Primer Premio del Concurso de Cuento Breve 2006 "Juan S. Netto" Organizado por Escritoras Paraguayas Asociadas y la Universidad Iberoamericana de Asunción.
Mire usted doctor, que, aquí donde me ve, sin ánimo alguno de autobombo
—que de eso abunda a raudales por los andurriales urbanoides que rodean nuestra humanidad—, estoy de vuelta de un largo y ancho periplo infernal, por los caminos reales y plebeyos de este país, que yace postrado bajo mi pie descalzo devorado por los devastadores colmillos de la necesidad y del corrupto dolo oficial, que la incrementa, día a día, hasta más allá de lo posible. Recuerdo cuando moví inicialmente las de andar, hace varios años —tras recibir mi título de bachiller y ser licenciado de la milicia obligatoria, magna cum laude pero desempleado y al borde de la miseria—, en dirección a esa ciudad, ahora de nombre trocado y troquelado en rumbo de colisión al sol, después de aquel golpazo, febrerizado e histriónico, como culebrón centroamericano, que depusiera al mandón nomenclador originario de apellido teutón ¿recuerda usted, doctor? Me había hecho el despropósito de meterme en el cacumen cuanto pasara ante el rasero de mis ojos perspicaces, que muchos conocidos apenas perciben una ínfima porción de cuanto los rodea a lo largo de su vida, y se extravían en lo mejor de ella por su ausente percepción. Pero no lo voy a entretener con detalles nimios y rutinarios, emergentes al paso de mi relativa relación, sino que tomaré al abordaje, cual intrépido maringote-galeote de chinchorro fluvial con ínfulas transoceánicas, el asunto que me ha traído hasta sus pacientes orejas, oidoras, atentas de palabras coloridas, de emociones mal contenidas; o ensombrecidas de angustias inconfesas y despoetizadas. Largos días he movido patacones descalzos y gastados de andar, para aproximarme en ese entonces, a la capital de la mosca dulce de color verde Wáshington; antes, mucho antes del triquitroque involuntario de la nomenclatura germanoica que esa ciudad fronteriza ostentaba antes del golpe, como ejemplo de adulonería mendaz y chabacana. Esa ciudad, entonces en vías de caótica expansión, gracias a las obras elefantiásicas con altas cotas de represividad llevadas a cabo por esos días, hervía de aventureros, buscavidas, ganapanes, robacoches, tahúres, traficantes, mulas, chulos, sicarios, contrabandistas y hasta gente de trabajo como yo, vea usted. El objeto del desplazamiento mío hacia los lares orientales —porque, crea usted, doctor, había más turcos, hindúes, vietnamitas, japoneses, coreanos y chinos, que en las mismísimas Hong Kong o Singapur—, era el encomiable deseo de trabajar en dicha obra, nomás fuese de carretillero o removedor de escombros —a manopla callosa y desnuda—, con tal de engordar mis escuálidas faltriqueras llenas de paupérrimo espacio, que no de efectivo circulante. Vea usted, que a patitas y con la golilla carente de combustible masticable, condumio o bebistrajo alguno —que a veces mendigaba un plato aquí y un jarro allá, changueando labores de peón de patio—, la hégira desde Asunción hasta Itaipú, se hizo más larga que puteada de italiano tartamudo o esperanza de pobre, pero finalmente pude arribar, aunque algo magro y cansado, a la meca de mis desvelos; tarea harto fatigosa que me demandara más de dos semanas, pues que ningún colectivero o piloto de terrenaves de pasajeros lo levanta a uno, sépalo usted, doctor, sin la oblación correspondiente del importe por el desplazamiento espacial. Tampoco nadie da un aventón a nadie, por esas rutas pletóricas de corsarios de tomo y lomo, proveedores del parque automotor de contramano; es decir transferido, manu militari, de viva fuerza al prójimo, como se estila en este país; sin contar con que la facha harto raída de este servidor civil, poco predisponía a la confiabilidad del prójimo, aún exhibiendo título de bachiller, medio arrugado, pero título al fin. Como le digo ¡sí señor! ha sido aquélla una peregrinación digna de Pedro el Ermitaño a la sarracena Jerusalén; pero pude arribar a buen puerto días más tarde, para postularme a la gleba servil del peonazgo raso, tras franquear varios portones-coladores, pletóricos de ojos avizorantes y olfatos perdigueros de dogos brasiguayos. Si me permitiera usted una breve digresión, doctor, compararía tal obra con los piramidales delirios de los faraones egipcianos ¿o se dice egipcienses? No importa. Pero me barruntaba en el caletre una comparación semejante, aunque olvidé las lecciones de Sarthou y Michelet. Claro está que, para ser admitido en áreas restrictas, debía contar con el visto bueno del caudillo político de alguna seccional oficialista local, de hematológica divisa punzó. Además debí pagar derecho de piso en varias áreas conflictivas, como el comedor y el barracón-dormitorio colectivo. La ventaja aparente de ser soltero y sin martirimonio en perspectiva a corto y mediano plazo, fue un privilegio inútil como peine de calvo. Por ser libre, sin compromiso y sin herederos, fui destinado a tareas más denigrantes y riesgosientas que las de domador de tigres siberianos sub-alimentados. Desde ser conductor carretillero, en inseguros andamios pendientes y pendulantes como deuda externa, a colocador de bananas vivas de explosivos demolientes, mire usted. El súper ingeniero aquél —si, ese mismo que después sería el segundo peor presidente de este país, que el ganador del primer puesto es éste otro de ahora—, no nos perdonaba una. Varias veces estuve a un tristristris de hacerme bollo, bajo la pesada cobija mortuoria de piedras, arena y lodo arenisco de geológica raigambre y prosapia, que medio diluviaba sobre mí a cada pumpunazo de las bananas. Mire usted, doctor, que si no fuera por la virgencita de Ca’acupé y ese otro que no me acuerdo ahora —sí, ese barbudo coronado con espinas y aspecto de fakir sagrado—, estaría viendo crecer raíces de malezas en algún campo non sancto de por ahicito nomás. Fueron aquéllos, créame, los anémicos e inflacionarios aborígenes más duramente ganados de toda mi profesión de corredor de liebres. Como le digo doctor, pasé por situaciones límite que harían parar los pelos del corazón al más pintado y altanero, sin sufrir aún mengua de extremidades o extremismos en mi humanidad, hasta ese día. Siempre trataba de hurtarle mi magra osamenta a las angurrientas parcas, con fintas y gambitos ajedrecísticos; pero ya ve usted, a veces uno se olvida de algo, se distrae con el paisaje o con los desaforados gritos de los capataces, quedando de improviso sin comerla ni beberla en la línea de fuego de bananas de trotyl, que casi me despanzurran y borran de la nómina más de una vez. Sólo en mi zona de obras, las niñas de mis ojos se hicieron adúlteras viendo morir, o quedar inútiles como gallos capones, a varios compañeros, a causa de renuncios y relajos de las normas de seguridad, si es que las había. Pero mire usted, que el susodicho de incompleto cuerpo presente, quien le habla, es poco propenso a exageraciones y no le chamullo más que lo esencial, que para lo otro están los políticos. En un sólo año debían haber finado más de cien prójimos, quedado lisiados e inservibles (salvo para invocar a la caridad) otros tantos, y me quedo cortina todavía, que no tuve modo de tener en la sabiola datos ajenos a mi área específica de trabajo. Apenas, como le digo, pude registrar en mis neuronas lo visto y oído, huyendo de mi conocencia lo demás, que por otra parte era secreto de Estado Jodido. Fue justamente una mañana, en que se proyectaba el desvío del aguachento Paraná, que ostentaba en sus caudales más agua que todas las industrias lácteas del país, experimenté aquello que me condujera hasta sus ojos y orejas, en este bar de mala muerte y peor vida. Recuerdo que, días antes, se colocaron las cargas que debían abrir el canallesco canal de desvío, ante expectable público, periodistas, turistas atrabiliarios, autoridades civiles e incivilizadas, técnicos y, por supuesto, la peonada recia y montaraz de turno, aunque no en palco alguno. Justo a mí me tocaría el reparto de las mechas y bananas, con otros dos amigos solteros amancebados que ligaron de rebote la patriada. Mire, usted, que el primer error podría ser el último en tales instancias, por lo que extremamos perspicacia y temperancia para no confundir nada ni ahorrar espoletas. Además, por comprometer su presencia el general presidente —ése que nos pedía creer que éramos felices y no lo sabíamos—, sus fieles cancerberos militares nos vigilaban durante la siembra de trotyl para evitar posible mal uso de dicho material expansivo, accidentalmente o no. Pues mire que el general tenía una paranoia que no le cabía en el uniforme y desconfiaba hasta de su familia, igual que el López aquél, que mandara fusilar a sus hermanos y muchos más por un chisme de comadres. Al final, bajo la atenta mirada de sus gorilas, terminamos de colocar todo en orden para la ceremonia, sólo que olvidé la hora exacta del vicheo de la escena explosionante que se preparaba con precisión administrativa; pero tampoco tenía reloj para cotejar. Tal vez usted se preguntase, el porqué de esta maratón lingüística que me tiene derrochando material hidrante bucal, en un aparentemente incoherente relato querencioso, acerca de mis pasares y pesares; pero la razón de mi atroz verborragia, trepidante y saturadora —que abruma las pacientes antenas parabólicas en estéreo que lleva usted por orejas—, es la necesidad de dar curso de solución, que no desolación, a esta carencia pauperizante, y solicitar su apoyo, vea usted, que buena falta me hace en mi menesterosidad actual a causa de lo que puede usted contemplar en estos momentos. Como le iba parloteando, el horrísono cantero de obras húbose cubierto de banderas y gualdrapazos ruidosos de trapos flameantes, de todos los colores, menos el de la justicia, claro. Bandas militares atronaban los aires con sones patrioteros, marchas y agresivos himnos beligerantes poco realistas, esperando la hora uncial del inicio de la explosiva ceremonia del desvío del río Paraná; que a su vez daría puntapié inaugural a las obras represivas de la futura hidroeléctrica —binacional en la construcción y mononacional en el reparto de kilovatios—, vea usted. Este servidor corría de aquí para allá, compitiendo mi derrame de sudor con el discurriente Paraná, espoleado por capataces y capangas para dejar todo a punto de caramelo en honor a los egregios presentes que nos honrarían con su visita, en ese pozo infernal llamado eufemísticamente "sitio de obras" y al cual lo llamabamos nosotros, los obreros: "las tripas del diablo", que la garganta del maloso estaba un poco más allá, en las cataratas de Yguazú, pero sólo para turistas con divisas convertibles y poder adquisitivo. Muchos compañeros míos habían sido digeridos ya, por ese famélico entripado del que le hablo. Y yo me hallaba colocando banderas, tablados escénicos, luces y asientos para los espectadores, amén de carteles en guaraní, castellano y portugués y la mar en bicicleta. El que esto le parlotea, en tanto, corre que te trota, como caballo de tiro... o equino esquizofrenético de mercado cuatro, bajo las órdenes vociferantes de los perezosos capataces; hasta que llegó la hora del ceredemonio o lo que fuese y me dejaron en paz. Aproveché la breve tregua discursera, para higienizarme superficialmente en un hilillo de agua de lo que en días mejores fuera un arroyo, antes de dirigirme a la zona de seguridad; por lo visto se me fue la mano en la esclarecedora tarea de espantar mis humores y librarme de la polvareda roja, que inclemente curtía mi epidermis transpirada.
Tarde caí en cuenta de mi descuido, cuando escuché la sirena, casi en cueros, que apenas pude tomar mis raídas prendas antes de salir corriendo como alma hacia el diablo por la autopista de la placentera perdición. En dicho menester me hallaba, a menos de un centenar de metros cuando se produjo la cacofónica explosión, en una mega escala decibélica nunca sentida por mis oídos. La granizada de pelotillas de basalto, cantos rodados y barro colorado no me daba tregua ni cuartel y quedé allí mismo, con las secuelas que usted contempla ahorita. Tras el burumbumbum ceremonial, me recogieron de allí para arrojarme como saco de batatas en el dispensario de la empresa, Luego de dos largos meses de convalecencia, fui despedido sin indemnización por no cumplir las normas de seguridad y otros etcéteras, que me dejaron en la inopia. Encima por toda compensación, me resarcieron con un par de poco ortopédicas muletas de basta madera y pasaje de regreso a mi punto de partida, teniendo la interdicción de ingresar de nuevo al sitio para ulteriores reclamos a los gerontes de recursos inhumanos. ¿Ha visto usted? Con una pierna y media, un brazo izquierdo semi-triturado y sin blanca, pasé a engrosar el padrón de mendigos callejeros de la capital, con menos de treinta añares encima, que no sé cuántos me quedan enfrente. Vea usted, doctor, que mis muletas y muletillas no mienten y testimonian esbozando, con harta elocuencia, cuanto me hubo acontecido. Usted que curte la onda leguleya y laboral del foro nacional, me ha sido recomendado por otros amigos, colegas, de oficio vacante, paro sofocante y miseria galopante, a fin de apoyar mis justas pretensiones de resarcimiento ecuménico, perdón, quise decir económico, a trueque de mis discapacidades adquiridas en cumplimiento del deber. Además, me dijeron que usted puede litigar para una justa indemnización a cambio de mi invalidez. ¡Ah! ¿No hay caso, doctor? ¿No se anima a enfrentarse usted con esos tiburones y empresaurios, esgrimiendo la querella reivindicatoria de un obrero mojarrita e insolvente? Entonces, doctor, lamento haberlo entretenido de sus sesudas labores de docto auxiliar de la justicia. Reciba usted mis excusas y perdóneme nuevamente, por olvidar en qué país estoy sobreviviendo.
