lunes, 18 de agosto de 2008

Cartas Ciudadanas

CARTA CIUDADANA XXIX
De traiciones y traidores
Garabatea: Chester Swann el censor

Luque, 7 de setiembre de 2008.

El desmantelamiento de la mafia del maletín, fue apenas un golpe parcial (digo esto, porque, con un poco de inteligencia y paciencia, no hubiera volado la perdiz y se podría haber limpiado al aparato estatal). La parte mínima de una antigua pandilla que lucraba contra el estado —en las aduanas y puertos, además de peajes y otras oficinas recaudadoras—, que supone apenas una pírrica victoria contra la corrupción. Sólo pudo derretir la punta del iceberg.
Es casi seguro que, muchos de estos topos de la administración pública, serán desvinculados del caso o sufrirán penas mínimas, dada la indulgencia de nuestras instituciones hacia los iscariotes, colorados o liberales, que también los hay.
Una indulgencia antinatural, ha inspirado a nuestros legistas penales de la complacencia, dada la gravedad de los casos que involucran y salpican a mucha gente, al menos desde 1956 en adelante (que es lo que yo mismo conozco). Es decir: desde los días de Alfirio Canatta, el general Raimundo Rolón, González Flores, Tomás Santos y otros sucesivos jefes e interventores, bajo la astuta batuta del tirano militar que no acaba de desaparecer del todo.
Si esto se hubiera descubierto en China, pongamos por caso, todos los involucrados serían pasibles de juicios sumarios y duras condenas por alta traición. Muchos hasta serían despenados expeditivamente en un estadio a boletería llena, con un piadoso tiro en la nuca, tras serles embargados sus bienes como correspondería en justicia.
Nunca tendremos un país con instituciones serias, mientras nuestras lábiles leyes sigan siendo objeto de bufa y escarnio de abogados chicaneros, fiscales complacientes y jueces venales vinculados con los políticos. Tampoco iremos adelante con esta inmerecida indulgencia hacia lo protervo. Estos casos de latrocinio organizado contra los bienes de todos, ameritan tolerancia cero para con los réprobos y penas bien duras, como para desalentar a futuros conspiradores de la caja chica.
Por ejemplo, un embargo total de los bienes malhabidos y trabajos forzados en el Chaco, en mantenimiento y reparación de rutas, por ejemplo; además de la pérdida de los fueros de ciudadanía. El paraguayo, especialmente el correligionario, es capaz de pasarse limpiamente hasta cinco años en una celda VIP, sin pestañear ni trabajar, hasta dándose el lujo de escribir un libro, como Valentín Gamarra. Total, al cabo disfrutará de la fresca viruta después de ser mantenido a costas del pueblo; que, en este país de idiotas tolerantes y complacientes nadie gana ni pierde reputación, al decir de Cecilio Báez.
Pero si le tocan el patrimonio sisado con malas artes… quedando en la calle y sin posibilidades de volver a las andadas…, le dolería profunda y visceralmente. No predico que se les aplique el merecido fusilamiento sumario, pero sí, que las penas sean lo suficientemente ejemplares como para no tentar a nadie a imitarlos; que la espada de Dámocles es harto elocuente y disuasiva.
Lo malo es, que los legisladores y juristas han hecho leyes y códigos penales soslayando la figura de la Alta Traición; justamente pensando en ellos mismos y en sus partidos políticos en función de ¿gobierno?
Si se llegasen a investigar todos los desmanes, de sesenta y pico de años de poder discrecional, creo con certeza apodíctica, que se hallarán méritos suficientes para la disolución de ese totalitario partido, con embargo de su patrimonio y penas carcelarias a muchos dirigentes y afiliados. Un partido, éste, absolutista y excluyente, que ha succionado la sangre de su propio pueblo, no es digno de sentarse en curules y bancas como si nada hubiera pasado y, encima, con cara de yo-no-fui. ¿O tan imbéciles somos, como para creer en sus proclamas democráticas a la moda, o un aggiornamento extemporáneo?
Si hubieran colorados decentes, deberían haber renunciado indeclinablemente a esa “asociación de hombres libres” —como reza, incongruente y vano, su estatuto de utilería—, que coacciona a sus afiliados, persigue a sus adversarios, asesina y secuestra a opositores y elude el debate ideológico, buscando mimetizarse a los nuevos tiempos; pero sin renunciar a sus dolosas mañas cleptocráticas.
Si no lo hacen ni lo hicieron tras 1989, es que son cómplices y encubridores de esa asociación lícita para delinquir. Y esto mismo es válido para los llamados “liberales”, que tampoco soslayan lo delictual si se les da la oportunidad; aunque el delito no tiene color definido, ni bandera alguna.
Es el ejercicio de poder discrecional el que transforma a los hombres en delincuentes. La impunidad “política” los perpetúa, como bien supimos ver y nos negamos a admitir.
Por ello, debemos oponernos con fuerza a todo intento de reelección, fuese de hombres o de partidos; que la alternancia automática debería ser constitucional, para que haya un control patriótico sobre las funciones administrativas. Pero sostengo, que nuestro código penal es harto lenitivo, tolerante y condescendiente para con los grandes ladrones; mientras la vesanía brutal de la policía castiga con dureza irracional a quien roba mendrugos a causa del hambre. Un hambre que, casualmente, es provocada por esos traidores custodios venales e indignos de la cosa pública.
Y miren que soy cauteloso y comedido con los adjetivos. ¡Delenda est corruptionis!

CARTA CIUDADANA XXVIII
Un dudoso Puscht de sainete circense.
Escribe y divaga: Chester Swann


Luque, 4 de setiembre de 2008

El sainete continúa. Los partidarios del Presidente, aglutinados en variopinta alianza, convocaron una manifestación de apoyo para hoy, ante “una amenaza de golpe de estado”; cosa negada por los presuntos implicados y signada por la prescindencia del general-enlace, autor de la especie alarmista. No sabemos qué destino darán al correveidile Máximo Díaz Cáceres —ahora reducido a su mínima expresión—, pero lo seguro es que lo suplantará un coronel, quizá un poco más inteligente y avispado que su desafortunado predecesor.
Toda esta retahíla de dimes y diretes sólo comprueba la falta de coraje de tirios y troyanos, incluyendo al medroso nuevo Presidente, que, a partir de ahora, será prácticamente un prisionero de su propia guardia pretoriana… como sus antecesores. El inexperto Lugo mordió el anzuelo del presunto “golpe”, sin pensar en las consecuencias, entre ellas la pérdida de credibilidad, la más grave de todas. Y ella se produce desde el momento en que el líder da muestras de temor e inseguridad, rodeándose de adulones, gorilas armados para combates inexistentes, sicofantes y cortesanos zalameros.
Tocar a rebato sin tener pruebas sólidas de las reales o supuestas intenciones golpistas, despertó una alarma innecesaria en la población y en los gobiernos periféricos; esta pésima gaffe recuerda algo al chiste del pastor mentiroso que denunciaba al lobo. Si el Presidente fuera un poco más aplomado y astuto, no hubiera hecho saltar el gazapo antes de una comprobación fehaciente de los hechos. Un trabajo de inteligencia, unas buenas carnadas y un poco de comedimiento por parte del general Díaz, podrían haber tenido buenos “frutos” echando a los conjurados (de haber conjura, claro) en una celada inteligente y desbaratando sus intenciones. Ahora es tarde y sólo queda plaguearse por algo irreal y supuesto. El pájaro ha volado.
Pero, de todas maneras, queda una lección bien clara para los políticos. Los peces caen por sus bocas. Los políticos, por sus bocas y oídos.
Pero Lugo, con esta acción poco pensada y para nada prudente, se está alejando del pueblo que ha confiado en él, al refugiarse entre sus blindados perros guardianes, en lugar de caminar con la frente alta ante la gente y sin temores. Después de todo ¿De qué le sirvió al viejo Stroessner su Regimiento Escolta Presidencial con todo y artillería pesada?

Hay muchas armas democráticas para derrotar a los aspirantes a usurpadores; la desobediencia civil, entre ellas, que a las armas las carga el diablo. Y justo al presidente se le ocurre ahora hacer un pacto con el diablo en trueque de una efímera “seguridad”, aún sabiendo que nadie atentará contra él ni lo intentará siquiera. No al menos los colorados, que prefieren las sucias guerras de chismes y desgastes políticos; mucho menos peligrosas éstas que los alzamientos armados de otrora.
Mientras sigue este sainete, el Congreso Nacional está dejando de lado lo más importante para la buena marcha administrativa del país. La designación de Jorge Corvalán al frente del BCP, la de Darío Arréllaga en el directorio y otras designaciones programadas que requieren el aval del Congreso. El país marcha a la deriva, con el agravante de no tener ni siquiera piloto automático, pues el principal timonel está asustado. Y eso sí, es grave. Esta vez podríamos decir que el miedo es zonzo, ciego, sordo y manco.
Es menester echar aceite balsámico sobre las encrespadas olas de la desinteligencia y calmar ánimos. Eso sí, el presidente del Congreso: González Quintana, debe dar un paso al costado, al igual que Nicanor Duarte, Rubén Candia Amarilla, el Dr. Morales, Lino Oviedo y su oficioso e intrigante abogado Lelis Olmedo. Nicanor Duarte debe aún hacer su declaración de bienes, excluyendo a sus testaferros y poner en orden su desordenada contabilidad.

Somos muchos los que creemos que debe ir a la cárcel, antes que al Congreso. Y ojalá que la Contraloría General de la República nos demuestre que estamos equivocados, pero de buena fe.


CARTA CIUDADANA XXVII

La incómoda e inusual llanura.
Borronea y delira: Chester Swann


Luque, 3 de setiembre de 2008

Me causó algo de extrañeza la noticia alarmista de un supuesto intento de golpe; aunque, no tanto por cierto, la presunción de que los colorados se sienten sapos de otro charco, lejos del poder a que están tan acostumbrados hasta ahora. Aún no pueden creer muchos de ellos, que ya no pueden meter mano en lata, ni recomendar correligionarios o apoderarse de tierras ajenas, entre otras cosillas desprolijas que se investigan. Esto hace suponer que no dudarían en retornar, si pudieran, o si la cobardìa no fuera un freno disuasivo a sus ambiciones frustradas.
Pareciera que les cuesta asumir que ahora son parte de la oposición y que las mieles del poder endulzan otras bocas. Ya venían amenazando, a sotto voce como dicen los cocoliches, que el gobierno Lugo no duraría cinco meses, y que ellos “a votazos o a balazos” recuperarían el sillón de López a como diera lugar. Pero estas son fanfarronadas típicas de perros que sólo ladran encadenados, sin poder morder. Que lo diga doña Deló Riveros, toda una pistolera de la política.
Es cierto que para hacer un cóup d’étát que se precie, necesitarían, los políticos, golpear primero los crípticos portones castrenses con el debido sigilo y dar con las personas indicadas. Éstas debían tener carisma militar, don de mando y ser de armas tomar, como los Jara (Albino y Plácido para los caídos del catre), Chirife, Franco, Ortega, Rodríguez y otros ¿ilustres? espadones de la patria.
Lamentablemente para los nostalgiosos, cambiaron las reglas del juego y ningún uniformado quiere perder carrera y cargos en aventuras descaballadas (sic); que la caballería ya no dicta pautas como antes y las órdenes vienen del Presidente, a vuelapluma.
Si alguna intención hubo en este caso, puedo opinar (que la opinión es personal y gratis) que la misma debió morir en el vientre materno de aborto espontáneo antes de ser concebida. La cosa no pasó de una conversación informal entre amigos y cómplices (correlí, se decía antes). Claro que Oviedo tiene antecedentes golpistas, pero bobo no es; mas el pobre general, Máximo Díaz Cáceres, se vio perdido en su intríngulis verbal, ante el acoso de la prensa, cayendo prisionero de sus propias palabras contradictorias, más propias de un correveidile que de un pundonoroso militar de carrera. Aunque mi abuela solía decir que “militares eran los de antes”, quizá sin mengua de razón. Los de hoy día, van a pensar dos veces, antes de sacrificarse por la patria saliendo de sus cuarteles en pos de quimeras. Suponiendo que les permitan pensar, claro, que el verticalismo hasta eso les niega a trueque de obediencia ciega.
Pero lo lamentable es que el propio Lugo haya caído en la trampa de los chismes interinstitucionales, reaccionando apriorísticamente a tontas y locas, a los apurones, sin hacer las averiguaciones previas del caso. No le hubiera costado mucho hacer un trabajo de inteligencia (a veces dudo de ella, pero algo debe haberla por ahí) y verificar bien la información, antes de hacer correr la perdiz y dejar volar la liebre (sic). Ahora la cosa va a ser un simple cotorreo insulso, de palabras acusatorias y negaciones o rectificaciones ante vanos escribanos; algo tan intranscendente como para distraer a la opinión pública de los reales problemas cotidianos.
¿O es que la política consiste apenas en un simple juego distractivo para imbéciles y periodistas crédulos? En tal caso, me hubieran avisado antes del 20 de abril para poder quedarme en casa ese día y disfrutar de un domingo feliz.
Ahora es tarde y debemos aguantar lo que venga, que a eso hemos votado: al cambio de timón. Pero, si este jueves pasan lista frente al cabildo, es seguro que estaré ausente. Nunca me gustó sentirme manipulado en el anonimato de una multitud desorientada.








