaba aislado. La capa de hielo que lo cubría comenzaba a licuarse, gracias a la progresiva aceleración molecular que liberaba energía desde su mente. Pronto podría dilatarse hasta quebrar el contenedor en que se hallaba aprisionado, recuperando su libertad de movimientos.
A estas alturas, ya estaba consciente de dónde se hallaba. Podía “sentir” los latidos mentales de sus captores y así penetrar en sus mentes. No perdería mucho tiempo para adoptar alguna forma que le sirviese de escondite y mimetizarse de la vista de los demás seres extraños que pululaban por doquier. Era casi seguro que, de hallar su prisión violentada, lo buscarían por todos los recovecos del enorme complejo en que se hallaba.
Los alienígenas que lo tenían prisionero, quizá con fines de análisis de su organismo, no tenían idea de sus capacidades polimórficas y telepáticas. Hasta podría perderse visualmente en los tantos equipos o máquinas que había por allí, desde donde espiaría a sus captores en procura de liberar a sus congéneres.
Pronto el mooluk pudo quebrar el duro cristal, tras recalentar el agua destilada con su energía vibratoria. No demoró en verse libre y, liberar a los demás congéneres encerrados en similares contenedores, procurando hacer el menor ruido posible para no alertar a la guardia que, sin duda, estaría por allí.
—Debemos mimetizarnos con el entorno —pensó uno de ellos, aún innominado y el primero en liberarse, dirigiéndose a los demás, que comenzaban a llenar el estrecho laboratorio—. De lo contrario nos someterán de nuevo con su arma del frío.
—No será difícil —pensó uno de ellos—. Podemos camuflarnos con las paredes y el techo, hasta poder salir de aquí. Pero siento que tienen una atmósfera muy rica en nitrógeno y oxígeno. Tal vez podamos convertirnos en esos elementos y pasaremos totalmente desapercibidos, hasta que abran puertas y podamos salir afuera entre su propia atmósfera.
—Sugerencia aceptada —pensó el primero—. Podríamos reducirnos a partículas no visibles para ellos y proyectarnos por los conductos de ventilación, una vez que estén abiertos.
Así lo hicieron.
La doctora Zverdlova no demoró en notar los restos curubicados de la hermética caja de cristal blindado y, las demás, abiertas y totalmente vacías. La alarma cundió por los fríos y asépticos pasillos del laboratorio moscovita, aunque no se hallaron rastros de los alienígenas cautivos. Xenia ordenó cerrar todos los conductos, puertas y aberturas posibles. Tenía una idea clara de que los intrusos podían tomar formas insospechadas y poseían un alto poder de adaptación a situaciones-límite y condiciones hostiles, pero no podría dejarlos ir así nomás, con las imprevisibles consecuencias que ello deparase a la aún desinformada humanidad.
Llamó al doctor Feodorov para concertar alguna estrategia de recuperación de sus especímenes, con la urgencia requerida para Emergencia Uno.
No tardó el biólogo en hacerse cargo de la situación, sugiriendo la presencia de sensitivos del Esalen Institut para intentar localizar a los fugitivos.
—Creo que hemos cometido un error al subestimar la capacidad e inteligencia de estos seres, doctor —dijo compungida Xenia Zverdlova—. Ahora estamos en un serio aprieto, pues ignoramos si estos seres son o no hostiles y si podremos llegar a comprenderlos. Ya les hicimos bastante daño con nuestros estudios y eliminando a muchos de ellos, sólo por temor.
—Tiene razón, doctora —respondió, no menos contrito, el doctor Feodorov—. Y tengo la leve sospecha de que no han salido de aquí. Probablemente están mimetizados en el entorno. Debimos tener en cuenta su increíble capacidad de adaptación e intentar comunicarnos con ellos, antes que usarlos como cobayos.
No tardaron en llegar diez jóvenes adolescentes con altas capacidades Y, enviados del Esalen de Moscú. Pronto se diseminaron por el entorno y concentraron sus mentes para transmitir un mensaje, previamente redactado por la doctora Zverdlova.
“Queremos comunicarnos con ustedes. No abrigamos intenciones hostiles, sino tan sólo conocerlos y determinar vuestro origen y morfología física. No queremos haceros daño, repito. Queremos comunicarnos con ustedes, seres de las estrellas.”
Todo el día los sensitivos, a una, estuvieron “pensando” dicho mensaje, tanto en el idioma ruso, como con símbolos gráficos y aguardando, en vano respuesta de los alienígenas “marcianos”. Cuando ya comenzaba a cundir el desaliento, la doctora Xenia Zverdlova sintió cosquillas en su mente, en forma de diminutos ecos, hasta que éstos fueron haciéndose inteligibles.
“—Nosotros no queremos ser hostiles, pero estamos a la defensiva y queremos libertad de acción. No estamos armados y sólo queremos sobrevivir. ¿Por qué nos tienen aquí y qué mundo es este?”
“—Los hallaron nuestros exploradores en un planeta de nuestro sistema y los trajeron aquí para estudiar otras formas de vida ajenas y lejanas” —pensó Xenia, dirigiendo su mente a la señal—. “Estábamos en la creencia de que podrían ser microorganismos alienígenas, los primeros en ser descubiertos fuera de nuestro planeta, pero no esperábamos que tuvieran inteligencia, al principio. Debo reconocer que estábamos equivocados. No tenemos intenciones de dañarlos, sino sólo conocerlos y comunicarnos, además de estudiarlos en vivo para determinar sus funciones orgánicas y capacidad de regeneración, de la que aquí carecemos los terrícolas”.