El Santo Desconocido
Nunca se supo su origen con certeza, pero mi abuela decía que era más viejo que el pueblo de Santaní, lo que es decir viejo mismo, como la corrupción. Decían los más viejos entre los viejos de mi casa, que perteneció quizá a una familia antigua del lugar, cuyos últimos descendientes fueron todos exterminados o desaparecidos en la Guerra Grande. El santo quedó abandonado bajo escombros —en una capilla destechada por el bombardeo aliado—, de donde finalmente quedó en poder de mi bisabuela por ignotos medios y procedimientos non sanctos.
Por supuesto que me encargué de hacer correr lo oído en casa. En el almacén, en el tambo del lechero de la familia y en el mercado de abasto de Santaní. Cuando alcancé la adolescencia, ya habían pasado tres comisiones vitalicias pro-capilla para nuestro
santo, que empezó a ser venerado por medio Departamento de San Pedro y dos tercios de Concepción, más casi un cuarto de Ca'aguazú. Al principio, mis viejos vivían de un pequeño lote de tabaco, porotos y maíz, que revendíamos a los bolicheros de la zona. Cuando estuve por ir al cuartel, la capilla ya había sido remodelada y ampliada tres veces. La fama de nuestro santo había crecido hasta más allá de Ponta Porã; lo recaudado en cada fiesta patronal, daba para otra ampliación de nuestro rancho (teléfono incluido), y tres años después, hasta sobraría para la primera entrega de una camionetita brasilera. Aunque cuando el concesionario supo que éramos la familia propietaria del santo desconocido, nos regaló la camioneta sin trámite alguno, en agradecimiento a no sé que intercesión del santo en algún problema que tuvo. ¡No les cuento lo que me encontré en casa después de salir del cuartel! ¡Una romería de aquéllas, que ni en Sevilla, Roma o Santiago de Compostela!
¡Ah! ¿quieren saber ustedes de qué santo se trataba? Nunca lo supimos. Casi todos los santos tienen barba; manos orantes o en pose de bendecir. Simplemente le llamábamos (entre nosotros, claro, y en voz baja) el santo desconocido, ya que, como les dijera antes, nunca supimos su origen. Para los parroquianos mulatos de Ca'aguazú, Emboscada y Mato Grosso, era el Santo Rey o en su defecto un Oxaláh afroamericano; para las siervas de María era un San José; para los estacioneros de Tañarandy, un Jesús carpintero vestido de marrón fajinero; para los carismáticos, un San Pablo doctoral, y así en adelante. Obviamente tenía sus atuendos, pelucas, báculos y alhajas listos para cada congregación que deseara homenajearlo anualmente.
Es que el santito, tenía la coronilla pelada de origen, como los franciscanos, y entonces lo vestimos de marrón siena, blanco o celeste y amarillo; algunas veces con peluca, si debía oficiar de Jesús o de San Pedro. Mi padre, que era masón y liberal, nunca creyó mucho en las virtudes de los santos de madera ni en milagreríos, pero veía con buenos ojos las actividades rituales, o mejor: dicho: redituales por lo que aportaban a los fondos de la familia. Mi hermana menor estudió Comercial en Coronel Oviedo, para poder administrar el negocio de venta de velas, reliquias, réplicas del santo y estampitas para los peregrinos. Yo me dediqué al dibujo, escultura y pintura para diseñar réplicas sacras y toda actividad artística relacionada con el culto al santo.
Hasta entonces, mis padres llevaban cuenta de todo, pero ya nos preparábamos para asumirlo en el futuro. El culto al misterioso y aparentemente milagroso Santo Desconocido comenzaba a ser un fenómeno masivo casi binacional. Como tenía identidad ignorada, fue devocionado por varias cofradías, y sus fiestas patronales se efectuaban hasta seis veces en el año; excepto en los bisiestos, en que tenía una heptada (ese término lo creó mi padre neocartesiano y ¿por qué no? neomaquiaveliano), es decir: siete fiestas, a las cuales más recaudadoras. Obviamente, teníamos contratados a los mejores calesiteros, ruleteros y equipos de sonido del país y algo más allá, para las calendas santas y sus octavas. Hasta conseguimos un alegre animador profesional oriundo de Tacuaral, compañero de logia de mi padre, y que después llegaría a ser un importante senador de la nación, famoso por su verborragia altisonante pletórica de oquedades y sofismas de escasa profundidad, eso sí, muy simpático y dicharachero.
Nunca nadie intentó develar la identidad del santo desconocido; pues que daba para todos los misterios, gustos y devociones. Si alguna vez hiciera algún milagro, nunca nos enteramos personalmente, sino por comentarios de viajeros arribeños, quienes a su vez lo habrían oido por ahí. Tampoco nadie se quejó nunca que el santo fallase alguna vez con sus innúmeros promeseros estacionales, peregrinos funcionales o devotos coyunturales.
La afluencia de romeros, era harto incesante en ciertos días del año y nuestra producción de reliquias casi no daba abasto para tantos fieles; por lo que decidimos en familia, montar un pequeño taller de alfarería para poder fabricar réplicas de barro cocido, una pequeña imprenta para las estampitas y certificados de bendiciones papales y una fábrica de velas de cera, esperma o de sebo según sus categorías, para los promeseros. También solicitamos una donación de dos lotes a nuestro vecino, a fin de contar con una playa de estacionamiento, para los cientos de vehículos que mensualmente convergían con peregrinos de lejanas localidades, o turistas que venían para llevarse souvenirs sagrados bendecidos por el Papa. Ni la Virgen de Ca'acupé tuvo por esos días tantos fieles devotos. Hasta monseñor Aquino —también cófrade de logia de mi padre— quiso pedir su traslado a nuestra feligresía, para poder administrar mejor el fenómeno multitudinario del santo desconocido. Pero la curia de Asunción lo pensó mejor y permaneció en Ca'acupé para hacernos competencia sacra, hasta jubilarse en olor de hartura y plenitud, que no tanto de santidad.
Si no ejercí el sacerdocio exclusivo al servicio del santo desconocido, les aseguro que fue simplemente porque no hice pasantía de rigor en un seminario. De haberlo hecho, hoy sería obispo de alguna basílica monumental, aunque el celibato no me sienta y la castidad me afectaría el duodeno y el epigastrio; aunque esto último según parece, no es condición sine qua non para ejercer el sagrado Ministerio Sacramental.
Todo iba bien, hasta que en plena era perjurásica —es decir cuando mandaba el tiranosaurio rey—, un presidente de seccional del pueblo de Santaní comenzó a echar mano a cuanto santo pudiese, pues se rumoreaba que algunas imágenes antiguas tenían compartimientos secretos en sus cuerpos de madera. Y se decía que el seccionalero, un tal Itzvan Smirnoff, también hermano de logia, que se creía heredero de Iván el Terrible, habría hallado hasta rosarios de filigrana de oro y monedas en uno de ellos. Lo cierto es que envió a sus capangas a ofertar hasta cincuenta mil guaraníes por cada santo de mediano porte. Como el nuestro no era ni tan tan, ni muy muy, el precio ofertado fue apenas de veinte mil aborígenes, lo cual fue rechazado de plano por mi padre más o menos ateo y mi madre mariana; así como por mi hermana, devota de la Congregación de la Santa Frustración. Ni por todo el oro de Luque aceptaríamos desprendernos del Santo Desconocido, herencia de nuestros mayores, protector de la familia (¡y cómo!) y de las comunidades limítrofes que se avocaran a su gracia milagrosa.
Este caudillo de quien les hablo, no aceptaba negativas y cierto día nos envió un cheque por los veinte mil, y a sus capangas, escoltados por policías de investigaciones que querían apresar a mi padre por ser contrera (les dije que era liberal). Tuvimos que resignarnos a ceder nuestro santo, aunque no su milagroso poder; pero mandé decir a don Itzván, que necesitaríamos un mes para despedirnos del santo con ceremonias antes de enviárselo. Todos sus devotos tenían derecho a concederle honras y exvotos. Tras los rituales de expiación, se lo enviaríamos envuelto como para regalo, que de hecho lo era.
Demás está decirles que don Itzván aceptó, en un inusual arranque de magnanimidad y tuve tiempo de hacer una réplica exacta del santo desconocido, con un buen trozo de timbó aparentemente macizo que había en un rincón del rancho (en realidad es una metáfora), dejado allí quién sabe por quiénes. Incluí alhajas (de bisutería, claro) y su basto hábito marrón. El verdadero, es decir, el original y sus alhajas de dieciocho quilates, lo guardamos en lugar seguro, bien lejos de Santaní.
Tras hacer todas las ceremonias de traslado del santo a la capilla privada de don Itzván, se lo enviamos. Luego supimos que los habituales devotos del santo no podrían acceder al nuevo emplazamiento privado, por lo que de todos modos, éstos aceptaron seguir realizando sus cultos en nuestro solar y consintieron en que el santo fuese una réplica del original, del cual dijimos, frente a la augusta presencia del señor Jefe de Investigaciones de cuerpo presente (me refiero al cuerpo de matones macheteros de Santaní), que fuera llevado a Roma por don Itzván a fin de ingresar al panteón cristiano con las siete bendiciones del Papa y el Sacro Colegio Cardenalicio.
Para ese entonces la capilla había crecido y contaba con tinglado multiuso y cancha de fútbol de salón, amén de un complejo de material cocido con baños, agua corriente y cantina permanente, con trazas de convertirse en futuro Supermercado o Shopping Center.
Por esos días, ya me había casado —en nuestra capilla claro—, con la bendición del arzobispo de Asunción, opusdeísta funcional y también cófrade de logia de mi padre, quien nos prometiera dispensas papales en breve. Mi señora esposa, pasó a ser la mayordoma del Santo Desconocido cuando ejercía de San Francisco, San Antonio y Santo Rey; mi hermana, los domingos y algunas que otras fiestas de guardar; mi madre, en vísperas de Semana Santa y Navidades, etcétera. Era ardua la tarea y había que compartir responsabilidades y espacios. Lo cierto es que, don Itzvan Smirnoff, halló veinte monedas de oro escritas en inglés, un rosario de coral y filigrana de oro, diez anillos de ramales, aunque de oro bajo y siete pulseras de oro y plata ¡en la réplica del santo! y que por cierto no era de guatambú ni cedro, sino de timbó. Es que tallar un trozo de esas maderas, me hubiese llevado más de un mes. Pero no podía imaginar que en ese bloque viejo hubiese una oquedad disimulada y con alhajas encima. Bueno, de todos modos nuestro santo nos ha bendecido por valor cientos de veces mayor a lo largo de dos generaciones. No nos podíamos quejar después de todo.
Cuando alcancé la edad adúltera, quiero decir: madura me hice cargo de las actividades del culto. El predio en que se asentaba la capilla había crecido en ochocientos metros cuadrados con donaciones de vecinos nuestros y la intendencia municipal. Ya se perfilaba un monumental templo neogótico, cuyos planos preparaba un conocido arquitecto capitalino, acabados poco tiempo antes de fallecer éste de una misteriosa enfermedad color de rosa.
Hace poco, hemos enviado los bocetos de los planos del nuevo templo a un equipo de arquitectos europeos, a fin de ver las posibilidades de iniciar una nueva etapa, más solemne y magnificente del culto al santo. Nuestra feligresía ya iba ameritando un cardenalato propio y un templo acorde a ello de acuerdo al Canon litúrgico. Hace algunos años que mis padres fallecieran, y también fueran defenestrados el tiranosaurio y algunos de sus acólitos, entre ellos Itzvan Smirnoff, con lo que recuperamos la réplica entronizando de nuevo al original. Nuestra capilla ha crecido y casi tiene porte de catedral. Nuestro patrimonio también. Aún nuestro santo no tiene nombre y lo seguimos llamando, en familia como el Santo Desconocido. Tampoco comprobamos nunca si alguna vez hiciera algún milagro certificado por la Jerarquía, para alguno de sus devotos incontables.