Sonría. Le están extirpando el cerebro.
Advierte y alucina: Chester Swann.

Luque, 3 de setiembre de 2008


No hace mucho tiempo estaba escribiendo (que es mi manera de hablar) acerca de las “bondades” de las sucesivas reformas educativas que fueron implementadas desde 1957 a la fecha y sirvieron, entre otras cosas, para crear personas (no me atrevería a llamarlos “ciudadanos”) acríticas, conformistas, amantes del facilismo y la mediocridad, ignorantes diplomados, fieles súbditos de gobiernos imbéciles y cleptocráticos y de santos de madera pretendidamente milagrosos. Tal lo exigen las nuevas “normas” de la libre empresa, el laissez faire y los partidos políticos que colaboran con ellas domesticando a las masas, vía educastración mental.
No es necesario presentar pruebas al respecto, que los hechos cantan por sí solos. La larga y consentida tiranía de Stroessner, la afición de mucha gente por los mesiánicos como Lino Oviedo, las creencias fatalistas del común, las apuestas a quinielas, loterías y otros juegos de azar, la afluencia de “personas” a los astrólogos, quirománticos y tarotistas —bien promocionados por la gran prensa, por cierto—, son hechos palpables que desnudan el descerebramiento curricular colectivo Por supuesto que hay excepciones, como en todas las reglas.
Una “inmensa minoría” ciudadana se exila voluntariamente de la ignorancia, sin ayuda del sistema, claro. Unos cuantos desubicados pueden darse el lujo de hurtar el bulto a la mediocridad, libros mediante y huyendo del rasero aceptado por la generalidad. Una ínfima proporción aritmética de la población visita, subrepticiamente y como al descuido, bibliotecas, teatros, exposiciones y conciertos. Unos cuantos rara avis cultivan la sensibilidad del espíritu, antes que la vanidad y las cuentas corrientes que alimentan a la pavada social. Y, dentro de todo, esta minoría ecléctica y cuestionadora será la que nos lleve hacia el futuro; toda vez que el Banco Mundial no ofrezca al nuevo gobierno la golosina dolarizada de otra “reforma educativa” para bobos y alienados. Aunque de hecho ya la ofreció, pero esperamos que no muerdan el anzuelo.
Si ahora no apostamos (¡Bah! Es un decir, que detesto las apuestas aleatorias) al desarrollo de la inteligencia, la investigación, la tecnología apropiada a nuestro ambiente y promovemos las artes… estaremos peor. Si algo pudiera empeorar más de lo ya experimentamos en carne propia y ajena.
Puede que el infortunio paraguayo tenga más que ver con su visceral rechazo a la inteligencia, que a guerras internacionales, políticos venales, deuda externa y otras plagas pos bíblicas. De haber inteligencia sembrada en el común, no habría menester de corrupción, picardía, salvajismo, intolerancia y otras virtudes al revés, de la que tanto se jactan, el pueblo y sus caudillos oportunistas. Habría sencillamente convivencia en el respeto a la ley y a las opiniones, sin llevar sangre al río, tal estamos acostumbrados desde los días del coloniaje.
Por otra parte, una ciudadanía inteligente, es físicamente sana y moralmente responsable, aunque esto no convenga al sistema; que lucra con la pobreza y la ignorancia del montón. Y lo peor, es que nos hacen creer que nos ayudan a superar la pobreza; nos engañan con la zanahoria del burrito y la carnada del pez y, encima, pretendiendo que nos hacen el favor.
Pero si las reformas educativas siguen… entonces sugerimos a los paraguayos que sonrían, con la benedicta expresión de los idiotas, mientras invisibles cirujanos les extirpan el cerebro.















REFLEXIONES ANTERIORES:





Lino Oviedo, el neofascismo y los Chicago Boys.

Luque, febrero 2 de 2008

Tras su esperada “liberación”, aunque al estilo cuerda-larga (sambuku para los desinformados) por si las moscas, el jinete de las tormentas se prepara para correr por el primer lugar (dicen sus fanáticos que no nació para segundón). Hasta ahora esgrimió un discurso populista para incautos, izquierdizante para los culturosos, matizado con exabruptos de derechas conservadoras y condimentado con el dulce veneno neoliberal para los agiotistas y especuladores.
Esto último, evidentemente, atrajo la atención de los fascistas transandinos, engordados con la larga dictadura del genocida Pinochet y las dulces mieles de la especulación financiera.
Ahora, éstos ofrecen apoyo incondicional —Chicago Boys incluidos— al jinete apocalíptico y herrado, para encabezar una alianza “anti izquierdista” en la mal llamada América Latina, a fin de enfrentar a los Evos, Chávez, Lulas, Correas y otros “factores desestabilizantes”, cuyo crimen, políticamente incorrecto, es recuperar los recursos y las riquezas naturales robadas por la rapiña extranjera y restituir la dignidad y la soberanía a sus países que, no por geográficamente pequeños, son menos dignos de respeto.
Un tal Rodrigo Eitel, oscuro personaje que ni disimula su aliento fascistoide no aggiornado, propone al ex general apoyo de la ultraderecha latinoamericana; de los asesores del despelote económico y de los inagotables fondos de “la Compañía” (CIA, para los caídos del catre), quien ya pusiera sus granitos de arena para asesinar y torturar a miles de simpatizantes de las causas populares de todo el sub continente.
Es casi seguro que el desmontado jockey ha de aceptar tal gentil ofrecimiento, a fin de “reencauzar” el despojo y la corrupción que caracterizan a las derechas. Tal vez hasta se ofrezca a reatar los hilos de la histeria, si así les conviniera a los neofascistas emergentes.
Quizá esta oferta de apoyo extranjero a su campaña política (cosa prohibida, expresamente, por nuestra coja constitución, que renquea sobre tres patas), sirva para hacernos recapacitar acerca de las verdaderas intenciones de este megalomaníaco impenitente, que, no contento con haber esquilmado al país, lucrando con la devastación de parques nacionales, cobrando coimas por importación de combustible (hasta su pase a retiro en 1996, por lo menos, percibía U$S 5 por metro cúbico), protección de contrabandistas y otros pecadillos a la carta, ahora se presente como redentor de los humildes y paladín del campesinado.
Y, de seguro habrá quienes lo sigan ciegamente, más por “compartir” su fortuna mal habida, que por su dudoso carisma o sus presuntos quilates intelectuales.
Por suerte los tontos no pueden volar, que de no, eclipsarían al sol, dejándonos en sombra perpetua. Quien no lo conozca, que lo compre.




A propósito de secuestros…

Luque, marzo 13 de 2008




Mucho se ha intentado descalificar a uno de los presidenciables sobre la seguidilla de secuestros, supuestamente efectuados por adherentes del micropartido Patria Libre. También con el sambenito de concomitancia con las FARC y otras sandeces —nunca comprobadas, pero sí aptas para rumores malintencionados y guerras sucias— a las que ya nos acostumbraron quienes ven la derrota posible y patalean como ratas en sótano inundado, aunque sin perder el cinismo y sus colores primarios.
Y ya que de secuestros se habla, sería bueno refrescar las mormosas y amnésicas memorias de quienes se erigen en apóstoles del Progreso, la Verdad, la Justicia y otros valores a los que por tanto tiempo fueron inaccesibles e insensibles.
Comencemos por los años de la guerra civil de 1947, cuando las “caballerías republicanas” de entonces, recorrían al trote las campiñas paraguayas, persiguiendo opositores o familiares, violando a mujeres emparentadas con los perseguidos y proscritos y hurtando cuanto cupiera en sus insaciables alforjas.
Es bueno recordar a los secuestrados desde 1954, cuando los colorados reataron los hilos de la historia unciéndose al carro triunfal de un general que ni siquiera fue golpista, ya que todos sus golpes previos (dos en 1948) acabaron en fracasos debiendo huir en la deshonrosa e incómoda valijera de un amigo; en cuanto al de 1954, se valió del comandante Mario Benito Ortega para asaltar la Policía, asesinar a Roberto L. Petit, secuestrar a Federico Chávez y poner a un testaferro como “presidente interino” o “provisional” (Tomás Romero Pereira) y, finalmente dar la cara frente al plato servido.
Desde entonces, se ha secuestrado, torturado y en muchos casos asesinado a detenidos políticos y exiliados incómodos, antes, durante y después del Plan Cóndor, sin perjuicio de los centenares de civiles —especialmente extranjeros— apresados con fines de robo por la policía y luego desaparecidos sin rastro. Muchos fueron arrojados vivos de los aviones de Transporte Aéreo Militar, tras ser secuestrados o capturados por las “Fuerzas de Seguridad” del nunca bien ponderado Patricio Colmán
La exigüidad de este espacio me impide recordar in extenso a todos los secuestrados, no sólo a los detenidos “políticos” del Banco Paraguayo de Datos, Ligas agrarias, OPM, Caso “pro chino”, caso Ca’aguazú y muchos más; que la angurria de la policía también secuestraba a gente como el entonces gerente del Lido Bar, el austríaco Otto Günter, el dueño del hotel Imperial de Oliva y Colón y cientos más, obligados a ceder sus bienes y, si tenían suerte, expulsados del país vivos, aunque muchos no fueron tan afortunados en este “país de las maravillas”.
También campesinos minifundiarios, quienes eran secuestrados para “vender” sus propiedades a estancieros civiles y militares que deseaban ampliar sus latifundiarias fronteras a costa de los pobres. Yo personalmente he conocido casos de ésos en la década de los sesenta, en la compañía Simbrón de Roque González (Paraguarí). También vi a criaditas secuestradas “por robos de prendas” y torturadas en la policía del entonces feroz comisario Ramón Saldívar y luego, venir la patrona a retirar la denuncia porque “su hijita perdió la cadenilla en el colegio”.
Tantas atrocidades ha recogido mi memoria durante la Segunda Reconstrucción y la complicidad colorada, que se haría necesario un volumen harto extenso para ello. Muchos inocentes eran empujados al delito (y aún lo siguen siendo) para oblar su “diezmo” a la policía corrupta que cuida de todo, menos de la ciudadanía. Y ni hablar de quienes hicieron su fortuna familiar a costas y amparo de esos desafueros, como la ilustre familia Cubas, hoy lacrimosa reclamante sin pruebas.
Es también reciente el caso de dos hermanos “secuestrados” por un fiscal y encarcelados sin pruebas por un crimen no cometido.
Muchos ciudadanos fueron y son secuestrados, simplemente “por caer mal” a un poderoso, civil o incivilizado; por reclamar algo a la esposa o amante de algún funcionario de medio rango o por querer cobrar una deuda a un uniformado.
Valgan estos ejemplos, para que la ciudadanía reflexione antes de ingresar al cuarto oscuro pensando en algún hipotético obispo secuestrador. Un día después del 20 de abril será demasiado tarde y nuestras esperanzas, sí, definitivamente secuestradas por los mismos de siempre, que también se especializan en secuestrar elecciones.