“—Y después, ¿qué irán a hacer con nosotros? Necesitamos un mundo donde subsistir, y éste, si bien reúne algunas condiciones, sigue siendo hostil, aunque en varias generaciones podríamos adaptarnos. Pero debemos suponer que ustedes ya están rebasando la capacidad de este mundo, degradándolo y nosotros no queremos luchar para sobrevivir en un planeta en vías de extinción”.
“—Podría manifestarse uno de ustedes, de ser posible el líder, para mantener un intercambio con nosotros?” —prosiguió la doctora Zverdlova con ansiedad mal contenida. ¿Y después, qué?…
“—No tenemos líderes tal como ustedes lo interpretan. Todos somos uno y cada uno de nosotros somos todos. Ustedes deben demostrar que no nos crearán problemas e indicarnos posibles mundos no habitados, para nosotros”.
“—Creo que tienen razón. El universo es demasiado vasto para luchar por espacio vital. Quizá podríamos ayudarlos a colonizar un planeta de nuestro sistema o alguno de por ahí, pero necesitamos conocer vuestro organismo para determinar dónde podréis desarrollaros en paz. Tenemos medios para un viaje, pero debemos saber hacia dónde.”
No tardó en materializarse un mooluk ante ellos, en su tamaño normal y forma real, poco más voluminoso que un humano corriente. Realmente era casi humano, aunque sus miembros poseían cientos de articulaciones y órganos prensiles tentaculares. Poseía una suerte de caparazón dorsal articulada como la de un armadillo y sus miembros ambulatorios eran tres, igualmente articulados y con extremos prensiles, quizá para mejorar su estabilidad en un planeta con escasa gravedad. Su cuerpo, casi translúcido y polimorfo, no demoró en hacerse visible, opaco y transmutarse hasta ser bastante similar a los humanos, al menos en apariencia externa. Quizá adoptó esa forma para no asustar a los captores, que el miedo es el padre de la crueldad gratuita.
Finalmente, ya frente a frente con los científicos terrestres, el extraño ser pudo exponer telepáticamente (no poseía boca ni órganos sensoriales visibles) sus orígenes y explicar cómo funcionaba su organismo. Señaló un mapa cósmico de la Vía Láctea que estaba fijado a una de las paredes, expresando que la región que aquí se conoce como Pleidæ, un cúmulo de estrellas muy brillantes, era su hogar eones atrás. Una violenta explosión de su sol moribundo desintegró su mundo, aunque ya estaban preparándose para tal contingencia, reduciendo al mínimo su tamaño y vitalidad.
Tras la desintegración de su planeta, vagaron por el espacio, en uno de sus incontables fragmentos por un tiempo inmensurable, hasta estrellarse en el que se hallaban cuando fueron sacados de allí. Sobrevivieron al impacto, pero no pudieron desarrollarse a causa del clima hostil y la temperatura, muy inferior a la que estaban acostumbrados. Por tanto, permanecieron allí en estado de vitalidad suspendida, hasta que tomaron nuevamente conciencia de sí en ese lugar al que fueron traídos hacía poco.
De pronto, el mooluk señaló un mapa del sistema solar, que cubría otra pared del laboratorio, como indicando que quizá les convendría retornar a Marte, aunque precisarían de la ayuda de los terrícolas para ello. Luego, se encargarían de hacerlo habitable.
—Es muy árido y frío y les costará alimentarse allí —exclamo la doctora Zverdlova—. ¿O es que ustedes no precisan de alimentos?
“—Nos nutrimos con la energía de los rayos cósmicos y neutrinos y sólo precisaremos adaptarnos a las temperaturas de ese mundo… ¿cómo dicen que se llama? Bueno. No importa. Podemos, una vez allí, lograr agua pura y cuanto necesitamos. Además, podremos controlar nuestra demografía fácilmente. Como dije, todos somos uno, y cada uno de nosotros somos todos. Podemos reducirnos de tamaño hasta destino, y, una vez allí… ya veremos” —terminó el mooluk.
Dos meses más tarde, una nave “Protón XXV”, impulsado por un cohete lanzadera “Energía”, enfilaba hacia Marte, sin escalas, con un cabezal autoguiado, desde el cosmódromo de Baikonur. Por primera vez en muchos años, desde los días de la Guerra Fría, los soviets no hicieron mucha bulla o propaganda acerca del suceso, ni del portentoso descubrimiento de inteligencias extrasolares en suelo marciano.
La carga no era pesada en demasía, ya que portaba apenas algunas herramientas básicas, diminutos robots exploradores, amén de microorganismos alienígenas, en solución –abundante, eso sí— de agua destilada, con instrucciones precisas de descenso suave en el ecuador marciano, con temperaturas más suaves que su polo. Los “pasajeros” harían el resto.
En Moscú, Baikonur y Akademgorodok, los aún asombrados científicos, por esta vez, dejarían de lado su escepticismo recalcitrante. Nunca sabrían la denominación de origen del planeta de esas extrañas criaturas que, accidentalmente, recalaran incontables años atrás, en un planeta del sistema. Quizá hasta decidieran rezar a alguna invisible providencia, por la salud de los nuevos colonos de Marte, curiosamente reenviados desde la Tierra en una extraña operación de triangulación de insospechables aristas.
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