Pero sí sé con certeza que para nosotros no hacen falta milagros, para reconocer y venerar su santidad.
Amén.
Nunca se supo su origen con certeza, pero mi abuela decía que era más viejo que el pueblo de Santaní, lo que es decir viejo mismo, como la corrupción. Decían los más viejos entre los viejos de mi casa, que perteneció quizá a una familia antigua del lugar, cuyos últimos descendientes fueron todos exterminados o desaparecidos en la Guerra Grande. El santo quedó abandonado bajo escombros —en una capilla destechada por el bombardeo aliado—, de donde finalmente quedó en poder de mi bisabuela por ignotos medios y procedimientos non sanctos.
Por supuesto que me encargué de hacer correr lo oído en casa. En el almacén, en el tambo del lechero de la familia y en el mercado de abasto de Santaní. Cuando alcancé la adolescencia, ya habían pasado tres comisiones vitalicias pro-capilla para nuestro
santo, que empezó a ser venerado por medio Departamento de San Pedro y dos tercios de Concepción, más casi un cuarto de Ca'aguazú. Al principio, mis viejos vivían de un pequeño lote de tabaco, porotos y maíz, que revendíamos a los bolicheros de la zona. Cuando estuve por ir al cuartel, la capilla ya había sido remodelada y ampliada tres veces. La fama de nuestro santo había crecido hasta más allá de Ponta Porã; lo recaudado en cada fiesta patronal, daba para otra ampliación de nuestro rancho (teléfono incluido), y tres años después, hasta sobraría para la primera entrega de una camionetita brasilera. Aunque cuando el concesionario supo que éramos la familia propietaria del santo desconocido, nos regaló la camioneta sin trámite alguno, en agradecimiento a no sé que intercesión del santo en algún problema que tuvo. ¡No les cuento lo que me encontré en casa después de salir del cuartel! ¡Una romería de aquéllas, que ni en Sevilla, Roma o Santiago de Compostela!
¡Ah! ¿quieren saber ustedes de qué santo se trataba? Nunca lo supimos. Casi todos los santos tienen barba; manos orantes o en pose de bendecir. Simplemente le llamábamos (entre nosotros, claro, y en voz baja) el santo desconocido, ya que, como les dijera antes, nunca supimos su origen. Para los parroquianos mulatos de Ca'aguazú, Emboscada y Mato Grosso, era el Santo Rey o en su defecto un Oxaláh afroamericano; para las siervas de María era un San José; para los estacioneros de Tañarandy, un Jesús carpintero vestido de marrón fajinero; para los carismáticos, un San Pablo doctoral, y así en adelante. Obviamente tenía sus atuendos, pelucas, báculos y alhajas listos para cada congregación que deseara homenajearlo anualmente.
Es que el santito, tenía la coronilla pelada de origen, como los franciscanos, y entonces lo vestimos de marrón siena, blanco o celeste y amarillo; algunas veces con peluca, si debía oficiar de Jesús o de San Pedro. Mi padre, que era masón y liberal, nunca creyó mucho en las virtudes de los santos de madera ni en milagreríos, pero veía con buenos ojos las actividades rituales, o mejor: dicho: redituales por lo que aportaban a los fondos de la familia. Mi hermana menor estudió Comercial en Coronel Oviedo, para poder administrar el negocio de venta de velas, reliquias, réplicas del santo y estampitas para los peregrinos. Yo me dediqué al dibujo, escultura y pintura para diseñar réplicas sacras y toda actividad artística relacionada con el culto al santo.
Hasta entonces, mis padres llevaban cuenta de todo, pero ya nos preparábamos para asumirlo en el futuro. El culto al misterioso y aparentemente milagroso Santo Desconocido comenzaba a ser un fenómeno masivo casi binacional. Como tenía identidad ignorada, fue devocionado por varias cofradías, y sus fiestas patronales se efectuaban hasta seis veces en el año; excepto en los bisiestos, en que tenía una heptada (ese término lo creó mi padre neocartesiano y ¿por qué no? neomaquiaveliano), es decir: siete fiestas, a las cuales más recaudadoras. Obviamente, teníamos contratados a los mejores calesiteros, ruleteros y equipos de sonido del país y algo más allá, para las calendas santas y sus octavas. Hasta conseguimos un alegre animador profesional oriundo de Tacuaral, compañero de logia de mi padre, y que después llegaría a ser un importante senador de la nación, famoso por su verborragia altisonante pletórica de oquedades y sofismas de escasa profundidad, eso sí, muy simpático y dicharachero.
Nunca nadie intentó develar la identidad del santo desconocido; pues que daba para todos los misterios, gustos y devociones. Si alguna vez hiciera algún milagro, nunca nos enteramos personalmente, sino por comentarios de viajeros arribeños, quienes a su vez lo habrían oido por ahí. Tampoco nadie se quejó nunca que el santo fallase alguna vez con sus innúmeros promeseros estacionales, peregrinos funcionales o devotos coyunturales.
La afluencia de romeros, era harto incesante en ciertos días del año y nuestra producción de reliquias casi no daba abasto para tantos fieles; por lo que decidimos en familia, montar un pequeño taller de alfarería para poder fabricar réplicas de barro cocido, una pequeña imprenta para las estampitas y certificados de bendiciones papales y una fábrica de velas de cera, esperma o de sebo según sus categorías, para los promeseros. También solicitamos una donación de dos lotes a nuestro vecino, a fin de contar con una playa de estacionamiento, para los cientos de vehículos que mensualmente convergían con peregrinos de lejanas localidades, o turistas que venían para llevarse souvenirs sagrados bendecidos por el Papa. Ni la Virgen de Ca'acupé tuvo por esos días tantos fieles devotos. Hasta monseñor Aquino —también cófrade de logia de mi padre— quiso pedir su traslado a nuestra feligresía, para poder administrar mejor el fenómeno multitudinario del santo desconocido. Pero la curia de Asunción lo pensó mejor y permaneció en Ca'acupé para hacernos competencia sacra, hasta jubilarse en olor de hartura y plenitud, que no tanto de santidad.
Si no ejercí el sacerdocio exclusivo al servicio del santo desconocido, les aseguro que fue simplemente porque no hice pasantía de rigor en un seminario. De haberlo hecho, hoy sería obispo de alguna basílica monumental, aunque el celibato no me sienta y la castidad me afectaría el duodeno y el epigastrio; aunque esto último según parece, no es condición sine qua non para ejercer el sagrado Ministerio Sacramental.
Todo iba bien, hasta que en plena era perjurásica —es decir cuando mandaba el tiranosaurio rey—, un presidente de seccional del pueblo de Santaní comenzó a echar mano a cuanto santo pudiese, pues se rumoreaba que algunas imágenes antiguas tenían compartimientos secretos en sus cuerpos de madera. Y se decía que el seccionalero, un tal Itzvan Smirnoff, también hermano de logia, que se creía heredero de Iván el Terrible, habría hallado hasta rosarios de filigrana de oro y monedas en uno de ellos. Lo cierto es que envió a sus capangas a ofertar hasta cincuenta mil guaraníes por cada santo de mediano porte. Como el nuestro no era ni tan tan, ni muy muy, el precio ofertado fue apenas de veinte mil aborígenes, lo cual fue rechazado de plano por mi padre más o menos ateo y mi madre mariana; así como por mi hermana, devota de la Congregación de la Santa Frustración. Ni por todo el oro de Luque aceptaríamos desprendernos del Santo Desconocido, herencia de nuestros mayores, protector de la familia (¡y cómo!) y de las comunidades limítrofes que se avocaran a su gracia milagrosa.
Este caudillo de quien les hablo, no aceptaba negativas y cierto día nos envió un cheque por los veinte mil, y a sus capangas, escoltados por policías de investigaciones que querían apresar a mi padre por ser contrera (les dije que era liberal). Tuvimos que resignarnos a ceder nuestro santo, aunque no su milagroso poder; pero mandé decir a don Itzván, que necesitaríamos un mes para despedirnos del santo con ceremonias antes de enviárselo. Todos sus devotos tenían derecho a concederle honras y exvotos. Tras los rituales de expiación, se lo enviaríamos envuelto como para regalo, que de hecho lo era.
Demás está decirles que don Itzván aceptó, en un inusual arranque de magnanimidad y tuve tiempo de hacer una réplica exacta del santo desconocido, con un buen trozo de timbó aparentemente macizo que había en un rincón del rancho (en realidad es una metáfora), dejado allí quién sabe por quiénes. Incluí alhajas (de bisutería, claro) y su basto hábito marrón. El verdadero, es decir, el original y sus alhajas de dieciocho quilates, lo guardamos en lugar seguro, bien lejos de Santaní.
Tras hacer todas las ceremonias de traslado del santo a la capilla privada de don Itzván, se lo enviamos. Luego supimos que los habituales devotos del santo no podrían acceder al nuevo emplazamiento privado, por lo que de todos modos, éstos aceptaron seguir realizando sus cultos en nuestro solar y consintieron en que el santo fuese una réplica del original, del cual dijimos, frente a la augusta presencia del señor Jefe de Investigaciones de cuerpo presente (me refiero al cuerpo de matones macheteros de Santaní), que fuera llevado a Roma por don Itzván a fin de ingresar al panteón cristiano con las siete bendiciones del Papa y el Sacro Colegio Cardenalicio.
Para ese entonces la capilla había crecido y contaba con tinglado multiuso y cancha de fútbol de salón, amén de un complejo de material cocido con baños, agua corriente y cantina permanente, con trazas de convertirse en futuro Supermercado o Shopping Center.
Por esos días, ya me había casado —en nuestra capilla claro—, con la bendición del arzobispo de Asunción, opusdeísta funcional y también cófrade de logia de mi padre, quien nos prometiera dispensas papales en breve. Mi señora esposa, pasó a ser la mayordoma del Santo Desconocido cuando ejercía de San Francisco, San Antonio y Santo Rey; mi hermana, los domingos y algunas que otras fiestas de guardar; mi madre, en vísperas de Semana Santa y Navidades, etcétera. Era ardua la tarea y había que compartir responsabilidades y espacios. Lo cierto es que, don Itzvan Smirnoff, halló veinte monedas de oro escritas en inglés, un rosario de coral y filigrana de oro, diez anillos de ramales, aunque de oro bajo y siete pulseras de oro y plata ¡en la réplica del santo! y que por cierto no era de guatambú ni cedro, sino de timbó. Es que tallar un trozo de esas maderas, me hubiese llevado más de un mes. Pero no podía imaginar que en ese bloque viejo hubiese una oquedad disimulada y con alhajas encima. Bueno, de todos modos nuestro santo nos ha bendecido por valor cientos de veces mayor a lo largo de dos generaciones. No nos podíamos quejar después de todo.
Cuando alcancé la edad adúltera, quiero decir: madura me hice cargo de las actividades del culto. El predio en que se asentaba la capilla había crecido en ochocientos metros cuadrados con donaciones de vecinos nuestros y la intendencia municipal. Ya se perfilaba un monumental templo neogótico, cuyos planos preparaba un conocido arquitecto capitalino, acabados poco tiempo antes de fallecer éste de una misteriosa enfermedad color de rosa.
Hace poco, hemos enviado los bocetos de los planos del nuevo templo a un equipo de arquitectos europeos, a fin de ver las posibilidades de iniciar una nueva etapa, más solemne y magnificente del culto al santo. Nuestra feligresía ya iba ameritando un cardenalato propio y un templo acorde a ello de acuerdo al Canon litúrgico. Hace algunos años que mis padres fallecieran, y también fueran defenestrados el tiranosaurio y algunos de sus acólitos, entre ellos Itzvan Smirnoff, con lo que recuperamos la réplica entronizando de nuevo al original. Nuestra capilla ha crecido y casi tiene porte de catedral. Nuestro patrimonio también. Aún nuestro santo no tiene nombre y lo seguimos llamando, en familia como el Santo Desconocido. Tampoco comprobamos nunca si alguna vez hiciera algún milagro certificado por la Jerarquía, para alguno de sus devotos incontables.
Pero sí sé con certeza que para nosotros no hacen falta milagros, para reconocer y venerar su santidad.
Amén.
El promesero burlado
Más devoto que Abundio Portijú, no hubo ni habrá, en toda la vasta geografía de este país, y, menos aún, en el departamento de Concepción; mucho menos todavía, en Horqueta, de donde era oriundo el personaje de quien les hablo; que en gracia sea. ¡Amén!
Toda su vida recorrió la región en su oficio de comerciante minorista, con su inseparable carreta de dos yuntas de estólidos bueyes de cansina mirada y pachorrento andar. Llevaba porotos y mboroviré (yerba mate semielaborada) a San Pedro, Yvyja'u, Pedro Juan Caballero, Zanja Pytã y Ypéhü; trayendo a su valle azúcar brasileña, cigarrillos de contrabando, aguardiente y cuanto le pidiesen sus vecinos; quienes le proveían de mercadería de su cosecha, para vender y dinero para comprar por la ciudad fronteriza.