Tránsito a la Transición

Luque, 22 de abril de 2008


En esta histórica coyuntura en que una alianza multisectorial ha desplazado del poder —no al partido Colorado, sino a sus referentes de la corrupción, la laxitud, la ineficiencia, el latrocinio y la violencia institucionalizada con la capa de impunidad—, se abre un nuevo horizonte de desafíos. Muchos agoreros y pichados de la rosca mafiosa insinúan que esta alianza se hizo sólo para ganar las elecciones y después… si te he visto no me acuerdo.
Nada más inexacto. La APC tiene el desafío de administrar el país, porque todos han depuesto sus posiciones ideológicas a un lado para trabajar por la redención del pueblo paraguayo; no se han de apear de tales propósitos, aunque quizá cada grupo tenga sus propios proyectos sociales, económicos, culturales o cuanto quepa en sus alforjas intelectuales.
Pero sépase, que ninguno de los candidatos electos por APC es un improvisado o poseedor de escasa longitud de lápiz. Cada uno de ellos además tiene su base acompañante. Lugo no está solo. Tiene a todo un pueblo que acompañará su gestión en forma participativa y deliberante.
Ésta vez, el pueblo paraguayo —por centurias convidado de piedra del poder y apenas objeto de caudillos cazavotos—, será sujeto y protagonista de su historia y artífice de su destino. Será el patrón… al decir del propio Lugo, y no el eterno peón de los sinvergüenzas.

Pero además, sugiero, como ciudadano paraguayo en uso de mis derechos, que NICANOR DUARTE FRUTOS sea impugnado, por indigno de ocupar un curul en el senado. Un sujeto de tal calaña, soez, desbocado, prisionero de sus instintos primarios, violador del código electoral y, en dos ocasiones, de la Constitución Nacional, no merece tal investidura. En todo caso, debe transmutarse de presidente en presidiario, luego de rendir cuentas de su errática gestión política.

Este pueblo triunfante debe exigir cuentas a los traidores a la Patria y a sus cleptócratas y enviarlos a la Justicia donde deberán resarcir con sus bienes el perjuicio causado a la Nación.

La impunidad debe ser desterrada para siempre y la APC, deberá gobernar con la Constitución en la mano derecha y el Código Penal en su izquierda.

Sin otro particular, saludo y felicito al pueblo consciente de mi país.


¿Quiénes son los traidores?

Luque, abril 28 de 2008


El pretencioso y superlativo local de la A.N.R. se ha convertido —en el breve tiempo transcurrido desde el 20-A—, de coproteca lingüística y amplificador de guturales aullidos triunfalistas, en patético Muro de los Lamentos; o, en el mejor de los casos, de plagueos estériles y diatribario de acusaciones mutuas de traición al Partido por lo sabido.
Un ciudadano colorado, de profesión coronel SR y hermano del desbocado prócer de Tacuaral, suele perifonear —en su gangoso y escuálido lenguaje, como llamador de unas emisoras—, que “el partido está definitivamente perdido por causa de unos traidores que lo entregaron a la izquierda; que las seccionales pronto serán rematadas, los funcionarios colorados puestos en la calle y la junta de gobierno convertido (sic) en nido de ratas”.
Lo que olvida, el pundonoroso coronel es que recién ahora se desratizará al edificio de marras; se saneará su gangrenoso partido y las seccionales quizá se conviertan en escuelas de educación cívica, como deberían haber sido y se negaran a serlo. Exhorto a estos anquilosados profetas apocalípticos que den un paso al costado (o varios) para dar lugar a una nueva generación: políticamente sana, éticamente educada y, sobre todo, de hombres libres como proclaman en su estatuto. De lo contrario, que prediquen en el desierto.
Los exhorto a dejar de lado la caza interna de brujas, que los verdaderos traidores son quienes prostituyeron su bandera en pro de intereses espurios. Los traidores son quienes nos mintieron por tanto tiempo y encubrieron en patotas su cobardía servil durante una larga e ignominiosa tiranía.
Los traidores son quienes persiguieron a sus compatriotas, los encarcelaron, torturaron y, en muchos casos desaparecieron a sus adversarios y correligionarios disidentes, antes, durante y después del Plan Cóndor.
Traidores son quienes vendieron por los treinta denarios de Judas el futuro del país, en tratados “binacionales” de ciencia-ficción, claudicando frente a los intereses de nuestros victimarios de 1870.
Traidores son quienes escamotearon por décadas la voluntad popular en elecciones amañadas, hasta que alguien de su propio partido les dijera: ¡Basta!
Dejen de buscar traidores entre quienes sólo intentaron recuperar al partido para democratizar a la República. Dejen de acusar a sus correligionarios éticos señalándolos con el índice, mientras los tres dedos de sus palmas apuntan a sus propios rostros desvergonzados.
Mejor cúbranse de cilicio y meaculpas, tras severas penitencias de revulsiva y catártica expiación. Y devuelvan lo robado al pueblo, para invertirlo en educación.
Es justo y necesario.


De colores primarios… e instintos protoprimarios.

Luque, mayo 4 de 2008


Los dos partidos auto denominados “tradicionales”, fundados tras la hecatombe de 1870, respondieron siempre a sus orígenes oscuros. El uno, de divisa punzó, a los intereses del Brasil entonces imperial como parte de la “deuda de guerra”. El otro, el del azul metilenizado, a los intereses rioplatenses y mitristas. Ambos fueron acérrimos adversarios entre sí, aunque no siempre en beneficio de la patria, sino de sus santos patronos masónicos de extramuros y sus patrones esclavistas de intramuros.
Ambos dejaron huellas de sangre, luto, desolación y traiciones durante casi una centuria, turnándose asimétricamente en su política exterior pendular y en su política interna de la intolerancia. Ambos cargan sobre sí un tendal de deudas de lesa patria y crímenes no asumidos que avergonzarían al propio Gengis Khan.
Ambos utilizaron desde sus espurios orígenes, trapos de colores primarios, para un pueblo analfabeto y aliterado, destinados a identificarlos en sus rencillas y batallas intestinas. Ambos han hecho mucho daño a este paciente y estoico pueblo y es el momento de que justifiquen su existencia, aunque no puedan redimirse del todo.
Mas llegó la hora de la reflexión y la autocrítica, en estos días de júbilo y liberación en que este pueblo ha demostrado a ambos que no es esclavo de perimidos colores primarios ni falsos caudillos de opereta.
Ambos deben sincerarse, refundarse sobre nuevas bases éticas republicanas y crear nuevos símbolos que reemplacen esos nefastos colores en que se han embozado sus mesnadas y hordas por tantos años.
Colorados y liberales deberían ser Republicanos y Democráticos, enterrando para siempre esas atroces denominaciones colorinches cargadas de ignominia. Muchos se han de rasgar las túnicas ante esta mesurada proposición. Al menos los uncidos al yugo de la “tradición”, que finalmente no es sino una sucesión de vicios sociales no extirpados a tiempo. Otros, los más conscientes, quizá duden, pero acabarán por razonar la viabilidad de esta propuesta.
Ambos deberán desterrar sus viejos vicios y deshacerse de sus hombres-escombro —que los tienen en demasía—, y apostar a propuestas y planes estratégicos de desarrollo social a llevar a cabo —en comunión y continuidad sin importar a cuál le toque gobernar en el futuro—, que este sufrido país lo merece.
El desafío está lanzado.


¿Quiénes necesitan “seguridad”?

Luque, mayo 14 de 2008




El actual presidente, de cuyo nombre prefiero no acordarme, pidió encarecidamente al recientemente electo no retirar la guardia policíaco-militar a los ex presidentes, establecida, creo, por un decreto de Rodríguez, el último presidente militar que hemos tenido. Y, dicen que Lugo aceptó la sugerencia.
Acerca de esto, aventuraré algunas reflexiones brotadas del fondo de nuestra cotidianeidad; del día a día sin pan nuestro que disfrutamos (sin ironías, por favor) los paraguayos de a pie, como herencia de la Segunda Reconstrucción.
El ostentoso y amedrentador aparato militar creado por la tiranía para su guardia pretoriana, debió ser disuelta hace mucho y sus efectivos enviados a la frontera. A nuestras desguarnecidas fronteras que tenemos al noreste del país, donde traficantes de armas y otros artículos de primera necedad medran a su antojo, ante la ausencia de instituciones disuasivas en la región.
Hasta los federales y el GOF actúan impunemente en nuestro territorio, incluso asesinando a supuestos malvivientes, ante la lenidad e irresponsabilidad de nuestras autoridades. Asunción, sin embargo, está sembrada de retenes militares vestidos y equipados como para buscar una guerra a la vuelta de la esquina, mientras recrudece el crimen y la angustia provocada por la inseguridad, que sí es nuestra y de cada día.
Si tuviéramos una policía inteligente, honesta y patriota, no precisaríamos de gorilas onerosos para el pueblo, cuidando a quienes bien podrían pagar de su peculio una guardia privada, y nosotros —los civilachos, partikuné, como nos llaman despectivamente los uniformados a intramuros—, podríamos respirar en paz al sentirnos protegidos por quienes están designados constitucionalmente para ello.
Si yo estuviese en el lugar de Fernando Lugo, me atrevería a prescindir de esos Rambos de utilería, enviándolos a la frontera; bastándome el histórico Akãkaraja para rendir honores oficiales, como los Granaderos argentinos, y unos cuantos agentes de civil para cuidar de la seguridad del palacio de López. No necesitamos, en esta transición a la democracia, mantener esa costosa guardia pretoriana llamada Regimiento Guardia Presidencial.
Al apostar por Fernando Lugo, solicitamos un gobierno abierto, honesto, patriota y austero, que reinvirtiera los gastos suntuarios del estado, en lo más perentorio y prioritario: Salud, Educación y Agua potable. No pensábamos en un continuador de una nefasta tradición heredada del único legado de Stroessner: la “guardia presidencial”, y mucho menos para los ex presidentes, que con lo que sisaron del erario público bien podrían pagar a Wackenhut o cualquier otra, especializada en guardar a quienes tienen colas de paja, que por el tiempo que están en el candelero deben ser muchos.
En cuanto a nosotros, los civiles, ¿que nos parta un rayo? ¡Basta de despilfarros en esta nueva era civilizada!


Algunas sugerencias para la transición.