Como se dijera, era muy devoto de la Virgen de Ca'acupé y nunca pudo llegar hasta el santuario serrano; aunque conversando con algunos que sí fueron, pudo saber que el paisaje de la Cordillera era muy parecido con el del Amambay, salvo detalles. Pero como le iba bien en los pequeños negocios de macate y acarreo, decidió encomendarse a la Virgen y prometerle una visita al santuario, si le iba mejor que bien, claro. Abundio no era de ésos que reculan de sus promesas; y estaba decidido a viajar a Ca'acupé con su inseparable amiga de dos ruedas en una travesía que podía ser más larga que esperanza de pobre o retahíla de tartamudo italiano. Es que allá por los años cincuenta y pico, los quinientos treinta y pocos quilómetros —de barro colorado en aguaceros y costra polvorienta en las canículas hasta Ca'acupé—, no eran moco de pavo, para carretas de lerda legua por hora. Y eso a buen paso, lo que significaba para los pobres bueyes una buena tanda de heridas de picana, con moscas chupasangres orbitándoles el lomo, y la fatiga quitándoles el resuello paso a paso. Porque hay que decirlo; Abundio no escatimaba picana a sus animales para acelerar el tranco cansino de sus dos pares de pacientes bestias, a cual más estólidas. Claro que, luego de llegara destino, les lavaba pacientemente sus heridas y hasta les aplicaba solución de creolina para desabicharlas... hasta el próximo viaje. Abundio Portijú, por otra parte, quería mucho a sus animales de tiro y a su carreta —a la cual engrasaba los cubos de las ruedas con unción casi religiosa cada diez leguas—, para que le durasen y para que no le chillaran durante la travesía, distrayéndole de sus devociones por la virgen; a quien rezaba largas letanías, aprendidas en la infancia de catecismo y cintarazos paternos.
A los trancos y a los tumbos, la cansina carreta iba y venía llevando y trayendo mercancía, mientras Abundio Portijú engordaba su alcancía con lo que sobraba de los gastos de manutención de su casa, familia y animales de tiro. Tal vez en poco tiempo más, pudiera realizar su sueño de homenajear a la Virgen en su propia casa. Por esos días, la iglesia de Ca'acupé era aún una sencilla estructura de rojo ladrillo mal revocado de barro blanco (caolín) y cal y colonial estilo; sin las pretensiones monumentalistas del megaproyecto de basílica eternamente inconcluso desde 1908 a la fecha, que propiciara pantagruélicas tragadas de los fondos, que miles y miles de devotos oblaban cada año a su santa patrona con ingenua credulidad, mientras el clero engordaba a cuatro carrillos en olor de hartazgo que no de santidad.
Abundio rezaba un padrenuestro por quilómetro y un rosario por legua para obtener la protección de la Virgen contra accidentes, asaltantes, enfermedad de sus animales, y otros males que suelen acechar a quienes desafían los azares del camino.
Parecía que la Virgen lo protegía, porque, aparte de algunos chubascos y tormentas, nunca tuvo problemas con sus animales ni recordara que su carreta haya roto ejes o volcado en alguna cuneta. Nunca registró faltantes en peso ni cantidad de sus mercancías de compra y venta. Tampoco sus vecinos vieron mermas en sus transacciones, ni recibieron productos defectuosos o vencidos por parte de Abundio, quien siempre cumplía a carta cabal sus tratos. Era éste digno devoto y merecía llegar a los pies de la Virgen (es un decir, ya que la santa imagen carece de ellos y lo disimulan con un ortopédico miriñaque, un vestido rococó en azul y oro y prótesis capilar). La religiosidad de Abundio Portijú casi rayaba en lo pagano, pero de su sinceridad no cabían dudas. Era capaz de irse caminando de rodillas, si la santa imagen llenase sus expectativas en lo concerniente a sus negocios; es decir: colmándolo de bienes materiales y permitiéndole tener un camioncito diésel para poder jubilar a sus fieles bueyes y a su ya anciana carreta.
Es que Abundio de tanto recorrer por tres departamentos, —a velocidad de cortejo fúnebre, y una capacidad limitada de carga—, pensaba que mejoraría su situación, si lograba acortar el tiempo de sus travesías comerciales y ello redundaría en beneficio de sus negocios. ¡Amén!
Y si la Virgen lo quería él, Abundio Portijú llegaría a ser un magnate del comercio de macate y compraventa. Nunca se le ocurrió encomendarse al Señor Jesucristo ni al propio Jehová o como se llamase el Más Alto, ni a los innúmeros santos del panteón católico romano. Sólo la Virgen ocupaba todos sus espacios devocionales y sus oquedades cerebrales; sus sueños de grandeza y sus delirios de posesiones materiales y goces espirituales. Aunque nunca supo bien qué significaba la palabra espíritu, o la diferencia entre éste y alma; pero sentía que esos pensamientos y reflexiones eran para los librepensadores y herejes. No para los creyentes de fe sólida como la roca de Pedro. Tampoco leyó nunca la santa biblia, porque el señor cura decía que eso sólo lo hacían los protestantes y que la lengua sagrada era el latín que sólo los ungidos sacerdotes consagrados podían leer y entender.
Eso sí, estaba algo cansado de bregar día y noche por esos caminos, a veces intransitables, y regatear con compradores de su mercancía y con los vendedores que lo abastecían para el regreso a su valle. Abundio, pensaba que tripulando una terrenave motorizada, sería más respetado que sentado en el tablón de una carreta de tracción a sangre. Claro que en tal tesitura tendría más limitaciones y si lloviese se le cerrarían las rutas; a veces por días enteros, e incluso semanas. Pero los riesgos son para ser vencidos. Los desafíos son parte de los negocios; y los negocios son parte de la vida y la lucha por ella, que sólo cesa al entregar el alma a... digamos que a Dios, aunque Abundio preferiría seguramente descansar eternamente en los brazos de la Virgen ¡vaya uno a saber!
La concubina de Abundio, doña Liduvina, estaba harta de la fijación de su hombre con la Virgen pero se lo guardaba para su coleto, cuidándose de exteriorizar su disgusto, el cual podría interpretarse como herejía o algo peor. Es que Abundio era tan devoto, que salvo para engendrar un hijo cada año y medio, dormía de costado y orando letanías para no caer en la tentación de la carne, como llamaba el señor cura a ese vicio del pecado original llamado "amor".
Para ese entonces, doña Liduvina había parido su duodécimo vástago que aún mamaba y su prole parecía un muestrario de fábrica de escaleras, a los cuales más traviesos y movedizos. Tampoco las largas ausencias del jefe de familia hubieran contribuido a mejorar la conducta hiperactiva de su docena de criaturas semisalvajes, a las que, ni la escuela podría domesticar. Abundio no se preocupaba por esos detalles y los encomendaba, como de costumbre a la Virgen, a fin de que hiciese de todos ellos buenos cristianos y devotos de la santa imagen milagrosa.
Doña Liduvina, harta de las infidelidades de su hombre que dormía con la Virgen en los labios y pensamientos, decidió a partir del décimo año de concubinato, saciar sus caliginosos impulsos febriles del bajo vientre, con quien la supiese apreciar como mujer, antes que como máquina de parir carne viva en este valle de lágrimas. En una de las prolongadas ausencias de su hombre, conoció a un jovencito imberbe en el mercado público del pueblo de Horqueta y, tras engatusarlo debidamente y al darse cuenta de su virginidad, lo invitó a que la visitase ciertas noches, con el consabido sigilo.
El jovenzuelo no tardó en probar las mieles del amor y se engolosinó en demasía, al punto de convertirse en un asiduo visitante de la casi viuda Liduvina, pues aunque madura y algo entrada en carnes, aún prometía. Por otra parte la Liduvina tenía, además de apetitos atrasados, una fantasía inagotable y un repertorio variado de posiciones amatorias; con lo que el semipúber quedó prendido como garrapata a los deseos de la ardiente matrona.
Abundio Portijú, en tanto, seguía con sus devociones, sus letanías y sus sueños de futuro empresario de transporte y propietario de una abarrotería de ramos generales (los supermercados eran aún desconocidos por entonces), a lo que los brasileros de la zona denominaban secos e molhados (secos y mojados). Su fidelidad a la Virgen santísima le impidió darse cuenta de que no todos sus hijos se le parecían a él o a Liduvina; y que tres de ellos eran flagrante y alevosamente rubios, de ojos verde gatuno y rulitos eléctricos, como el Protasio Montes, que así se llamaba el devoto de Liduvina; que ya no era virgen precisamente, pero no desmerecía dicha devoción, digna de María Magdalena.
Liduvina sonreía para sus adentros, mientras compartía pasivamente el lecho con su hombre, don Abundio, y oía sus quedas letanías a la Virgen y avemarías interminables que precedían a sus ronquidos. Imaginábase en tanto poseída por el fogoso y pelirrubio Protasio Montes, el cual estaba aprendiendo las artes del amor a pasos acelerados. Al principio, éste la amaba a los saltitos, como gorrión en celo, pero a los pocos, se convirtió en un amante profesional que la saciaba a plenitud y dormía abrazado a ella hasta oírse el primer canto del gallo, tras lo cual debía escabullirse tal como vino. Protasio sabía de memoria la rutina del jefe de familia y que cuando la carreta y los bueyes estuviesen en el patio, debía pasar de largo, cual furtivo pombero y sin despertar las sospechas de los vecinos ni del dueño de casa.
Pero el plazo del cumplimiento de la promesa sagrada, íbase acortando como vencimiento de pagaré. Los esfuerzos de don Abundio fructificaron y gracias a la intercesión de la Virgen pudo reunir para la primera entrega de su soñado camioncito de tres toneladas, de marca brasilera medio desconocida, pero con motor diésel y traseras duales. Tendría que gastar un extra en su carrocería, pero valdría la pena el esfuerzo. De todos modos, debería aprender a manejarlo y desarrollar el motor antes de empezar a trabajar con él. Mientras, seguiría con la carreta. De pronto, recordó que había prometido ir de carreta hasta Ca'acupé y ello le llevaría veinte días entre ida y vuelta, suponiendo que las rutas no estuviesen clausuradas en tanto. Pero la devoción de Abundio no podía permitirse una reculada ante las dificultades. Por esos días, el hijo mayor de Abundio cumplió los diecisiete años y debió ir al cuartel donde aprendería a manejar haciendo de ordenanza de un coronel. También aprendería forzado a leer y escribir, ya que en su infancia detestó ir a la escuela pese a los cintarazos maternos y a las prédicas de su permisivo y piadoso padre. Don Abundio, tras dejar todo en orden en su casa, partió con su cansina y traqueteante carreta un fin de noviembre hacia la villa cordillerana, como para estar el ocho de diciembre ante la Virgen.
Llevó abundante provisión de longanizas, mandioca y chipá para el viaje. También yerba y equipo de mate y tereré para saciar la sed del camino y un rosario para abrevar su ansiedad devocional. Apenas hubo partido el hombre y caído el sol a su lecho del horizonte, cuando el semental Protasio Montes llegó con ansias mal contenidas y fiebre atrasada de post adolescente. Para no armar batifondo en el precario rancho con su criaturada semidormida, fueron a revolcarse cerca de la chacra, entre maíces y porotos, gemidos y jadeos hasta el amanecer. Cuando las criaturas se levantaban para ir a la escuela, Liduvina lucía ojeras como antifaz y se veía agotada —como los bueyes de don Abundio al regreso de un viaje—; pero feliz y suelta, como bailando en una pata. Fingióse indispuesta para poder reposar y reponer el sueño atrasado, mientras que el Protasio se quedó dormido bajo un tarumá al borde del camino y faltó a su trabajo en el mercado del pueblo.
Abundio a esas horas estaba a varias leguas de distancia y mascullando avemarías y padrenuestros a su santa patrona. No había dormido en casi toda la noche a causa de no querer detenerse y tuvo que soportar los barquinazos de la carreta, por esos caminos surcados de huellas profundas de camiones y alzaprimas cargados de preciada madera que iba a parar a los aserraderos linderos con el Brasil.
Sabía que tenía tiempo de sobra para llegar sobre la fecha sagrada, pero la prisa y la ansiedad carcomían su ser. Repasó mentalmente las ofrendas que llevaba para su santa patrona: un anillito de oro fino, una pieza de la mejor seda celeste que le vendiera el turco Mustafá, dos docenas de velas perfumadas y un paquete de incienso bendecido. Pensó de pronto que tal vez se apresurase en cumplir su promesa sin esperar que el camioncito rindiera sus dividendos y beneficios, pero una promesa es una promesa. Tal vez, más tarde pudiese hacer otra peregrinación al santuario nacional. Esta vez, al volante de su carreta diésel y en menor tiempo. Tantos pensamientos rumiaba don Abundio sobre sus devociones, que no cabían en su mente pensamientos pecaminosos y ni sospechaba el revolcón que se estaba dando en esos momentos la Liduvina con su sombrero ca'á (amante clandestino) y, tal vez, padre de varios de sus hijos.