Luque, mayo 28 de 2008


Si bien es cierto que una gran parte del plan de gobierno de Fernando Lugo ha surgido de los “Ñemonguetaguazu” llevados a cabo en todos los rincones del país y de los trabajos de sus equipos de Educación, Energía, Salud, Vivienda, Soberanía Alimentaria, Economía y otros aspectos de la problemática social, hay algunos puntos aún pendientes de resolución y mucho dependerán de la voluntad política de la administración entrante.
En primer lugar, el muy conflictivo tema de la Reforma Agraria, que sugiero, se lleve a cabo con tierras malhabidas por generales y otros jerarcas de la tiranía stronista, generosamente “regaladas” por el nunca bien ponderado Papacito Frutos. Casi todos los militares de aquella nefasta era, iniciaron sus carreras como subtenientes y la culminaron como terratenientes, una jerarquía extraordinaria para premiar a los más pícaros, crueles y corruptos de su entorno. Y estas tierras, una vez localizadas en el catastro, deben ser recuperadas sin indemnización alguna, ya que sus espurios tenedores han hecho fortunas a costa de las mismas en estos años de infamia.
Otra propuesta es que los beneficiarios las reciban colectivamente para evitar que algunos vendan sus derecheras y sean organizados al estilo menonita o kibbutz, en cooperativas de producción y consumo. De esta manera la tierra indivisa deberá ser trabajada con bajo impacto ambiental y alta productividad, con asesoramiento de técnicos calificados y ayuda para infraestructura.
Hay que reconocer que muchos viejos campesinos han sido desplazados en los años sesenta de sus chacras por militares, como el coronel Teófilo Bento de Paraguarí (Yo viví en persona esos casos), el entonces mayor Otello Carpinelli y otros canallas que, al no tener registradas las tierras los campesinos, los despojaban de ellas a la fuerza.
El nuevo gobierno debe rastrillar, desde 1956, todos los registros públicos y las sucesivas transferencias de esas tierras para luego rescatarlas y redistribuirlas. También se debe hacer un plan para reeducar a los campesinos en nuevas técnicas de producción de bajo impacto ambiental, de tal manera que se cuide la tierra, rehabilitándola para devolverle su feracidad.
También debería prohibirse por ley la quema de campos y bosques y fomentar con incentivos la reforestación. Esto devolverá la normalidad a los ciclos de lluvias, que últimamente se han alterado en demasía. Muchos países han apostado a la alta productividad agrícola, pero el precio pagado es alto, al degradar el valioso mantillo de humus por un puñado de dólares en declive.
Creo sinceramente que una parte de las tareas organizativas deben manejarla los creativos, no sólo los tecnócratas. Éstos se limitan a aplicar fórmulas aprendidas o simplemente a hacer experimentos de ingeniería social copiados de extramuros.
Los creativos, en cambio, buscan soluciones nuevas e inéditas, adecuadas a su entorno, y, además, son capaces de extrapolar dentro de un problema, porque no están sujetos a ideas preconcebidas ni se habitúan a recorrer caminos trillados.
El primer y urgente problema social a resolver es la redistribución de la tierra para hacerla producir racionalmente. Luego lograr el incremento de impuestos inmobiliarios a latifundistas y, finalmente, lograr una reeducación alimentaria de la población a fin de tener un pueblo más sano, creativo, educado, respetuoso e inteligente, consumiendo productos nacionales, orgánicos y de buena calidad, desechando las importaciones alimentarias (de dudosa calidad) de nuestro perverso vecino del noreste.
El resto nos será dado por añadiduras.


¿Quiénes son los “invasores”?

Luque, junio 1 de 2008



Mucha tinta se está derramando últimamente con el tema de las “invasiones a la Propiedad Privada”, y ello es muy natural. A la propiedad privada hay que defenderla, como sea, con todas las armas de la ley… y de la trampa que contiene toda ley que se precie de tal. Pero como me gusta buscar pelos en la leche y moscas en la sopa, además de escupir en uno que otro asado ajeno y en la sopa del Rey, me permito plantear algunos interrogantes que me ratonean en el cacumen desde los años sesenta; si mal no recuerdo, desde la era en que éramos felices y no lo sabíamos.
En primer lugar, hace más de cinco centurias que hemos sido invadidos por unos señores que bajaron, envueltos en latas, de extraños bergantines. Al principio fueron acogidos los forasteros con hospitalidad por nuestros ingenuos antepasados, que no dudaron en compartir alimentos y hasta sus mujeres con los recién llegados, sin contrato previo de locación. Hasta que éstos desenfundaron sables y arcabuces para quedarse con todo: tierras, hombres, mujeres y frutos del país. Muchos muertos lo testimonian, pese a que la historia la escribieron los mismos que insisten en habernos civilizado, cristianizado, y ahora nos niegan la visa para ingresar a su país.
Posteriormente, el forzado connubio en absurdos serrallos del subdesarrollo, produjo un gentilicio híbrido y bastardo llamado “criollo” o “mancebo de la tierra”… o, peyorativamente: “mestizo”. Una suerte de parachoques cultural indeciso y dubitativo que duró hasta 1811, más o menos. Pero la tierra, seguía siendo ajena y cada vez más lejana del pobre, salvo para su democrática sepultura. Tras la gesta libertadora, un hombre, honesto, austero, sabio… pero intolerante al disenso, nacionalizó toda la tierra del naciente país, aunque permitió las ocupaciones a condición de que se la trabajara a conciencia con la sola obligación de abonar un modesto emolumento en aparcería al estado.
Nacieron las “estancias de la Patria” que daban de comer y vestir al incipiente ejército nacional, que era —pese a su exigüidad numérica— un celoso defensor de nuestra soberanía. No hacía falta invadir tierras que eran de todos y de nadie, como el aire, como el agua y las flores del campo. Nadie pasaba hambre y las necesidades estaban cubiertas por un estado autoritario y paternalista, pero honesto y austero, además de organizado. Claro, entonces la palabra era el documento más preciado.
Luego, tras el primer intento de autogestión tecnológica de los López, nuestro modelo autárquico incomodó a los vecinos y a su patrón: el imperio británico. Ésta vez la invasión llegó de nuevo, bajo tres aspectos: el económico, el militar y el cultural. No contentos con arrasar y pasar a saco a un país civilizado pero incomprendido y, encima incómodamente mediterráneo, la infame tríplice nos impuso la prohibición de nuestra lengua materna y mantiene su nefando tutelaje hasta los días de hoy, cipayos y traidores mediante.
La invasión prosigue, con prisa y sin pausa, despojándonos de bosques y campos con todo y fauna, contaminando nuestras aguas y envenenando a poblaciones nativas con abortos de la química Monsanto y dioxina; bastardizando nuestra cultura con sus voces extrañas impregnadas de cachaça y risotadas altivas; robándonos nuestra riqueza energética y, encima, burlándose de nuestra ingenuidad provinciana que los acogiera como a los peninsulares.
Nuestros depauperados hombres de la tierra —que de suyo han sido desarraigados durante la tiranía, por militares prepotentes, funcionarios corruptos, jueces venales, acopiadores, persecuciones políticas, deudas y puebleros tramposos—, ahora resolvieron dejar de dar la otra mejilla y tomar en sus manos lo que la injusticia les ha negado por tanto tiempo. Ahora resolvieron motu proprio dejar de dar la otra mejilla al sistema que los acorrala en la miseria; que para la ley, diseñada y legislada por los propios invasores, se santifica al capital por encima del ser humano, cada vez más desvalorizado como dólar del subdesarrollo.
¿Podría usted, estimado lector, animarse a señalar con el dedo a los verdaderos invasores? ¿Qué no? Entonces quizá sea, usted, uno de ellos… y aún no lo sabe.


De Liberales y de-liberados.

Luque, junio 5 de 2008


En esta coyuntura, extraña si las hubo, como monje cisterciense en un burdel, el pueblo aceptó (y eligió a contrapelo) una alianza que parece un pacto contra natura: el matrimonio concubinario y de conveniencias —casi un braguetazo afortunado— del P.L.R.A. teñido de azul prusiano y las variopintas izquierdas del espectro cromático, desde el rojo radical marxista-leninista, al rosado centrisquierdizmo filizzoliano, contemporizador y acomodaticio, capaz de pactar con dios y el otro si se frunce la ocasión. Que si a ésta no la pintan calva, le ponen peluquín.
Por una parte, es alentador que todo este abanico cromático se haya unido en torno a un proyecto político progresista de cambios, antes que a una bandera del color de hemorragia mal curada; es decir, lo mismo de siempre. Es altamente auspicioso que las fuerzas populares, quizá movidas por la bronca y el hartazgo, se hayan agrupado en torno a la figura de un hombre ajeno a todo lo que siempre fue la política criolla: declamaciones huecas, insultos fanfarrones, matonismo callejero, fanfarrias triunfalistas y prepotente lenguaje de taberna, incluidos tragos largos a la carta.
Realmente pude constatar que finalmente, y escarbando un poco en la historia de los partidos llamados “liberales”, las diferencias entre éstos y las izquierdas descafeinadas e intelectuales de nuestro heterogéneo parnaso, no son tan abismales como pareciera al principio.
El liberalismo ilustrado, antimonárquico, burgués y anticlerical, surgió en la turbulenta Europa del Kultürkampf del siglo XVIII, cuando ya el feudalismo se llamaba a cuarteles de invierno y la burguesía snob (sinæ nóbilis) reclamaba sus fueros a las decadentes monarquías. Especialmente en la Francia de los Capetos. Es decir, como un partido de izquierdas. Claro que, con el tiempo y una vez consolidado en el poder, guillotina mediante, el liberalismo comenzó a coquetear como quien no quiere la cosa, hacia la derecha de Dios patrón que no padre, aunque quizá no en busca de alguna salvación ultrasepulcral y metafísica, sino de sus fueros bancarios terrenales. Es que también el ateísmo masónico francés estaba de moda, gracias a dios, y a su contraparte que prefiero no nombrar.
Hoy por hoy, muchos liberales ultras ignoran los orígenes izquierdosos y progres del liberalismo radical y piensan que éste siempre ha sido el ariete del capitalismo salvaje (no existe otro, que yo sepa). Pero nada más erróneo. Las divisas de “Liberté, Egalité, Fraternité” y Les Droits de l’Homme, no fueron fruto de las derechas ni mucho menos. Recién años más tarde, el liberalismo comienza a ramificarse, gracias a muchos teóricos y filósofos, como Heidegger, Hegel, Marx, Engels, Bakunín, Kropotkin y otros, algunos de ellos conspiradores profesionales, y quisiéramos creer que bienintencionados.
Al contemplar la miseria a que se sometía a los asalariados del boom manchesteriano de la Revolución Industrial británica (ajeno al liberalismo, por otra parte), muchos liberales de verdad hicieron reclamos reivindicativos de mejoras salariales y reducciones horarias, con dispar resultado. Algunos utópicos como Robert Owen, anarquista cristiano, propuso la tesis de la revolución cooperativa. Otros optarían por la revolución armada o por las huelgas, como la de Chicago o Ludlow —donde fuero ametrallados ciento dos operarios a instancias de John D. Rockefeller—, y las luchas sindicales de los wooblies de la confederación mundial de trabajadores (WWO en inglés), ferozmente combatidas hasta con linchamientos y prisión a sus miembros.
El abanico del espectro fue haciéndose cada vez más amplio y ahora, a causa de la división, el primitivo ideario liberal ya es casi irreconocible. Pero ello también ha ocurrido con el cristianismo, con el judaísmo y el Islam, y quisiera creer que ha afectado también al budismo e hinduísmo. ¿Por qué no a las ideologías?
Pero ahora, el liberalismo criollo clama a los cielos porque alguien sale del libreto pactado en la Alianza, y se rasca (sic) las vestiduras. Nada más, porque SU candidato presidencial —que finalmente es de todos—, legitimara ocupaciones de tierras de algunos financistas de la campaña electoral (No creo en ellos, pero que los hay, los hay). Campaña reñida como pocas que ahora los catapultara al poder, aunque más bien como condóminos que no como titulares, ojo.
Creo, que es el momento de reflexionar y me atrevo a exhortar a los metilenos a que hagan un autocrítico examen de conciencia y se atrevan a tomar al toro por las astas. Es decir, a revisar la política de “reforma agraria” implementada desde 1957 en adelante. Y que recuperen, como alianza —en este período de cogobierno— las tierras que nunca debieron enajenarse a esos tipos que sabemos, y se dignifiquen de una buena vez, apostando por su país y su gente, antes que por intereses exógenos, que defendieran denodadamente desde su creación en el siglo XIX.
Y creo que, en esta coyuntura actual, no es pedir mucho. Salvo que deseen retornar a la llanura (a la que, según parece, ya se estaban acostumbrando hasta encariñarse con ella) en el próximo período electoral, que cinco años pasan volando y el tiempo no es eterno. Los desaciertos, tampoco.