En efecto. Aprovechando la peregrinación de su concubino, el cual le prometió legalizar y bendecir la unión tras su viaje a Ca'acupé, la cuarentona y querendona Liduvina estaba saciándose a más no poder de tanta abstinencia anterior. Tal vez no supiera qué era el Kama-Sutra o el Ananga-Ranga, pero en materia de amores, se las sabía todas, de puro cachonda nomás y su imaginación no tenía límites. Ni el mismísimo marqués de Sade podría contra ella y sus fiebres ventrales. Hasta su joven semental estaba agotándose de tanto reviente y trasnoche lujurioso. Su patrón ya estaba a punto de echarlo del puestito del mercado de Horqueta y los hijos de Liduvina estaban desconfiando algo, acerca de las frecuentes indisposiciones y jaquecas diurnas de la mamá. Muy seguidas éstas, últimamente, desde que la solía visitar el rubio ése, tan parecido con dos hermanas y un hermano menorcito.
El mayor, aún seguía en el cuartel y los otros, a la buena de Dios, entre la escuela, los cintarazos maternales y la canchita de fútbol o la victrola del bolichero de la compañía. Las nenas casi no jugaban a las muñecas y comenzaban a suspirar con las radionovelas brasileras de cangaceiros y damitas. Las hormonas comenzaban a hervir en las mayorcitas y, gracias a Dios que hubiese pocos varones en las cercanías, que de no, la hubiesen pillado in fraganti con su romeo rubio en un revolcón bajo algún yvápõvõ, mientras sus hijas trataban de imitarla en sus escarceos románticos.
Doña Liduvina por otra parte era muy piadosa e iba cada dos domingos a misa con sus hijos e hijas. Tal vez para disimular sus carnales preocupaciones y sus largas e insomnes noches de lujuriosos aquelarres de bacante dionisíaca.
Tras varios días de lenta travesía por caminos entre fangosos y polvorientos, don Abundio íbase aproximando a su sacro objetivo. Contaba con los dedos los días y horas que faltaban para llegar a la villa cordillerana. En el último tramo entre San José de los Arroyos y Barrero Grande, venía costeando la ruta por la banquina derecha porque el asfalto todavía era un mito inalcanzable. La segunda reconstrucción se veía venir pero faltaban concretar préstamos brasileros para asfaltar hasta un lugar llamado puerto Franco, hacia la frontera paranaense. Los rapai pagarían el puente para meternos de contrabando cuanta basura industrial saliese de los talleres fabriles Made in Brazil. Juscelino Kubitschek alias Jotaká, tenía planes estratégicos de hegemonía a causa de la presión de los sem-terra del nordeste y...tudo bem. Pero entonces, apenas existían tramos enripiados para transporte liviano.
Pero saliendo de estas digresiones de lugar, diremos que Abundio Portijú se aproximaba, despacio pero seguro a la Meca de sus anhelos, con jaculatorias, padrenuestros, avemarías y pésames en boca. El júbilo lo embargaba nimbando su faz con un halo místico que sólo poseen los bienaventurados y los idiotas. Las posibilidades de ser bendecido con algunas oportunidades de buenos negocios lo ponía en una suerte de nirvana conceptual.
La santísima Virgen lo aguardaba y quizá apreciaría y valoraría su entrega y sus sacrificios. En su azarosa odisea sorteó dos balsas, tres chubascos y dos tumbos de su carreta. Gracias a la Virgen estaba vivo, sano y listo para confesar y comulgar. Lo que ignoraba el buenazo de don Abundio, era que mientras él hacia las penitencias y expiaciones, su compañera se encargaba de cargar la balanza en el otro extremo. Y esta vez, las pesas eran justas y no estaban amañadas. El expiaba y ella pecaba. Mientras Abundio contemplaba las Tres Marías en el oscuro pero brillante cenit, tras sobrepasar Barrero Grande, allá en Horqueta Liduvina Ñanduvái iba poniendo fuera de combate a su jovenzuelo que, por haber quedado cesante a causa de lo que suponemos, vivía en un ranchito en el monte cercano y lo mantenía la Liduvina, cada vez más querendona y cachonda, y cada vez más imprudente en disimular su tórrida pasión.
Don Abundio se aproximaba al costado del imponente cerro Cristo Rey, sin perder el paso y con sus bueyes en carne viva, picana mediante. ¡Ya estaba llegando a prosternarse ante el manto de la Virgen! No sabría a quién darle el anillito de oro para su dama sacra; las velas, las repartiría en los alrededores de la iglesia y la seda celeste al señor párroco. Si pudiese acercarse hasta la santa, le pondría el anillo en su dedo mismo. Donde le calzase nomás ¿O se lo dejaría al párroco? ¡Vaya dilema el suyo!
Tras cruento combate amatorio, Liduvina acabó con las últimas energías de su padrillo, pero fue pillada por una de sus hijas que salió intempestivamente a orinar en el patio. Liduvina se hizo la desentendida y con un gesto le impuso silencio, enviándola de regreso a la cama. Luego, continuó desahogándose con el exhausto Protasio Montes, porque la niña lo confundió con uno de sus hermanos entre el mediosueño; tan parecidos eran. Tras esto, la Liduvina resolvió que era hora de tomar precauciones. Le sugirió al Protasio que regresase con su madre y que "ya se encontrarían por ahí".
Abundio estaba extasiado ante la bella imagen, como insecto ante una lámpara o sapito ante una serpiente. Sus velas estaban ardiendo alrededor de la pequeña iglesia y el anillito con la seda celeste, obraban en custodio del señor párroco. Su misión estaba cumplida, pero por si acaso, entonó dos misereres más, ocho letanías dos credos y nueve avemarías, rosario en mano, antes de regresar a su valle. Y no olvidó el mantra en latín que aprendiera de monaguillo.
—¿Dormiste anoche con Pilincho, mamá? —pregunto con candor Purina la de diez años. —¿Y a vos qué te importa? Vos no viste nada y estabas caminando en sueños— respondió Liduvina haciéndose la yo-no-fui. Protasio llegó a lo de su madre todo demacrado y masacrado por borracheras de amor, pero no comentó nada.
Abundio regresaba a Horqueta. Pocas leguas le faltaban, pero se hallaba medio tristón a pesar de haber cumplido su promesa. Como si hubiese olvidado algo; con una sensación de haber robado caramelos de su hermano menor. Recordó a sus hijos y su santa mujer que los crió o los malcrió aunque sin mala intención. Repasó mentalmente los rostros de sus doce hijos y de pronto se sorprendió al recordar lo parecidos que eran tres de ellos con el Protasio, el puestero del mercado de Horqueta. ¿Tendría él, algún parentesco desconocido con el Protasio? ¿O su mujer quizá? De pronto, se sintió solo como dedo índice apuntador o cocotero en el campo. Tanto tiempo matándose para tener más y dar de comer a los suyos, sin apenas verles más que cada quince días o cada mes. Tanto tiempo amando a su concubina, lo justo para hacerle engendrar un hijo más... y nada más. Esta vez, no pensaba en la Virgen. Pensaba en sí mismo y lo lejos que estaba de los suyos. Y a medida que se acercaba a su valle, se sentía más lejos. Su tristeza se acentuó paso a paso de sus cansinos animales y su traqueteante carreta. De pronto cayó en cuenta de que algunas dudas lo estaban acosando y poniendo en estado de sitio el ánimo.
Su otrora inquebrantable fe, temblaba como trozo de azogue de termómetro quebrado y se resquebrajaba como la roja tierra herida por el sol. ¿Sería castigado por eso? ¿O perdería el miedo al castigo? ¿Qué es el pecado? ¿Es original?
En esto estaba cuando desvió hacia Concepción desde San Pedro. Poco faltaba para llegar a donde nunca había estado o si hubiese estado, nadie lo notó nunca: en su hogar.
Todavía debería trabajar duro en su carreta hasta aprender a manejar y haber desarrollado el camioncito, gastando gasoil sin provecho alguno. Y encima debería pagar extra por la carrocería de su vehículo, que venía con el chasis desnudo. Y poco podría esperar de sus hijos. El mayor, en servicio militar. Los otros, apenas sabiendo leer mal que mal, de pésimos alumnos que eran; y él, dominado por las ansias de endeudarse para tener más, y ganar más para tener más. ¿Para tener qué? Porque, aparte de su fe, nada más que la carreta y bueyes tenía. Sus hijos, eran más de su mujer que suyos; y su mujer, aún sin él saberlo, era más ajena que suya, aunque lo intuía poco a poco. Especialmente porque desde hacía siete años, la Liduvina no le reprochaba nada ni le recordaba sus deberes de varón, restringidos a procrear y nada más.
Tornó a encomendarse a la Virgen, pero esta vez, le pareció sentirla tan lejana como ausente. Y tan ajena como su mujer. Trató de pensar en otra cosa, pero vio nuevamente a sus doce hijos, tan diferentes entre sí aunque todos sin excepción ajenos a él, como mercadería hipotecada.
¿Aceptaría su concubina ser nuevamente amada con ese ardor pecaminoso que tanto lo atemorizara antes? ¿Se entregaría ella ahora, para recibir cuanto él le negara durante más de una década y media? ¿Se conformaría con su carreta y su chacra y dejaría de deslomarse por un camión que ni siquiera sabría manejar? ¿Estaría arrepentido de no haber pecado bien a tiempo, complaciendo a su mujer en lugar de llenarse la cabeza de oraciones a una imagen de madera, tela y cabellos prestados? No lo sabría con certeza, pero aún estaba a tiempo de volver a empezar. Las frustraciones de no haber sido feliz cuando pudo serlo, lo asustaban pero no lo atemorizaban. Nunca es tarde para reiniciar; ni para redescubrirse. De pronto, Abundio Portijú cayó en la cuenta de que, gracias a su visita al santuario, pudo zafarse de una obsesión enfermiza y alienante. Dio mentalmente gracias a la Virgen, por última vez; por haberlo sacarlo de pronto de su marasmo y hacerle recuperar la razón, apartándolo de su fanática estolidez de años. Algo es algo.
El buenazo de Abundio Portijú se persignó y santiguó por última vez en su vida.
A sus cincuenta y pico de años, comenzaría de una buena vez a vivir... por primera vez en su vida.
Un santo varón.
¡Vea usté, doña Ponciana, lo que son las cosas! —exclamó doña Catalina Caburé, la chismosa del pueblo, durante el velatorio del padre Simeón en la casa parroquial del pueblo de Toro Mocho—. ¡Tan santo que se le ve, ahorita en el cajón, con su escapulario, casulla y rosario en mano, como cuando solía pasear en oración andante, por los corredores de nuestra iglesia! ¡Si hasta parece que está nomás dormidito, y soñando con ángeles! Ojalá que esté a la diestra de Dios Padre, que bien lo merece! ¡Hasta el inseparable “Vademécum” lo acompaña junto a Dios!
Doña Ponciana nada respondió a la correveidile del pueblo. Apenas soltó un par de lagrimones, que se apresuró a secar con un pañuelo bordado, mientras sonreía con disimulo ante el incesante desfile de fieles de ambos sexos. Es que ella bien sabía del padre Simeón Cañete, durante casi veintiocho años el párroco del pueblo, hasta su reciente óbito por excesos en su celo pastoral.
—¡Y qué excesos! —pensó la anciana, guardando su pañuelo. No pudo evitar derramar dos lágrimas rebeldes más y mirar hacia otro lado, mientras las demás mujeres del pueblo y más allá, hacían lo posible para espantar moscas con sus pantallas y rociar, de tanto en tanto, el piso de ladrillos del salón para mitigar la insidiosa canícula decembrina.
Doña Ponciana, una dama solterona de edad más que madura (Nunca quiso contar sus años, pero suponían en el pueblo que eran sesenta y seis, aproximadamente), hubo servido de mayordoma y secretaria en la casa parroquial, desde que llegara el padre Simeón a hacerse cargo de la feligresía y nada le era extraño entre tantas extrañezas que debió callar. Primero por temor al castigo divino, con que cada tanto la amenazaba el padre, para mantener su discreción, cautiva cual secreto de confesión. Luego, por hacerse partícipe del cachondeo general.
Entonces, estaba por cumplir los treinta y ocho, casi a punto de vestir santos. Su madre había fallecido recientemente y ella, la última de sus hijas, era la encargada de cuidarla hasta su muerte. Al quedarse sola, optó por ofrecerse a trabajar en la iglesia y la casa parroquial. Ahora, tras tantos años de servicio y muerto su protector, se sentía más sola que nunca, pero no tenía nada de qué arrepentirse, sino todo lo contrario.