Impresentable representatividad.

Luque, junio 13 de 2008


He resuelto poner en tela de juicio el tema de la representatividad, especialmente en el ámbito socio político que, mal que nos pese, soporta nuestra atroz demografía contaminante y contradictoria. Las veces que me ha tocado decir algo, cantar o simplemente guardar silencio, lo he hecho por mí mismo. No en representación de un pueblo al que por treinta y cinco años —cuando éramos felices y no lo sabíamos—, no tuve el gusto de conocer.
La conquista de la palabra ha de liberar al ser humano —al animal político, si se prefiere, que todos llevamos adentro—, de espurias representatividades colectivas de larga data. Este engendro enajenante y delegador, heredado de algunas sociedades cautivas estructuradas jerárquicamente, no debería tener vigencia —salvo puntuales excepciones de incapacidad, minoridad o ausencia—, en una sociedad libre, igualitaria ante la ley. Y sobre todo, en una organización horizontal de ciudadanos, responsables por sí y ante sí, y también ante los demás.
En esta vuelta de la rueda de la historia, al menos en el Paraguay, debemos pensar en el acatamiento a la Ley como única matriz ética de la sociedad, pero no renunciar a la Palabra. A nuestra palabra. El modelo “democrático” de la culta pero corrupta Atenas podrá servir como hito referencial de una época conflictiva (realmente todas lo son), pero dado su carácter clasista y esclavista, poco ha aportado a su propia historia, salvo engendrar tiranos que se erigieron en “representantes” de una clase determinada. Llámese nobleza, plebeyos o periecos e ilotas, irredentos e irresponsables por hallarse en exclusión y al margen.
Nuestros antepasados guaraníes tenían un modelo social en el que mujeres y varones mantenían una cierta separación de roles. Su ley era la costumbre (ley consuetudinaria) y el caudillo era electivo en tiempo de guerra o conflictos con tribus limítrofes, pero su mando fenecía con el conflicto resuelto. Las dos “instituciones” consuetudinarias eran en tiempo de paz, a saber, el consejo de ancianos y el consenso, algo que requiere sentido común y algo más.
Sin embargo, el sistema llamado “democrático” no permite el consenso, sino la representación de los más numerosos, aunque sólo se imponía la cantidad sobre la calidad. Es decir la fuerza del número, que no siempre se obtenía con justicia y sin trampa. El buen sentido queda sepultado bajo la turbamulta “mayoritaria”, que no siempre actúa con equidad respecto de los demás. Es decir: la “minoría.
Supongo que algo debemos aprender de nuestros ancestros guaraníes. Especialmente con estas crisis de representatividad a que nos han llevado períodos largos de dictadura militar, transición (en base a la transacción) y, finalmente, el veredicto popular que ha roto esquemas perimidos de fidelidad cromática al color primario y una estructura basada en el caudillismo. El pueblo paraguayo debe ser educado, a partir de ahora en más, en la libertad uncida a la responsabilidad ética y el respeto a la Ley.
Digo esto porque, de tanto soportar estafas políticas y de las otras, la palabra ha perdido el valor de antaño; ha sido devaluada como papel mojado de una coproteca pública; ha sido cautivada, secuestrada, por el documento y encerrada en las burocráticas celdas de los fedatarios, para garantizar su cumplimiento forzado.
El nuevo gobierno deberá desarmar, clavo por clavo, ese esperpento poco feliz denominado “Reforma Educativa”, que sólo ha servido para hacer descender el nivel del rasero cultural de la sociedad. Una educación realmente humanista, laica y ética quizá pueda, poco a poco, liberar a la palabra ciudadana, para que cada individuo pueda ser eminentemente un sujeto participativo, asumiendo su responsabilidad social, sin representantes espurios, salvo para contadas excepciones, que no serán una regla absoluta.
Pero para ello, son precisas tres cosas: educación, educación y educación.

Acerca de un problema nacional, llamado
“REFORMA EDUCATIVA”.

Luque, junio 20 de 2008


Estamos, de un prolongado tiempo a esta parte, asistiendo impotentes a un fenómeno llamado “Reforma Educativa”, que sólo ha servido para impregnar de mediocridad las mentes de los educandos desde dos generaciones atrás. Este engendro ya tiene sus antecedentes en 1957, cuando Alfredo Stroessner partidizó la educación secundaria con su primera “reforma”, financiada por el BID, eliminando materias esenciales y dando cada vez más facilidades —si como tales se entienden la permisividad, la alienación, la superficialidad y otras lacras parecidas—, tanto a educandos poco afectos a atarear neuronas, como a instructores cada vez más ocupados por los seccionaleros como operadores del partido.
Las distintas “reformas” que se sucedieron hasta hoy, todas financiadas y teledirigidas por entes financieros multinacionales, fueron empeorando cada vez más el nivel de rasero cognoscitivo e intelectual de nuestros niños y jóvenes. Hasta son eximidos de escribir, leer, redactar, argumentar sus conocimientos, en “exámenes” cada vez más permisivos. Las ciencias humanistas son relegadas a meros manuales tan sintéticos, tan superficiales, que dan lástima por su pauperrimidad conceptual.
Los actuales “libros” para “rellenar”, y que sólo sirven para un período lectivo se convirtieron en fuentes de corrupción y negociados con imprentas y editoriales de largos tentáculos en el aparato gubernativo. Recuerdo que, en mi niñez, los manuales eran bastante completos y podían transmitirse de padres a hijos, salvo alguna que otra adenda y puesta al día de tanto en tanto. Teníamos cuadernos caligráficos (Navarini) para aprender a comunicarnos con buena letra y, al menos un libro o dos al año para leer y analizar su contenido (esto incluía lexicografía, ortografía y análisis, materias hoy desconocidas e ignoradas) en clase.
Así, hemos entrado al universo de la informática y las comunicaciones on-line totalmente desprovistos de herramientas culturales, estando atrasados más de cincuenta años (y créanme que soy harto indulgente), con respecto a otras naciones de la vecindad y del resto del planeta. Gracias a esas “reformas” todavía estamos en la edad de píedra, actuando como neandertales garroteros en nuestras calles y como paleolíticos en la política, valga el ejemplo. Ahora me pongo a analizar los conocimientos que me inculcaron en mi pasantía por escuelas y colegios.
Debíamos conocer las raíces latinas o grecolatinas del lenguaje y la práctica del “buen decir”, sin dejar de mencionar historia universal, y, sobre todo, historia nacional. Bastante más de nuestros abreviados textos actuales, como para que un bachiller pudiera ingresar a la universidad por sus pórticos académicos y no a través de chicanas, reduciendo puntajes a los exámenes de ingreso por vía judicial.
Además, el respeto a los mayores y a los maestros era proverbial y fuera de discusión. Las faltas y actos de violencia fuertemente sancionados, y con anuencia de los padres, quienes no veían con malos ojos la disciplina de las instituciones de enseñanza. Ahora los colegios son apenas aulas de gamberraje y patoterismo, desprovistos de ética, de disciplina y, peor aún, de conocimientos valiosos para el presente y el futuro. Nuestros graduados —salvo honrosas excepciones más debidas a sus propios afanes autodidácticos—, dan lástima por sus faltas ortográficas y de sintaxis, por su paupérrimo lenguaje oral y su carencia de coherencia moral.
Si una institución educativa cualquiera no inculca a sus educandos estos tres valiosos pilares que son: Pensamiento, Palabra y Acción, han perdido su tiempo y el de la generación educativa. Han malogrado el esfuerzo de padres responsables y han legado al futuro una masa ignorante, aliterada y acrítica, poco digna del calificativo de “ciudadanos paraguayos”.
Siento que debemos echar abajo esa perversa estructura llamada “reforma”, así, con minúsculas, y rediseñar el programa para las futuras generaciones, recuperando el tiempo perdido por la tiranía colorada y sus delictuales continuadores.



CARTA ABIERTA A LA COMUNIDAD CULTURAL

¿Qué estamos sembrando ahora
para cosechar en el Futuro?

Luque, junio 24 de 2008


En medio del tráfago urbano y la supervivencia cotidiana solemos pasar por alto lo obvio, y dedicamos afanes —dignos de mejores causas— a disputar a otros lo que creemos merecer de la vida, o de la sociedad que alberga nuestros huesos. Una sociedad aldeana que ignora supinamente nuestros esfuerzos de superación consciente y nos mira con indiferencia, ocupada en sus propios problemas, azuzada, además, por las poco nobles urgencias “vendedoras” de los exégetas de la mediocridad asumida.
Vivimos rodeados de máquinas programadas, que creen vivir y ser dueñas de sí mismas. Máquinas de cuyos ajustes periódicos se encarga otra supermáquina llamada “Reforma Educativa”, a su vez manejada con mando a distancia desde lejanos despachos climatizados situados en el Orbis Primus, a bastante distancia de las miserias y carencias de nuestra sub-américa tercermundista.
Todos creemos ser dueños de nuestra Voluntad, sin percatarnos de la realidad. Mientras no seamos conscientes de esa realidad, poco podremos hacer; poco podremos sembrar y, dado que hoy es el resultado de nuestro ayer, el mañana deberá ser igual que el hoy. Si no despertamos y si no desprogramamos nuestras mentes de la dependencia de la supermáquina, nuestra voluntad estará uncida al carro de la dependencia. Seguiremos siendo involuntarios (y pasivos) pasajeros de una nave con piloto automático y guiada por una brújula con excesivo norte. Nuestra identidad estará cautiva de un poder oculto que se empeña en estandarizarnos al rasero más bajo e inofensivo, para mantener el dominio de unas elites intelectuales al servicio del Mercado.
Si la organización de la llamada “comunidad Cultural” sólo responde a intereses mediáticos —como el reparto de la torta del mercado del arte—, seguiremos siendo las máquinas de ajenos albedríos. Nuestros ojos sólo van a poder contemplar a través de cautivos cristales, llámense “tendencias” o “modas”. Nuestras manos sólo se limitarán a “crear” con patrones prefijados por el dios Mercado Internacional y nuestras voluntades seguirán carentes de timón y velamen en la galerna de procelosos mares desconocidos.
Es menester abrir los ojos y despertar a este nuevo tiempo de oportunidades. Si no recuperamos nuestro albedrío creador, si no compartimos nuestros conocimientos, si no desprogramamos a las máquinas que nos tienen rodeados, sólo estaremos condenados a seguir siendo profetas sin tierra en nuestra propia patria. Y no olvidemos nunca, que nuestra patria es el Universo.
Si hoy no sembramos semillas de liberación mental en nuestros niños y jóvenes con crisis de identidad, mañana sólo hemos de cosechar indiferencia. Y, de seguro, nos la mereceríamos.

Nacionalismo… ¿o chauvinismo encubierto?

Luque, junio 26 de 2008

Algunos intelectuales, a quienes respeto y admiro, insisten en que nuestro país es único e irrepetible, por el hecho fortuito de tener dos idiomas de uso cotidiano (que conste que en esto no es único, pues hay naciones con más de cinco lenguas oficiales). Por una parte hay algo de cierto, ya que, a diferencia de otros países sometidos y conquistados por ahí, al menos aquí los conquistadores debieron aprender el guaraní, tanto para mover a su mano de obra encomendada con algo más que látigos, como para vendernos buenas nuevas y cielos ultrasepulcrales sacramentados o sacra-mentidos. Si no, que lo digan Irala, Hernandarias, Montoya y otros ilustres invasores que bajaron de los bergantines, arcabuces y espadas en mano.
Sin embargo, los europeos de consuno preferían imponer sus lenguas a los colonizados; indígenas, orientales o negros sometidos a sus metrópolis. Tal lo hicieron en el resto de América, en Asia, en África y en Oceanía, sin molestarse en aprender los idiomas nativos, por una cuestión de superioridad mal entendida. Al menos en eso fuimos diferentes, asociándonos con el invasor por lazos de parentescos truchos engendrados en serrallos forzosos, cuando no bastardos.
Tras la guerra de la triple alianza, por recomendación de los aliados vencedores, se intentó suprimir el guaraní para quitarnos lo poco que nos quedaba en pie: nuestras raíces ancestrales. Hasta los partidos, recién creados tras la hecatombe, anatematizaron lo que ellos —eurocentristas como eran—, llamaban guarangadas.
Pero el tiempo, que todo cura y cicatriza sin apuro, permitió la pervivencia en la semiclandestinidad de nuestro lenguaje materno, burlando a los cipayos de la tríplice. Tanto, que en plena guerra del Chaco, se lo utilizó para burlar a la inteligencia del estado mayor del Altiplano, en comunicados, en propaganda y otros menesteres lingüísticos bélicos, luchando por sus fueros como gato panza arriba y acompañando al “pila” en los combates.
En estos nuevos tiempos de transacciones y transiciones, el guaraní se ha convertido en vehículo idóneo de ideas, conceptos y razones de la clase popular, bastante vapuleada por los sucesivos desgobiernos colorados y sojeros trasplantados. Pero no debemos olvidar que también otras etnias originarias tienen sus lenguas, ricas en expresividad oral aunque no escritas, pero algunas condenadas a la desaparición, avasalladas por el castellano… y el guaraní, además del alemán mennonita del Chaco Central. No somos sólo un país bilingüe y bicultural. Somos mucho más que eso, ante el mosaico de culturas originarias y las transmitidas por inmigrantes y descendientes: judíos, árabes, orientales, catalanes, italianos (¿a quién no le gusta una buena pizza o un vermicelli a la putanesca?), hindúes y hasta brasileños (penetración cultural sin vaselina, me parece), bolivianos, argentinos y, vaya uno a saber cuántas comunidades más, incluidos los afrodescendientes.
Creo que, mal que nos pese, somos multiculturales al punto de tender a la universalización, aún sin desearlo.
No veo nada de malo en defender el guaraní —como pretenden don Bareiro, Trinidad, Zarratea, Verón, González Delvalle y otros firmantes de la misiva al nuevo presidente—, pero no caigamos en el chauvinismo de creernos el ombligo de la galaxia. No rechacemos a los otros, que se han integrado a nosotros, a falta de algo mejor, y que también han aportado lo suyo para enriquecernos, como integrantes de la aldea global; sin perder nuestra identidad nacional ante el mundo, aún utilizando con urbanidad los toilettes públicos de París, Londres o Barcelona, en lugar del clásico arbolito, de las veredas y parques de su país.

Apostar a la ¿Cultura?… o al divertimento.

That’s the question.

Luque, Julio 1 de 2008



En casi todos los debates y mesas de trabajo de los operadores culturales en que me ha tocado participar, seguía pendiente la exacta definición de esa elusiva, nebulosa, vaga y pizpireta palabreja trisilábica: CUL-TU-RA.
Para muchos, es sólo arte, artesanía, música y otros productos lúdicos del intelecto humano, y de sus manos, debidamente (o no) convertido en “tradición” y conservada en alcohol para la posteridad o para consumo del mercado de coleccionistas de arte “típico”, o de las distracciones pasatistas de los dilettantes.
Otros —entre los que se incluye este servidor—, sospechan que la dichosa palabreja oculta una semántica más profunda, relacionada con el día a día de la agitada cotidianeidad de una nación, tribu, o sociedad, independientemente de su producción artística, artesanal o intelectual.
Comencemos por la raíz latina: cultum, cultivar. Reflexionemos un poco acerca de la necesidad de cultivar valores identitarios. No sólo universales, humanistas, éticos, sino también los que hacen a la identidad de una sociedad, independientemente de su localización geográfica. Que después de todo, las fronteras no son accidentes geográficos, sino políticos, y todos somos humanos, descendientes de Mono Sapiens.
No se espera que la cosecha a coger sea diametralmente diferente de la semilla previamente sembrada. Es decir que, de acuerdo a la simiente, hemos de tener la cosecha que nos merecemos. Al mirar críticamente a nuestra sociedad, nos preguntamos en qué se han equivocado nuestros abuelos, nuestros padres y, ahora… nosotros, cuando vemos crímenes, violencia callejera, falta de respeto a las normas de convivencia, desprecio a la naturaleza, negación de valores sociales como la honestidad, exégesis de la ignorancia y la mentira, en fin… la lista sería larga y nutrida, pero da para comenzar a reflexionar.
No es posible que un país como el nuestro, aún pequeño y mediterráneo pero rico en recursos, pueda contener tantas desigualdades, tanta corrupción, tanta mediocridad y tanta pobreza. ¿Es que alguien confundió las semillas? Una tendencia muy “tradicional” de nuestros coterráneos (no me atrevería aún a llamarlos ciudadanos), es echar la culpa a segundos o terceros. Si se derramó la leche, si se aplazó su hijo mimado, si le multaron por conducir ebrio, si le sobrefacturaron el teléfono, si nos apedrearon en la cancha… no demorará en hallar culpables. Y en ciertos casos, podría tener razón, pero, siempre hay un pero, ¿Qué semilla errónea se ha cultivado, por generaciones, para producir semejante cosecha de aberraciones?
Nuestras instituciones educativas y nuestros padres, encargados de la siembra de semillas de cultura, se la pasaron fabricando héroes militares acartonados, patriotas de cafetín conspiraticio, citando batallas gloriosas que siempre perdimos, actuando de operadores oficialistas… y olvidaron la exégesis del intelecto, las virtudes del conocimiento y la honestidad. Olvidaron, quizá adrede, de letras creativas, de números científicos, de los sublimes sacerdotes de la música culta y de los creadores que han construido las bases de una civilidad, cristiana o no, pero tolerante.
Por cada nombre de artistas, maestros y pensadores, hay una veintena de calles con nombres precedidos de grados militares. Es decir, se siembra la semilla de la destrucción, militarizando las mentes y poniendo armas en manos irresponsables de analfabetos funcionales, productos internos brutos de sucesivas “reformas” ¿educativas? Desde 1957 en adelante. El humanismo ha muerto o ha sido momificado desde entonces.
La cultura, es lo que se vive cotidianamente. Se la puede apreciar en el correcto comportamiento ciudadano (en algunos países de Europa, claro); se la puede percibir en el ético desempeño de los administradores; se la puede palpar en el ordenado tráfico automotor donde se respetan normas, señales y preferencias; se la percibe en hogares, en calles, parques y plazas verdes, limpias, y en ciudadanos cuidadosos de su medio ambiente. Pero hay más.
Si el léxico diario del pueblo se “enriquece” con vocablos como pókare, malevo, barra-brava, coima, yvapara, peajero, popinda, mordida, campana, rollotráfico, narcotráfico, ka’úrapo, contramano, tarova, caballo loco, pirañita, hora-paraguaya, y cientos de otros vocablos de la infamia ¿A quién echaremos la culpa de que el arbolito salga torcido desde la raíz? ¿al gobierno?
El Estado es el fiel reflejo del nivel cultural de una nación. Si hay deshonestidad y afán de enriquecimiento ilícito, es que los mandatarios crecieron en ese ambiente. Entonces, miremos en nuestro entorno y hurguemos en nuestras conciencias.
Es hora de mirarnos al espejo. Si tenemos un estado corrupto, ese estado somos todos nosotros, los paraguayos. Si tenemos una sociedad egoísta, deshonesta, logrera, ignorante e impuntual… es el reflejo que nos devuelve el espejo. Mientras tanto, no miremos a la “cultura” como un divertimento de elites, ni como desahogo catártico de danzas de academia folclórica, ni como pinturas de ex simios artistas. Nos equivocaremos de nuevo y seguiremos siendo el furgón de cola del subdesarrollo. Ténganlo por seguro..


Acerca de un Rector poco recto.

Luque, 5 de julio de 2008


Está la cosa que hierve en Filosofía UCA por el reciente nombramiento del controvertido político, abogado, ex diplomático, docente, colorado y masón, Dr. José A. Moreno Ruffinelli. Según los profesores de Filosofía de esa universidad confesional, no objetan sus lauros académicos, sino su pasado autoritario, defensor de una dictadura atroz y otras flojedades juveniles.
Lo que parecen olvidar estos profesores de la benemérita institución académica con fines de lucro, es que la propia Iglesia —alma máter autoritaria y verticalista de dicha universidad—, no sólo tiene un pasado atroz, como sostenedora de regímenes imperiales, monárquicos, feudales y dictatoriales, sino que sigue en esa tesitura; aún despojada de sus verdugos seglares y piromaníacos de antaño quienes no contentos con quemar libros, hacían lo propio con sus autores si podían echarles mano.
No debe olvidarse que fue el Obispo de Alejandría, Cirilo, quien ordenó a sus mesnadas cristianos el incendio de la biblioteca del lugar. Ardieron merced al celo evangelizador, miles de pergaminos, rollos, papiros, palimpsestos y tablillas que contenían el saber acumulado de la humanidad. Todo un historicidio en regla, en el año 345, a poco de integrarse el cristianismo al imperio romano, merced al Concilio de Nicea y al edicto de Milán.
No es que yo defienda al ilustre “réprobo” ahora atacado por la jauría estudiantil de una institución cuyo pasado también merece un mea culpa siempre postergado. Su membresía masónica actualmente ya no causa escozor en la jerarquía, ya que el ex rector Oscar Usher lo fue, y el propio obispo y ex ordinario castrense, pertenece, entre otros clérigos, a dicha augusta Orden de filósofos de cafetín conspiraticio.
Simplemente he oído mencionar varias veces la palabra ética entre los detractores del ex político, ahora metido a académico y se me ocurrió preguntarles si qué filosofía enseñan en la UCA, y si ellos alguna vez se preguntaron acerca de la guerra al conocimiento y a las ciencias naturales emprendida por la Iglesia. Muchos mártires ha costado al mundo, la exégesis de las Escrituras. Desde Hypathia, ejecutada bárbaramente “por su paganismo recalcitrante” en tiempos del obispo Teóphillus, hasta Miguel Servet y Giordano Bruno. Y no hablemos de Galileo Galilei, que se me achica el espacio.
Tampoco olvidemos al biblioclasta Domingo de Guzmán, fundador de la non sancta Inquisición y el no tan santo Oficio, grandes cazadores de brujas divertidas y herejes imaginarios.
Hay mucho techo de vidrio allí en la UCA, para que sus alumnos, profesores y unos que otros referentes de antiguas oposiciones cuestionen una simple decisión administrativa de encumbrar a un ex soplón y adherente a la pasada tiranía, de la cual fue víctima mi padre y el que esto escribe. Sugiero dejar de rasgarse vestiduras y razonar fríamente si a qué Iglesia, a qué ética y a qué “filosofía” defienden quienes atacan a Moreno Ruffinelli a quien no he tenido el gusto de conocer.
Y creo que me seguiré dando el gusto de no conocerlo. Pero a la Iglesia, a esa Iglesia, sí que la conozco bien Y demasiado bien.
Y me sigue lastimando.

¿Tenemos suficientes ciudadanos?