¡Justo se le ocurriría finar al padre Simeón, de un ataque cardíaco, en plena Nochebuena, con cuarenta grados a la sombra y, encima, enlutando al pueblo en plenas fiestas de fin de año! ¡Tantos planes que habían hecho juntos para pasarla bien en estas fiestas!
Los jarrones de flores eran constantemente salpicados con agua bendita para que no se marchitara su contenido, mientras los curiosos iban y venían comentando las virtudes del hombre de Dios —siempre en voz baja para no tentar al diablo, mientras la caña y el café corrían de mano en mano y de boca en boca—, quizá para acallar maledicencias de última hora y de las que nunca faltan en pueblos chicos e infiernos grandes.
Los tradicionales pesebres habían sido cancelados, a causa del duelo pueblerino, y las olorosas frutas con las flores de coco, quedaron como centros de mesa en los hogares enlutados por la desaparición de su párroco y benefactor del pueblo en sus horas libres.
Al menos logró terminar la inconclusa iglesia y dotarla de campanario. Consiguió además, de parte de la intendencia municipal, el empedrado frente a la casa parroquial y otras mejoras edilicias por el estilo. También inició las obras de una escuelita para párvulos donde niños y niñas aprendieron las primeras letras y el catecismo, amén de prepararse para la vida, según decía él entre risotadas alegres, tal vez recordando las iniciaciones a que sometía, placenteramente, a sus educandos.
Doña Ponciana, entre el bochorno veraniego y las moscas que trabajosamente espantaba con su pantalla de pirí, recordaba en esos momentos tantas cosas que le pesaban en la conciencia, como si portara una cruz cuesta arriba en la ladera empinada de algún Gólgota olvidado de su pasado.
Desde su llegada al pueblo, el padre Simeón pareció dividirse en dos. Para atender a la feligresía regular y la escuelita parroquial, durante el día… y ejercer sus secretos ritos seráficos al caer la noche. Era, entonces, un apuesto y robusto joven, lleno de vida, salud… y vigor varonil. De entrada nomás, en su primera misa de estreno, invitó a las jovenzuelas del lugar a integrar la legión mariana, dizque a fin de tenerlas ocupadas en cosas del espíritu, en esa edad crítica y conflictiva, en que la carne pedía a gritos lo suyo, con el beneplácito de Satanás, según sus inspiradas palabras inaugurales.
Salomé e Ignacia, dos conocidas adolescentes, pizpiretas y enamoradizas, fueron las primeras en enrolarse para servir a María. Al ver las expresiones de dicha y beatitud celestial, que ambas adquirieron, al poco tiempo de tratar con el padre Simeón, las demás aún dubitativas del rebaño, no dudaron en acercarse a la casa de Dios a oblar sus partes, para no ser menos, que la beatitud exige su cuota de sacrificios personales.
Doña Ponciana —acostumbrada a levantarse con los guiños del lucero y acostarse a poco más allá del crepúsculo—, no pudo notar nada extraño por entonces. Mas sí le llamó la atención, la asiduidad de las legionarias laicas de María en los aposentos privados del párroco. Especialmente en horas non sanctas y días de guardar, como si tuvieran urgencia por reservar pasajes al cielo.
Obviamente, nadie objetó nunca el cariño de las jóvenes hacia el apuesto hombre del Señor, pues nunca trascendieron sus sigilosos aquelarres hacia al exterior, ni la mayordoma dijo esta boca es mía al respecto durante todo el tiempo; y resuelta estaba a llevarse sus secretos a la tumba, aunque la voz queda y silenciosa de las conciencias de muchos pueblerinos de Toro Mocho, gritarían secretos inconfesables e inenarrables.
Por supuesto que también los varones adolescentes tuvieron su oportunidad de contactos divinos muy cercanos del Tercer Tipo —como se dice ahora, aunque bien terrestres—; fuese como monaguillos, integrantes del coro litúrgico, o en calidad de ayudantes íntimos del padre Simeón, que en gracia sea.
La cosecha de aspirantes a la beatitud celestial, fue fructífera durante el primer año del padre Simeón en Toro Mocho. Tanto que, comenzaron a afluir jóvenes de ambos sexos de un pueblo vecino y compañías limítrofes, en busca de gozosa santidad, tal cual las enseñanzas nada penitenciales del párroco. El carisma del padre Simeón, a medida que trascendía los límites parroquiales, iba dando frutos en la comarca; algunos no deseados, o imprevistos, valga la expresión.
Tres mozuelas recibieron, ese primer año, al Espíritu Santo en sus núbiles vientres primerizos, negándose todas ellas a citar al semental que las había llenado de Gracia, como el Ave María. Más de una recibió, en sus espaldas y posaderas, cuero trenzado a discreción de parte de sus intolerantes padres, para que delataran al desconocido invasor de sus íntimas primicias; pero todas se limitaban a llorar a los gritos y a morderse la lengua para no cantar sus sacros secretos culpando a una anónima paloma del hecho.
Recién a partir del tercer año de ejercer el sacerdocio el padre Simeón, pudo la buena de doña Ponciana percatarse de cuanto estaba ocurriendo allí, en la casa parroquial, durante sus horas de reposo. Para entonces, la demografía del pueblo y sus alrededores íbase incrementando, merced a algún desconocido espíritu germinal o ángel procreador, y los bautizos de inocentes se iban dando en la misma proporción.
—¡Hijos míos! —clamaba desde el púlpito el buen sacerdote, en sus años juveniles y briosos—. ¡Este pueblo está bendecido por Dios y su hijo unigénito, Jesucristo, seguramente por la Gracia de María santísima y la virtud de sus hijos devotos, que están aquí reunidos en esta santa misa! ¡Recordad que, sólo el amor os hará libres! Sí. Es cierto que en la epístola de San Pablo dice: “la verdad os hará libres”, pero el Amor es la verdad. La única verdad que libera el espíritu. ¡Pubis pro nobis, et æde totus féminam mea méntula, per sæcula sæculórum, amén!
Las señoritas no podían evitar lágrimas de emoción al escuchar al padre Simeón, sus ardientes homilías y latinajos. Sus palabras tenían la virtud de despertar íntimas sensaciones placenteras y estimular las vocaciones de servicio de la comunidad, bajo la guía del pastor. La alcancía engordaba a ojos vistas y el cepillo no se daba tregua en los ofertorios. Por supuesto que por entonces la lengua sagrada de la liturgia mistérica era el latín, que sólo el padre y Dios mismo podían comprender; lo que le ahorraba preguntas embarazosas de su grey y, especialmente, de sus jóvenes legionarias de María; algunas obligadas a dar respuestas embarazosas también, aunque bien lo callaban.
La pequeña iglesia pudo ascender de modesta capilla a templo y tener su campanario de torre, como las mejores de la capital departamental, gracias a la generosa colaboración de los fieles y la actividad recaudatoria de las jóvenes durante las fiestas patronales y otras al uso tradicional. Pero algunas lenguas maledicentes, que nunca faltan en las aldeas, comenzaban a murmurar acerca del extraordinario parecido de muchos niños pequeños, con las facciones del padre Simeón.
Mas éste poco caso hizo de tales infundios y daba sus bendiciones a todos por igual, pues, según decía, Jesús vino al mundo para perdonar y redimir a justos y pecadores, y era de buenos cristianos perdonar las ofensas y las maledicencias.
Así, de esa manera, pudo mantener momentáneamente invicto su honor de hombre santo. De todos modos, doña Ponciana decidió robarle horas a sus ajetreadas jornadas, para pispar lo que ocurría entre la sacristía y ciertas dependencias privadas de la curia.
Una noche, como a eso de las nueve y poco, la mayordoma se dirigió hacia donde oyera voces y risas. Alegres y chispeantes voces juveniles, dicho sea de paso. Con la mayor discreción se coló por una de las puertas de la sacristía, cerca del altar mayor y observó por una mirilla. Vio al padre y dos colegialas de entre quince a diecisiete, en animada plática acerca de perdones, pecados, penitencias y gracias divinas. Las hábiles manos del padre Simeón se hallaban ocupadas sobando las prietas carnes de ambas y prodigándoles caricias cariñosas. Demasiado cariñosas, pensó doña Ponciana, haciendo un esfuerzo para no gritar ahí mismito; pero no por escandalizada, sino de sus fiebres ventrales largamente contenidas y nunca aliviadas.
Las niñatas, ni cortas ni perezosas, devolvían caricia por caricia al buen párroco, entre risas apagadas y jadeos cachondos en los que la concupiscencia no se hallaba ausente. Una de ellas, hasta llevó descaradamente las manos del padre hacia sus pudendas, mientras la otra se encargaba de besar golosamente las partes del varón de Dios, semiocultas bajo la sotana, hasta que el terceto quedó exhausto de gracia y tal vez de placer, acompañando el padre a las estudiantes hasta la puerta principal, pero no más allá.
Apenas unas candelas estaban encendidas en la sacristía (aún no había energía eléctrica en el pueblo) y la semipenumbra dominaba el ambiente; pero doña Ponciana pudo captar lo oído e imaginar lo no visto… y también fue presa, ella, de un deseo hasta entonces desconocido u olvidado. ¿Cómo pudo pasar por alto, durante tanto tiempo, esas sensaciones placenteras y presuntamente prohibidas que no sabría definir?
Cuando el padre llegó a sus aposentos, la señorita Ponciana lo estaba esperando, de pie ante la puerta, entre temblores y suspiros.
—¿Qué hace usted aquí, señorita Ponciana? —preguntó sorprendido el párroco, que la hacía en brazos de Morfeo a esas horas—. ¿Necesita algo, por si acaso?
—Sí, padre —dijo, calma pero con firmeza—. Quiero eso. Lo necesito, yo también, que soy buena cristiana pero mala vestidora de santos. ¡Y le juro que voy a mantener la boca cerrada, aunque me queme en los infiernos! ¿Por qué no seré yo también digna de la gracia? ¿O hasta mi ángel de la guarda me ha abandonado?
El padre Simeón se sorprendió, pero mantuvo el aplomo. En realidad ya estaba agotado de tanto magreo y palique con sus discípulas de catecismo, pero decidió hacer un sacrificio en pro de la paz, al darse cuenta de que la madura pero aún merecible mayordoma, había descubierto su secreto. El párroco conocía una sola manera, placentera y relajada, de hacerla callar.
—Adelante —respondió lacónicamente el cura, señalando al interior de su austero cuarto, apenas entreabierto e iluminado con un rústico farolillo a kerosén.
Esa noche, la señorita Ponciana descubrió prohibidos deleites que nunca se hubo atrevido a recibir de varón alguno, a causa de ser la solterona de la familia y destinada a cuidar de su anciana madre, hasta que, cuando ésta falleció, ya había sobrepasado la edad reglamentaria de merecer aunque nunca perdiera las esperanzas de hacerse mujer.
Pero, pese a ser aún invicta, doña Ponciana se comportó como una cerda en celo y no se conformaría con uno ni dos ni tres asaltos. Pero de todos modos, quedó satisfecha y a eso de las dos y media de la madrugada, tornó a su cuarto a reposar. No sin antes rezar dos padrenuestros, diez avemarías, un credo y dos contriciones expiatorias, por su primer pecado carnal casi al borde de los cuarenta. —Por semejante estado de gracia —pensó— hasta sería capaz de aprenderme de memoria todos los rezos en latín…
La vida prosiguió por el mismo rumbo para el padre Simeón, con la discreta complicidad de la mayordoma y el reparto de gracias plenas a sus ovejitas y, de tanto en tanto, algún corderito propiciatorio y virginal —que también los había en su rebaño—, era sacrificado por el oficiante[1]. Los días en que no tenía visitas, doña Ponciana asumía su rol de vestal y sacerdotisa de Venus, en el lecho del párroco, como prolegómeno a sus obligados reposos cotidianos.
Muchos misterios oficiaron ambos desde entonces, con viejos ritos eleusinos y dionisíacos perdidos en la noche de los tiempos, pero nunca olvidados. A veces, incluso doña Ponciana se allegaba por cuenta propia hasta donde el padre compartía con sus corderitas, tomando parte activa de la fiesta como si tal cosa, considerándose con derecho a ello por ser la mayordoma y secretaria. ¡Y vaya secretos los que cargaba encima!
A medida que pasaban los años, las jóvenes bacantes íbanse casando o amancebando, siendo reemplazadas por nuevas discípulas, cada vez más jóvenes. Mas al mismo tiempo, el padre Simeón y doña Ponciana eran presas del arrasador avance del tiempo, secundado por los lujuriosos excesos de ambos.
Las fuerzas del padre Simeón iban menguando en medio de orgías, donde el vino consagrado compartía espacios con otros elixires importados, cerveza y, hasta caña blanca de clandestinos alambiques de la región, según daba el presupuesto del momento.