Luque, julio 10 del 2008


El aún elevado desinterés de los paraguayos de ambos sexos por la política se refleja indubitablemente en el abstencionismo electoral. Miles de jóvenes mayores de edad, aún no se inscribieron en el RCN, como si el porvenir del país les importara un comino y fuesen indiferentes a los exacerbados problemas que nos aplastan a todos.o casi todos. Cuando digo casi, es porque algunos supieron crearnos problemas a la mayoría para solucionar los suyos.
En Atenas, la palabra idiota —neologismo creado por Solón el legislador— aludía a toda persona (o caricatura de persona) que no se interesara por los asuntos públicos. De aplicarse esto en nuestro país, aproximadamente el 58 % de la población merecería tal calificativo soloniano. Claro que, existen quienes figurando en el 42 % restante, sí se interesan por los asuntos públicos, pero sólo en función a sus negocios privados.
Éstos, autoproclamados “empresarios” (o empre-saurios, que les quedaría mejor), licitan bajo la mesa, son proveedores del estado, eluden impuestos, hacen lobbies para conseguir contratos sobrefacturados, corrompen al funcionariado con sobornos y subfacturan importaciones, entre otras cosas. Son quienes pervierten a la política, y hasta les divierte hacerlo, a costa de nosotros, sus víctimas.
Lamentablemente en el Paraguay no existe una ciudadanía organizada como para romper los siete sellos de los “secretos de estado” y transparentar, de una vez por todas, los negocios públicos que no son sino una manera de privatizar ganancias y socializar pérdidas.
Pero para ello, se requieren ciudadanos educados y cultos; no analfabetos funcionales que apenas se solazan con lo escabroso de la prensa amarilla, empresaria del escándalo. Claro que, últimamente, el escándalo ya no tiene el impacto de antaño y, poco a poco, se diluye homeopáticamente en proporciones inocuas, del diccionario social.
Muchos años estuvimos sujetos a leyes represivas, y el miedo, o ahora la abulia y el desinterés marcan las pautas de la política, como quien mueve hilos titiritescos en la sociedad; sólo que para inmovilizar, antes que para motivar. Mas si ahora que ha caído la ominosa y sempiterna “lista huno” —de los nuevos atilas del subdesarrollo—, no nos animamos a concurrir a comicios donde se decidirá nuestro futuro, seremos verdaderos idiotas y no sólo metafóricamente.



¿Seguimos siendo gobernados por el Prejuicio?

Luque, julio 14 de 2008


Desde el mirador de mis días multicolores (no todos los otoños son grises), puedo contemplar, ajeno a toda indiferencia, las múltiples manifestaciones de los prejuicios —ideológicos, sociales, culturales u otros menos definidos— con que intentan embarrar la cancha de la “gobernabilidad” del presidente electo; y ello, mucho antes de que asuma como tal. Digo prejuicios porque el “a-priorismo” es una enfermedad adolescente de nuestra sociedad (¿o se dice zoociedad?) que no acaba de madurar, y que no pierde oportunidad para denostar a personas que no a proyectos o ideas.
La “escandalosa” renuncia de la Dra. Milda Rivarola (Última Hora dixit), sumada a los enroques poco ajedrecistas del presidente para completar su irresoluto gabinete y “cargos de confianza”, no son sino el resultado de prejuicios. Creo sinceramente que no podemos descalificar a liberales, solamente por estar pintados de azul; al menos no antes de probar su desempeño in situ. En la cancha se ven los pingos y a los metilenos no les queda otra que hacer un buen papel; a menos que extrañen la planicie de la cual salieron gracias a una sotana colgada. Creo que Mateo es un tipo preparado en lo atinente a ingeniería eléctrica; mas no ha sido fogueado en los juegos malabares de la diplomacia de Itamaraty y sus maquievélicas maniobras de alta sofística edulcoradas con retórica plagada de latinajos poco jurisprudentes. En todo caso, habría que acompañarlo con los más preparados diplomáticos nuestros. Y de ser posible, que manejen portugués, latín y guaraní, que en el Mercosur el ingles no es conditio sine qua non.
Resulta que el equipo brasuca está formado por individuos con un mínimo de dos a tres doctorados en ciencias jurídicas, además de ingenieros y técnicos de alto nivel. Una asimetría brutal que aplasta a nuestros pobres seccionaleros y recomendados de escasa longitud de lápiz, aunque sí de insaciables faltriqueras prestas a la recepción de sobornos en dólares. He ahí la principal debilidad de nuestra posición negociadora. No sólo Taiwan practica la diplomacia de la chequera; que también Eletrobrás y Eletrosul la ejercen a discreción y sin rubores.
Nuestro problema principal, será la idoneidad, la honestidad y el patriotismo de jugarse por los intereses macionales. Si Lugo elige algún referente, sea liberal o del amplio abanico de izquierdas, dejémosles hacer. Ya sobrará tiempo para evaluar sus gestiones y, de haberlo menester, reprobarlas. No debemos caer en la tentación de juzgar a priori las decisiones del presidente electo por la simple (y subjetiva) razón de no simpatizar con un color o con una persona determinada.
Intentemos madurar, como ciudadanos, y evitar cáscaras de banana y palos a las ruedas, que el tiempo de transición recién empieza. Eso sí, a los que se están yendo no les perdamos del ojo, pues ya han demostrado sobradamente su ineptitud y sus dotes de traidores a la patria. Y en eso, sí que tienen doctorados magna cum laude.


¿Cultura a la carta?


De un tiempo a esta parte, las actividades artísticas han tenido un magnífico repunte, en cantidad y calidad, al punto de dificultar las opciones de asistencia a los distintos eventos que se dan cita en la capital, noche tras noche y día tras día. Cine, teatro, danzas, conciertos, ópera, exposiciones, charlas, talleres, performances y la mar en bicicleta, nos tientan con sus atractivos a quienes vivimos en alguna ciudad satélite de Central.
Pero para quienes estamos de a pie y expuestos a los peligros de los punks, peajeros y asaltantes callejeros, nos asaltan las frustraciones de la duda o la inseguridad, y, finalmente, optamos por encerrarnos en la cucha. Afortunadamente no tengo televisor; sí, muchos libros a quienes dedico el mejor de los afanes.
Es una verdadera lástima que las autoridades de Luque, por ejemplo, no hayan tenido rubros para teatros y salones multiuso, a fin de que la cultura llegue hasta sus ciudadanos. El que esto escribe, reside en dicha ciudad —de desordenado crecimiento edilicio y accidentadas calles—, pletórica de baches descomunales. Mas los baches culturales, son lo peor que debemos soportar, además de los casi inaccesibles transportes colectivos que se autorregulan a ciertas horas de “la movida”.
La cultura, tanto la humanista universal como las regionales dentro de lo nacional, no son piezas de museo conservadas en formol, sino manifestaciones dinámicas y evolucionantes, que tienden a una integración, por encima de fronteras, banderas y otras deplorables manifestaciones de un “nacionalismo” mal entendido, que insisten en separarnos y segregarnos de los demás.
Espero —que la esperanza aún no ha muerto—, que soplen nuevos vientos y que las autoridades, recientemente electas, tomen en cuenta el valor de la cultura y las artes, descentralizando los rubros e incrementándolos, a fin de posibilitar la accesibilidad del público a las manifestaciones de la creatividad. También deberían preocuparse por aumentar la excelencia de la educación popular, para que la ciudadanía aprenda a no bostezar en un concierto de música clásica y mantener apagados sus celulares durante los mismos.
Decían que los tuertos gobiernan a los ciegos y los diestros a los mancos. Ello describe a la perfección el discurrir de la política paraguaya anterior, donde los ignorantes se ocupaban de acribillar a tiros a los diccionarios, para asesinar a las “palabras difíciles”. Todos, guiados por los distintos ministros de educastración que tuvimos desde 1954 en adelante, hasta los días de hoy. Es decir: ciegos guiando a ciegos y sordos gritando a sordos.
Si algo nos merecemos los paraguayos, es el acceso irrestricto a la cultura y a una educación humanista e integral; lejos de “maestros” y “profesores” hasta hoy ajenos (salvo honrosas excepciones) a la profundidad del conocimiento y más afines a la obsecuencia política hacia el poder. También los educandos deberían tener derecho a una educación verdaderamente democrática, con lecturas, debates, discusiones y, sobre todo, intercambio de pareceres con todo respeto.
El modelo autoritario y verticalista de la relación entre directores, maestros y alumnos, debe ser corregido sin más trámites, y los “talleres de capacitación docente” deberían ser dirigidos por verdaderos profesionales docentes en las distintas áreas. Es mi deseo de ciudadano y, espero que al menos algunos colegas estén de acuerdo en hacer un esfuerzo para lograrlo. El hecho de tener un título habilitante, no hace que el docente sea el único dueño de la Verdad. Empecemos ahora mismo a cuestionar y reformar al sistema educativo vigente.
Y será justicia.

De titubeos y vacilaciones

Luque, 4 de agosto de 2008


Es evidente que a muchos paraguayos no hay sayo que les venga bien. A cada propuesta de nombramientos del ahora casi presidente: Fernando Lugo, surgen voces disidentes y censores oficiosos. Algunas, bien asistidas por la razón, otras no tanto y más bien cargadas de prejuicios apriorísticos, misoginia o subjetivismo rampante. Si bien es cierto que no existen hombres ni mujeres orillando la perfección, sería prudente concederles el beneficio de la confianza… o de la duda, y dejar de vetar u objetar nombres para los cargos de confianza. Al menos para ver de qué va la cosa, antes de los famosos cien días de rigor. No me ocuparé del tema baladí de la presidencia de la ANR, que para eso están los opinólogos a sueldo de los medios y yo escribo ad honorem.
Desde Milda hasta don Alejandro y ahora Margarita están siendo cuestionados por un quítame de allí esas pajas, pese a sus lauros académicos u otras virtudes que a lo mejor están eclipsadas por algunos defectillos; que herrar es umano, según Perogrullo del Valle, profeta de lo obvio. Es cierto que Lugo debe escuchar más a sus asesores técnicos… y hacer oídos sórdidos a sus parientes pedigüeños; como su pintoresco hermano el recientemente ungido “guardián de la paz” y Gran Desorientado del Eterno Oriente (habrá perdido la brújula, extraviado su compás o su GPS quedó sin baterías). Nuestro país es un galimatías a descifrar y sus habitantes un rebaño cerril a desbravar con las espuelas de la cultura, antes de tener expedito el camino al futuro.
De todos modos, deseo apelar a la cordura y el sentido común —de los que todavía los tienen en uso—, y rogarles mesura y aguante; que lo peor siempre está al acecho en alguna esquina del tiempo. No recomiendo rezar a la ¿divna? Providemencia; ni elevar letanías a la Virgen de los Pecados poco originales; ni prometer penitencias a Nuestra Señora de la Santa Lujuria, pero insisto en apelar a la Fe en el Cambio. Esa entidad que por tanto tiempo nos fuera esquiva, como el horizonte o el pie del arco iris. No sé si las indecisiones pendulares que últimamente tiene don Fernando para formar un equipo cañón son fruto de la prudencia o de vacilaciones temerosas, pero pienso que debemos dejarlo hacer. Por lo menos hasta que cometa las primeras gaffes políticas en ejercicio de poder.
Otro remedio no nos queda, y el ex obispo de los pobres tiene aún muchas sorpresas para quienes le concedimos el beneficio de la duda; ya que, con los que cayeron ese veinte de abril, teníamos certezas absolutas de que serían más de lo mismo.


¡Tenemos un nuevo presidente!