Doña Ponciana notó que el otrora donjuanesco párroco, poco a poco iba echando ojo en demasía a los jóvenes monaguillos y compartiendo lecho indiscriminadamente, con chicas o varones, sin pudor ni recato, aunque todo quedaba entre cuatro paredes. Tan sólo el misterio de la Santísima Trinidad era un secreto mejor guardado; una suerte de menage á trois de la divinidad, entre las mudas paredes de los santos aposentos.
Pero ella, siempre dueña del terreno, sabía a qué atenerse. Se convirtió en celestina y suma sacerdotisa de las novicias, a quienes iniciaba en los secretos del amor, personalmente, antes de ofrecérselas al padre Simeón. Nunca supo cuántas hubieron pasado por sus manos y las del padre, ni cuántas variantes amorosas ajenas al Kama Sutra practicaron en la casa de Dios, y hasta perdió la cuenta de sus muchos logros eróticos. Pero ¿Quién les quitaría lo bailado? ¿Acaso Belcebú, o Lilith?
El padre Simeón estaba últimamente contrahecho, fatigado, arrugado y canoso, tras largos años de ejercer el curiato en Toro Mocho, con una calva incipiente que desbordaba los límites de la tonsura. Pero se resistía a rendirse; decidido como estaba, a apurar el cáliz hasta las últimas consecuencias, postergando lo de la célibe castidad para cuando ya su físico dijera ¡basta! por exceso de senilidad.
La señorita Ponciana no le iba en zaga en cuanto a promiscuidad y lascivia, aunque ésta lo sobrepasaba por casi veinte años y angurria atrasada de náufrago solitario. Mas su tardío aprendizaje lo llevó adelante con galanura y sin retaceos.
Para entonces, el buen padre Simeón dio en preferir a los jovenzuelos de su escuelita parroquial, en detrimento de las numerosas aspirantes de su bien nutrido rebaño, quienes debieron resignarse al cambio, buscando otros medios de aplacar el fuego que incineraba sus entrañas en los brazos de Ponciana, alterando el género y los apetitos.
Doña Ponciana, siguió como fiel mayordoma, compartiendo todos los secretos de los rituales clandestinos, aunque ya su edad no le permitiría demasiadas licencias. De todos modos, siempre había algo por hacer; desde ayudar a los novatos a encender sus candelas, hasta hacer friegas y linimentos al esclerosado físico del párroco, para ayudarlo a soportar sus cada vez más agotadores excesos.
Al cumplir cincuenta y seis años de edad y casi veintiocho de sacerdocio parroquial, el padre Simeón sufrió imprevistamente el síncope que lo llevó a mejor vida, ante la desesperada impotencia de doña Ponciana. El pueblo de Toro Mocho quedó consternado ante el inesperado desenlace de una vida aparentemente ejemplar del santo varón, prodigándole los mejores funerales de los últimos tiempos.
Y ahora, doña Ponciana, meciendo su pantalla de rústico pirí, contemplaba los despojos del padre Simeón Cañete, bien guarnecido de elementos litúrgicos, en su último reposo. Por los pasillos de la casa parroquial, cientos de mujeres que en su momento fueron parte indivisa del rebaño del padre, comentaban en voz baja acerca de las gracias que pudieron recibir, merced a los buenos oficios y carisma del sacerdote… y a la bondadosa doña Ponciana.
También, muchos hombres de la grey pueblerina se hallaban presentes, gravemente sentados en los pasillos, quizá recordando lo suyo, aunque no se atreviesen a comentarlo, prefiriendo el silencio uncial por si acaso. Además ¿Quién sería capaz de hablar mal de un muerto sin ser salpicado por sus propias palabras? ¿Quién arrojaría piedras a tejados ajenos, teniendo techo de vidrio? Muchos habían tenido contactos cercanos con el párroco, pero ciertas cosas aún eran mal vistas y peor oídas por la sociedad aldeana del país.
Hacia el fondo del salón, los rezos fúnebres de padrenuestros y avemarías, se sucedían insistentemente como un murmullo de aletear de moscardones en enjambre. Las plañideras del pueblo no paraban de ofrendar su llanto lastimero y letanías en honor y sufragio del difunto; mas era evidente que Venus había desplazado a cierta virgen del santoral del padre Simeón, por los siglos de los siglos.
En cuanto a las mujeres presentes, quienes durante todo ese tiempo militaron entre las Hijas de María, sólo aspiraban a la cristiana resignación por la muy sensible pérdida. Pero tampoco se resignarían a que se les quitara lo bailado. Quien más, quien menos, tenía sus buenas horas de vuelo y suficientes motivos para callar respetuosamente. Pero no se podía negar que el santo varón hizo lo suyo para repoblar la región, al contemplar los rostros de tantos niños asistentes al oficio de difuntos.
Doña Ponciana, pensó en lo difícil que sería para ella, una vez finada, mantener las piernas juntas en el ataúd. Tan sólo pudo murmurar persignándose ante el yacente de cuerpo presente y alma ausente:
—Que el Diablo te bendiga… y que Dios te coja en su santa gloria. Requiescat in pace. Nihil obstat tuam Gloria in æternis, cum Sancti Excelsis Deo. Gratia Plénibus per tuam méntulam.
Amén.
[1] Sacerdote deriva del latín sácer, que equivale a sacrificador o degollador ritual. N del a
¡Vea usté, doña Ponciana, lo que son las cosas! —exclamó doña Catalina Caburé, la chismosa del pueblo, durante el velatorio del padre Simeón en la casa parroquial del pueblo de Toro Mocho—. ¡Tan santo que se le ve, ahorita en el cajón, con su escapulario, casulla y rosario en mano, como cuando solía pasear en oración andante, por los corredores de nuestra iglesia! ¡Si hasta parece que está nomás dormidito, y soñando con ángeles! Ojalá que esté a la diestra de Dios Padre, que bien lo merece! ¡Hasta el inseparable “Vademécum” lo acompaña junto a Dios!
Doña Ponciana nada respondió a la correveidile del pueblo. Apenas soltó un par de lagrimones, que se apresuró a secar con un pañuelo bordado, mientras sonreía con disimulo ante el incesante desfile de fieles de ambos sexos. Es que ella bien sabía del padre Simeón Cañete, durante casi veintiocho años el párroco del pueblo, hasta su reciente óbito por excesos en su celo pastoral.
—¡Y qué excesos! —pensó la anciana, guardando su pañuelo. No pudo evitar derramar dos lágrimas rebeldes más y mirar hacia otro lado, mientras las demás mujeres del pueblo y más allá, hacían lo posible para espantar moscas con sus pantallas y rociar, de tanto en tanto, el piso de ladrillos del salón para mitigar la insidiosa canícula decembrina.
Doña Ponciana, una dama solterona de edad más que madura (Nunca quiso contar sus años, pero suponían en el pueblo que eran sesenta y seis, aproximadamente), hubo servido de mayordoma y secretaria en la casa parroquial, desde que llegara el padre Simeón a hacerse cargo de la feligresía y nada le era extraño entre tantas extrañezas que debió callar. Primero por temor al castigo divino, con que cada tanto la amenazaba el padre, para mantener su discreción, cautiva cual secreto de confesión. Luego, por hacerse partícipe del cachondeo general.
Entonces, estaba por cumplir los treinta y ocho, casi a punto de vestir santos. Su madre había fallecido recientemente y ella, la última de sus hijas, era la encargada de cuidarla hasta su muerte. Al quedarse sola, optó por ofrecerse a trabajar en la iglesia y la casa parroquial. Ahora, tras tantos años de servicio y muerto su protector, se sentía más sola que nunca, pero no tenía nada de qué arrepentirse, sino todo lo contrario.
¡Justo se le ocurriría finar al padre Simeón, de un ataque cardíaco, en plena Nochebuena, con cuarenta grados a la sombra y, encima, enlutando al pueblo en plenas fiestas de fin de año! ¡Tantos planes que habían hecho juntos para pasarla bien en estas fiestas!
Los jarrones de flores eran constantemente salpicados con agua bendita para que no se marchitara su contenido, mientras los curiosos iban y venían comentando las virtudes del hombre de Dios —siempre en voz baja para no tentar al diablo, mientras la caña y el café corrían de mano en mano y de boca en boca—, quizá para acallar maledicencias de última hora y de las que nunca faltan en pueblos chicos e infiernos grandes.
Los tradicionales pesebres habían sido cancelados, a causa del duelo pueblerino, y las olorosas frutas con las flores de coco, quedaron como centros de mesa en los hogares enlutados por la desaparición de su párroco y benefactor del pueblo en sus horas libres.
Al menos logró terminar la inconclusa iglesia y dotarla de campanario. Consiguió además, de parte de la intendencia municipal, el empedrado frente a la casa parroquial y otras mejoras edilicias por el estilo. También inició las obras de una escuelita para párvulos donde niños y niñas aprendieron las primeras letras y el catecismo, amén de prepararse para la vida, según decía él entre risotadas alegres, tal vez recordando las iniciaciones a que sometía, placenteramente, a sus educandos.
Doña Ponciana, entre el bochorno veraniego y las moscas que trabajosamente espantaba con su pantalla de pirí, recordaba en esos momentos tantas cosas que le pesaban en la conciencia, como si portara una cruz cuesta arriba en la ladera empinada de algún Gólgota olvidado de su pasado.
Desde su llegada al pueblo, el padre Simeón pareció dividirse en dos. Para atender a la feligresía regular y la escuelita parroquial, durante el día… y ejercer sus secretos ritos seráficos al caer la noche. Era, entonces, un apuesto y robusto joven, lleno de vida, salud… y vigor varonil. De entrada nomás, en su primera misa de estreno, invitó a las jovenzuelas del lugar a integrar la legión mariana, dizque a fin de tenerlas ocupadas en cosas del espíritu, en esa edad crítica y conflictiva, en que la carne pedía a gritos lo suyo, con el beneplácito de Satanás, según sus inspiradas palabras inaugurales.
Salomé e Ignacia, dos conocidas adolescentes, pizpiretas y enamoradizas, fueron las primeras en enrolarse para servir a María. Al ver las expresiones de dicha y beatitud celestial, que ambas adquirieron, al poco tiempo de tratar con el padre Simeón, las demás aún dubitativas del rebaño, no dudaron en acercarse a la casa de Dios a oblar sus partes, para no ser menos, que la beatitud exige su cuota de sacrificios personales.
Doña Ponciana —acostumbrada a levantarse con los guiños del lucero y acostarse a poco más allá del crepúsculo—, no pudo notar nada extraño por entonces. Mas sí le llamó la atención, la asiduidad de las legionarias laicas de María en los aposentos privados del párroco. Especialmente en horas non sanctas y días de guardar, como si tuvieran urgencia por reservar pasajes al cielo.
Obviamente, nadie objetó nunca el cariño de las jóvenes hacia el apuesto hombre del Señor, pues nunca trascendieron sus sigilosos aquelarres hacia al exterior, ni la mayordoma dijo esta boca es mía al respecto durante todo el tiempo; y resuelta estaba a llevarse sus secretos a la tumba, aunque la voz queda y silenciosa de las conciencias de muchos pueblerinos de Toro Mocho, gritarían secretos inconfesables e inenarrables.
Por supuesto que también los varones adolescentes tuvieron su oportunidad de contactos divinos muy cercanos del Tercer Tipo —como se dice ahora, aunque bien terrestres—; fuese como monaguillos, integrantes del coro litúrgico, o en calidad de ayudantes íntimos del padre Simeón, que en gracia sea.
La cosecha de aspirantes a la beatitud celestial, fue fructífera durante el primer año del padre Simeón en Toro Mocho. Tanto que, comenzaron a afluir jóvenes de ambos sexos de un pueblo vecino y compañías limítrofes, en busca de gozosa santidad, tal cual las enseñanzas nada penitenciales del párroco. El carisma del padre Simeón, a medida que trascendía los límites parroquiales, iba dando frutos en la comarca; algunos no deseados, o imprevistos, valga la expresión.
Tres mozuelas recibieron, ese primer año, al Espíritu Santo en sus núbiles vientres primerizos, negándose todas ellas a citar al semental que las había llenado de Gracia, como el Ave María. Más de una recibió, en sus espaldas y posaderas, cuero trenzado a discreción de parte de sus intolerantes padres, para que delataran al desconocido invasor de sus íntimas primicias; pero todas se limitaban a llorar a los gritos y a morderse la lengua para no cantar sus sacros secretos culpando a una anónima paloma del hecho.
Recién a partir del tercer año de ejercer el sacerdocio el padre Simeón, pudo la buena de doña Ponciana percatarse de cuanto estaba ocurriendo allí, en la casa parroquial, durante sus horas de reposo. Para entonces, la demografía del pueblo y sus alrededores íbase incrementando, merced a algún desconocido espíritu germinal o ángel procreador, y los bautizos de inocentes se iban dando en la misma proporción.
—¡Hijos míos! —clamaba desde el púlpito el buen sacerdote, en sus años juveniles y briosos—. ¡Este pueblo está bendecido por Dios y su hijo unigénito, Jesucristo, seguramente por la Gracia de María santísima y la virtud de sus hijos devotos, que están aquí reunidos en esta santa misa! ¡Recordad que, sólo el amor os hará libres! Sí. Es cierto que en la epístola de San Pablo dice: “la verdad os hará libres”, pero el Amor es la verdad. La única verdad que libera el espíritu. ¡Pubis pro nobis, et æde totus féminam mea méntula, per sæcula sæculórum, amén!
Las señoritas no podían evitar lágrimas de emoción al escuchar al padre Simeón, sus ardientes homilías y latinajos. Sus palabras tenían la virtud de despertar íntimas sensaciones placenteras y estimular las vocaciones de servicio de la comunidad, bajo la guía del pastor. La alcancía engordaba a ojos vistas y el cepillo no se daba tregua en los ofertorios. Por supuesto que por entonces la lengua sagrada de la liturgia mistérica era el latín, que sólo el padre y Dios mismo podían comprender; lo que le ahorraba preguntas embarazosas de su grey y, especialmente, de sus jóvenes legionarias de María; algunas obligadas a dar respuestas embarazosas también, aunque bien lo callaban.
La pequeña iglesia pudo ascender de modesta capilla a templo y tener su campanario de torre, como las mejores de la capital departamental, gracias a la generosa colaboración de los fieles y la actividad recaudatoria de las jóvenes durante las fiestas patronales y otras al uso tradicional. Pero algunas lenguas maledicentes, que nunca faltan en las aldeas, comenzaban a murmurar acerca del extraordinario parecido de muchos niños pequeños, con las facciones del padre Simeón.
Mas éste poco caso hizo de tales infundios y daba sus bendiciones a todos por igual, pues, según decía, Jesús vino al mundo para perdonar y redimir a justos y pecadores, y era de buenos cristianos perdonar las ofensas y las maledicencias.
Así, de esa manera, pudo mantener momentáneamente invicto su honor de hombre santo. De todos modos, doña Ponciana decidió robarle horas a sus ajetreadas jornadas, para pispar lo que ocurría entre la sacristía y ciertas dependencias privadas de la curia.
Una noche, como a eso de las nueve y poco, la mayordoma se dirigió hacia donde oyera voces y risas. Alegres y chispeantes voces juveniles, dicho sea de paso. Con la mayor discreción se coló por una de las puertas de la sacristía, cerca del altar mayor y observó por una mirilla. Vio al padre y dos colegialas de entre quince a diecisiete, en animada plática acerca de perdones, pecados, penitencias y gracias divinas. Las hábiles manos del padre Simeón se hallaban ocupadas sobando las prietas carnes de ambas y prodigándoles caricias cariñosas. Demasiado cariñosas, pensó doña Ponciana, haciendo un esfuerzo para no gritar ahí mismito; pero no por escandalizada, sino de sus fiebres ventrales largamente contenidas y nunca aliviadas.
Las niñatas, ni cortas ni perezosas, devolvían caricia por caricia al buen párroco, entre risas apagadas y jadeos cachondos en los que la concupiscencia no se hallaba ausente. Una de ellas, hasta llevó descaradamente las manos del padre hacia sus pudendas, mientras la otra se encargaba de besar golosamente las partes del varón de Dios, semiocultas bajo la sotana, hasta que el terceto quedó exhausto de gracia y tal vez de placer, acompañando el padre a las estudiantes hasta la puerta principal, pero no más allá.
Apenas unas candelas estaban encendidas en la sacristía (aún no había energía eléctrica en el pueblo) y la semipenumbra dominaba el ambiente; pero doña Ponciana pudo captar lo oído e imaginar lo no visto… y también fue presa, ella, de un deseo hasta entonces desconocido u olvidado. ¿Cómo pudo pasar por alto, durante tanto tiempo, esas sensaciones placenteras y presuntamente prohibidas que no sabría definir?
Cuando el padre llegó a sus aposentos, la señorita Ponciana lo estaba esperando, de pie ante la puerta, entre temblores y suspiros.
—¿Qué hace usted aquí, señorita Ponciana? —preguntó sorprendido el párroco, que la hacía en brazos de Morfeo a esas horas—. ¿Necesita algo, por si acaso?
—Sí, padre —dijo, calma pero con firmeza—. Quiero eso. Lo necesito, yo también, que soy buena cristiana pero mala vestidora de santos. ¡Y le juro que voy a mantener la boca cerrada, aunque me queme en los infiernos! ¿Por qué no seré yo también digna de la gracia? ¿O hasta mi ángel de la guarda me ha abandonado?
El padre Simeón se sorprendió, pero mantuvo el aplomo. En realidad ya estaba agotado de tanto magreo y palique con sus discípulas de catecismo, pero decidió hacer un sacrificio en pro de la paz, al darse cuenta de que la madura pero aún merecible mayordoma, había descubierto su secreto. El párroco conocía una sola manera, placentera y relajada, de hacerla callar.
—Adelante —respondió lacónicamente el cura, señalando al interior de su austero cuarto, apenas entreabierto e iluminado con un rústico farolillo a kerosén.
Esa noche, la señorita Ponciana descubrió prohibidos deleites que nunca se hubo atrevido a recibir de varón alguno, a causa de ser la solterona de la familia y destinada a cuidar de su anciana madre, hasta que, cuando ésta falleció, ya había sobrepasado la edad reglamentaria de merecer aunque nunca perdiera las esperanzas de hacerse mujer.
Pero, pese a ser aún invicta, doña Ponciana se comportó como una cerda en celo y no se conformaría con uno ni dos ni tres asaltos. Pero de todos modos, quedó satisfecha y a eso de las dos y media de la madrugada, tornó a su cuarto a reposar. No sin antes rezar dos padrenuestros, diez avemarías, un credo y dos contriciones expiatorias, por su primer pecado carnal casi al borde de los cuarenta. —Por semejante estado de gracia —pensó— hasta sería capaz de aprenderme de memoria todos los rezos en latín…
La vida prosiguió por el mismo rumbo para el padre Simeón, con la discreta complicidad de la mayordoma y el reparto de gracias plenas a sus ovejitas y, de tanto en tanto, algún corderito propiciatorio y virginal —que también los había en su rebaño—, era sacrificado por el oficiante[1]. Los días en que no tenía visitas, doña Ponciana asumía su rol de vestal y sacerdotisa de Venus, en el lecho del párroco, como prolegómeno a sus obligados reposos cotidianos.
Muchos misterios oficiaron ambos desde entonces, con viejos ritos eleusinos y dionisíacos perdidos en la noche de los tiempos, pero nunca olvidados. A veces, incluso doña Ponciana se allegaba por cuenta propia hasta donde el padre compartía con sus corderitas, tomando parte activa de la fiesta como si tal cosa, considerándose con derecho a ello por ser la mayordoma y secretaria. ¡Y vaya secretos los que cargaba encima!
A medida que pasaban los años, las jóvenes bacantes íbanse casando o amancebando, siendo reemplazadas por nuevas discípulas, cada vez más jóvenes. Mas al mismo tiempo, el padre Simeón y doña Ponciana eran presas del arrasador avance del tiempo, secundado por los lujuriosos excesos de ambos.
Las fuerzas del padre Simeón iban menguando en medio de orgías, donde el vino consagrado compartía espacios con otros elixires importados, cerveza y, hasta caña blanca de clandestinos alambiques de la región, según daba el presupuesto del momento.
Doña Ponciana notó que el otrora donjuanesco párroco, poco a poco iba echando ojo en demasía a los jóvenes monaguillos y compartiendo lecho indiscriminadamente, con chicas o varones, sin pudor ni recato, aunque todo quedaba entre cuatro paredes. Tan sólo el misterio de la Santísima Trinidad era un secreto mejor guardado; una suerte de menage á trois de la divinidad, entre las mudas paredes de los santos aposentos.
Pero ella, siempre dueña del terreno, sabía a qué atenerse. Se convirtió en celestina y suma sacerdotisa de las novicias, a quienes iniciaba en los secretos del amor, personalmente, antes de ofrecérselas al padre Simeón. Nunca supo cuántas hubieron pasado por sus manos y las del padre, ni cuántas variantes amorosas ajenas al Kama Sutra practicaron en la casa de Dios, y hasta perdió la cuenta de sus muchos logros eróticos. Pero ¿Quién les quitaría lo bailado? ¿Acaso Belcebú, o Lilith?
El padre Simeón estaba últimamente contrahecho, fatigado, arrugado y canoso, tras largos años de ejercer el curiato en Toro Mocho, con una calva incipiente que desbordaba los límites de la tonsura. Pero se resistía a rendirse; decidido como estaba, a apurar el cáliz hasta las últimas consecuencias, postergando lo de la célibe castidad para cuando ya su físico dijera ¡basta! por exceso de senilidad.
La señorita Ponciana no le iba en zaga en cuanto a promiscuidad y lascivia, aunque ésta lo sobrepasaba por casi veinte años y angurria atrasada de náufrago solitario. Mas su tardío aprendizaje lo llevó adelante con galanura y sin retaceos.
Para entonces, el buen padre Simeón dio en preferir a los jovenzuelos de su escuelita parroquial, en detrimento de las numerosas aspirantes de su bien nutrido rebaño, quienes debieron resignarse al cambio, buscando otros medios de aplacar el fuego que incineraba sus entrañas en los brazos de Ponciana, alterando el género y los apetitos.
Doña Ponciana, siguió como fiel mayordoma, compartiendo todos los secretos de los rituales clandestinos, aunque ya su edad no le permitiría demasiadas licencias. De todos modos, siempre había algo por hacer; desde ayudar a los novatos a encender sus candelas, hasta hacer friegas y linimentos al esclerosado físico del párroco, para ayudarlo a soportar sus cada vez más agotadores excesos.
Al cumplir cincuenta y seis años de edad y casi veintiocho de sacerdocio parroquial, el padre Simeón sufrió imprevistamente el síncope que lo llevó a mejor vida, ante la desesperada impotencia de doña Ponciana. El pueblo de Toro Mocho quedó consternado ante el inesperado desenlace de una vida aparentemente ejemplar del santo varón, prodigándole los mejores funerales de los últimos tiempos.
Y ahora, doña Ponciana, meciendo su pantalla de rústico pirí, contemplaba los despojos del padre Simeón Cañete, bien guarnecido de elementos litúrgicos, en su último reposo. Por los pasillos de la casa parroquial, cientos de mujeres que en su momento fueron parte indivisa del rebaño del padre, comentaban en voz baja acerca de las gracias que pudieron recibir, merced a los buenos oficios y carisma del sacerdote… y a la bondadosa doña Ponciana.
También, muchos hombres de la grey pueblerina se hallaban presentes, gravemente sentados en los pasillos, quizá recordando lo suyo, aunque no se atreviesen a comentarlo, prefiriendo el silencio uncial por si acaso. Además ¿Quién sería capaz de hablar mal de un muerto sin ser salpicado por sus propias palabras? ¿Quién arrojaría piedras a tejados ajenos, teniendo techo de vidrio? Muchos habían tenido contactos cercanos con el párroco, pero ciertas cosas aún eran mal vistas y peor oídas por la sociedad aldeana del país.
Hacia el fondo del salón, los rezos fúnebres de padrenuestros y avemarías, se sucedían insistentemente como un murmullo de aletear de moscardones en enjambre. Las plañideras del pueblo no paraban de ofrendar su llanto lastimero y letanías en honor y sufragio del difunto; mas era evidente que Venus había desplazado a cierta virgen del santoral del padre Simeón, por los siglos de los siglos.
En cuanto a las mujeres presentes, quienes durante todo ese tiempo militaron entre las Hijas de María, sólo aspiraban a la cristiana resignación por la muy sensible pérdida. Pero tampoco se resignarían a que se les quitara lo bailado. Quien más, quien menos, tenía sus buenas horas de vuelo y suficientes motivos para callar respetuosamente. Pero no se podía negar que el santo varón hizo lo suyo para repoblar la región, al contemplar los rostros de tantos niños asistentes al oficio de difuntos.
Doña Ponciana, pensó en lo difícil que sería para ella, una vez finada, mantener las piernas juntas en el ataúd. Tan sólo pudo murmurar persignándose ante el yacente de cuerpo presente y alma ausente:
—Que el Diablo te bendiga… y que Dios te coja en su santa gloria. Requiescat in pace. Nihil obstat tuam Gloria in æternis, cum Sancti Excelsis Deo. Gratia Plénibus per tuam méntulam.
Amén.
[1] Sacerdote deriva del latín sácer, que equivale a sacrificador o degollador ritual. N del a
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