Luque, 15 de agosto de 2008


Esta vez no se impuso una anunciación angélica, con mofletudos seres alados, trompetas broncíneas, coros celestiales y toda esa parafernalia vaticana que ha bordeado el límite entre lo legendario y lo absurdo; si se entiende como tal la asunción de un “ungido” del Señor, ése de allá arriba; tal se solía estilar entre palios, inciensos, turíbulos, pebeteros aromáticos, solideos y sotanas de gala y media, ornadas de púrpura cardenalicia con solemnes sones de órgano litúrgico.
No. Esta vez, el señor Fernando Lugo ascendió civilmente (no servilmente como otros que conozco) y civilizadamente al poder, con las soterradas bendiciones del Nuncio Apostólico del diablo y, uno que otro miembro de la Jerarquía; aunque así nomás, sin bombos, platillos ni pompas eclesiales. Ascendió a un poder por largo tiempo esquivo a toda oposición liberal o de otro color. Ascendió, aunque, claro, no ingrávidamente como Nuestra Señora, la de la Asunción, sino por sus propios pies enfundados en cómodas sandalias. Pero ascendió, sin tropezones ni titubeos, casi como un predestinado.
Ahora, después de tantas manijas, opinologías y cuchufletas mediáticas, sólo nos queda esperar y ver en carne propia la Era Lugo. Muchos agoreros ya lo convirtieron en una especie de Kukulelé de las izquierdas, un chalado de la Teología de la Liberación o un clon de Chávez y Evo, pese a no tener petróleo ni coca. Por ejemplo el santurrón de Luis Andrada Nogués o la paranoica Nika Debernardi, quienes se rascaron (sic) las túnicas ante su candidatura, meses atrás. Pero es mejor dejarse de profecías y ver de qué va la cosa, que el tiempo suele hacer caer máscaras y disfraces a cualquiera.
El hecho de haber sido obispo es, hasta ahora al menos, un atenuante. Pero con el tiempo se puede convertir en agravante, tal el caso de Bertrand Arístide. Dios dirá si estoy equivocado; aunque probablemente éste guarde prudente silencio en este caso, como de costumbre. Que hasta ahora, ni él ni la patria han demandado a los perjuros que antecedieron a Lugo en la primera magistratura. Ya que esperamos más de sesenta años para que algo cambie, podemos esperar un poco más. ¿O no?
Y ahora…¿Qué?

Luque, 23 de agosto de 2008.

Según los arúspices, profetas sagrados, adivinos, umbandistas, tarotistas, prueberos, quirománticos y lectores de los callos de nuestros pies, estamos ante nuevos desafíos políticos; ante unas inequívocas señales arcanas de casi ingobernabilidad y alguna que otra ocupación preanunciada por ahí. Dicen los que saben… o creen saber, que los secuestros proseguirán, mientras el nuevo ministro del interior y los otros sequestrábiles no se les ocurra munirse e implantarse chips GPS, para ser localizados en menos que canta un gallo. Pero para esto último, no hace falta ser mago ni zahorí, sino apenas tener sentido común.
Por un buen tiempo seguirán los enjuagues y reacomodos de rigor en las alturas áulicas, en los anillos concéntricos y uno que otro ministerio. Es que con tanto legislador desviado hacia el Gabinete, se necesitan hartos suplentes y ahí vienenn las peleas de cuoteo. Cosas veredes, Juan Pueblo. Mientras tanto, los niños y los indígenas, indigentes todos, seguirán aireándose en las calles para variar. Los oportunistas seguirán pescando en ríos revueltos y la cultura seguirá buscando su propio ministerio independiente, que nadie quiere que alguien le haga sombra desde más arriba.
Las reformas también se harán esperar o desear, que lo primero es lo primero. Las transitadas calles seguirán siendo trampas traidoras a prueba de amortiguadores y haciendo agua como naves sin calafate, que total hay Evanhys y Essap para rato. Los documentos incautados en alguna binacional, seguirán siendo objeto de sesudos estudios arqueológicos… hasta que el vulgo y la prensa se olviden de ellos y regresen al freezer. Pero como cantaban Los Indios, “¡Viva el bavo Paraguay!” que tantas matufias ha aguantado sin hacer rodar cabezas, ni demandar a sus perjuros políticos.
Nos quedan la justicia, la educación y la salud, que el trabajo puede esperar y don Fernando ya tiene bastantes cosas en qué pensar y repensar. Es bueno (o sería bueno) que vaya calculando cómo renovar a esa cueva de ladrones en que se ha convertido la Suprema Corte de los Milagros y sus cortesanos, ésos que bien bailan al compás de las escuadras. No puede ser que nos veamos privados del placer de verlos rodar escaleras abajo y sin ascensores. Yo al menos, no quisiera morir antes de ello.
¿Y usted, amado lector? ¿Se anima a seguir esperando hasta el día del juicio final, el juicio a los jueces prevaricadores? ¿O le gustaría verlos ascender al cadalso de la historia, escalón por escalón ahora mismo?
Créanme que no quisiera esperar mucho, que para eso hemos votado a un verdadero cambio.



Cuentos de Tierra Adentro

Sobrevivientes anónimos (cuento)

Primer Premio del Concurso de Cuento Breve 2006 "Juan S. Netto" Organizado por Escritoras Paraguayas Asociadas y la Universidad Iberoamericana de Asunción.


Mire usted doctor, que, aquí donde me ve, sin ánimo alguno de autobombo
—que de eso abunda a raudales por los andurriales urbanoides que rodean nuestra humanidad—, estoy de vuelta de un largo y ancho periplo infernal, por los caminos reales y plebeyos de este país, que yace postrado bajo mi pie descalzo devorado por los devastadores colmillos de la necesidad y del corrupto dolo oficial, que la incrementa, día a día, hasta más allá de lo posible. Recuerdo cuando moví inicialmente las de andar, hace varios años —tras recibir mi título de bachiller y ser licenciado de la milicia obligatoria, magna cum laude pero desempleado y al borde de la miseria—, en dirección a esa ciudad, ahora de nombre trocado y troquelado en rumbo de colisión al sol, después de aquel golpazo, febrerizado e histriónico, como culebrón centroamericano, que depusiera al mandón nomenclador originario de apellido teutón ¿recuerda usted, doctor? Me había hecho el despropósito de meterme en el cacumen cuanto pasara ante el rasero de mis ojos perspicaces, que muchos conocidos apenas perciben una ínfima porción de cuanto los rodea a lo largo de su vida, y se extravían en lo mejor de ella por su ausente percepción. Pero no lo voy a entretener con detalles nimios y rutinarios, emergentes al paso de mi relativa relación, sino que tomaré al abordaje, cual intrépido maringote-galeote de chinchorro fluvial con ínfulas transoceánicas, el asunto que me ha traído hasta sus pacientes orejas, oidoras, atentas de palabras coloridas, de emociones mal contenidas; o ensombrecidas de angustias inconfesas y despoetizadas. Largos días he movido patacones descalzos y gastados de andar, para aproximarme en ese entonces, a la capital de la mosca dulce de color verde Wáshington; antes, mucho antes del triquitroque involuntario de la nomenclatura germanoica que esa ciudad fronteriza ostentaba antes del golpe, como ejemplo de adulonería mendaz y chabacana. Esa ciudad, entonces en vías de caótica expansión, gracias a las obras elefantiásicas con altas cotas de represividad llevadas a cabo por esos días, hervía de aventureros, buscavidas, ganapanes, robacoches, tahúres, traficantes, mulas, chulos, sicarios, contrabandistas y hasta gente de trabajo como yo, vea usted. El objeto del desplazamiento mío hacia los lares orientales —porque, crea usted, doctor, había más turcos, hindúes, vietnamitas, japoneses, coreanos y chinos, que en las mismísimas Hong Kong o Singapur—, era el encomiable deseo de trabajar en dicha obra, nomás fuese de carretillero o removedor de escombros —a manopla callosa y desnuda—, con tal de engordar mis escuálidas faltriqueras llenas de paupérrimo espacio, que no de efectivo circulante. Vea usted, que a patitas y con la golilla carente de combustible masticable, condumio o bebistrajo alguno —que a veces mendigaba un plato aquí y un jarro allá, changueando labores de peón de patio—, la hégira desde Asunción hasta Itaipú, se hizo más larga que puteada de italiano tartamudo o esperanza de pobre, pero finalmente pude arribar, aunque algo magro y cansado, a la meca de mis desvelos; tarea harto fatigosa que me demandara más de dos semanas, pues que ningún colectivero o piloto de terrenaves de pasajeros lo levanta a uno, sépalo usted, doctor, sin la oblación correspondiente del importe por el desplazamiento espacial. Tampoco nadie da un aventón a nadie, por esas rutas pletóricas de corsarios de tomo y lomo, proveedores del parque automotor de contramano; es decir transferido, manu militari, de viva fuerza al prójimo, como se estila en este país; sin contar con que la facha harto raída de este servidor civil, poco predisponía a la confiabilidad del prójimo, aún exhibiendo título de bachiller, medio arrugado, pero título al fin. Como le digo ¡sí señor! ha sido aquélla una peregrinación digna de Pedro el Ermitaño a la sarracena Jerusalén; pero pude arribar a buen puerto días más tarde, para postularme a la gleba servil del peonazgo raso, tras franquear varios portones-coladores, pletóricos de ojos avizorantes y olfatos perdigueros de dogos brasiguayos. Si me permitiera usted una breve digresión, doctor, compararía tal obra con los piramidales delirios de los faraones egipcianos ¿o se dice egipcienses? No importa. Pero me barruntaba en el caletre una comparación semejante, aunque olvidé las lecciones de Sarthou y Michelet. Claro está que, para ser admitido en áreas restrictas, debía contar con el visto bueno del caudillo político de alguna seccional oficialista local, de hematológica divisa punzó. Además debí pagar derecho de piso en varias áreas conflictivas, como el comedor y el barracón-dormitorio colectivo. La ventaja aparente de ser soltero y sin martirimonio en perspectiva a corto y mediano plazo, fue un privilegio inútil como peine de calvo. Por ser libre, sin compromiso y sin herederos, fui destinado a tareas más denigrantes y riesgosientas que las de domador de tigres siberianos sub-alimentados. Desde ser conductor carretillero, en inseguros andamios pendientes y pendulantes como deuda externa, a colocador de bananas vivas de explosivos demolientes, mire usted. El súper ingeniero aquél —si, ese mismo que después sería el segundo peor presidente de este país, que el ganador del primer puesto es éste otro de ahora—, no nos perdonaba una. Varias veces estuve a un tristristris de hacerme bollo, bajo la pesada cobija mortuoria de piedras, arena y lodo arenisco de geológica raigambre y prosapia, que medio diluviaba sobre mí a cada pumpunazo de las bananas. Mire usted, doctor, que si no fuera por la virgencita de Ca’acupé y ese otro que no me acuerdo ahora —sí, ese barbudo coronado con espinas y aspecto de fakir sagrado—, estaría viendo crecer raíces de malezas en algún campo non sancto de por ahicito nomás. Fueron aquéllos, créame, los anémicos e inflacionarios aborígenes más duramente ganados de toda mi profesión de corredor de liebres. Como le digo doctor, pasé por situaciones límite que harían parar los pelos del corazón al más pintado y altanero, sin sufrir aún mengua de extremidades o extremismos en mi humanidad, hasta ese día. Siempre trataba de hurtarle mi magra osamenta a las angurrientas parcas, con fintas y gambitos ajedrecísticos; pero ya ve usted, a veces uno se olvida de algo, se distrae con el paisaje o con los desaforados gritos de los capataces, quedando de improviso sin comerla ni beberla en la línea de fuego de bananas de trotyl, que casi me despanzurran y borran de la nómina más de una vez. Sólo en mi zona de obras, las niñas de mis ojos se hicieron adúlteras viendo morir, o quedar inútiles como gallos capones, a varios compañeros, a causa de renuncios y relajos de las normas de seguridad, si es que las había. Pero mire usted, que el susodicho de incompleto cuerpo presente, quien le habla, es poco propenso a exageraciones y no le chamullo más que lo esencial, que para lo otro están los políticos. En un sólo año debían haber finado más de cien prójimos, quedado lisiados e inservibles (salvo para invocar a la caridad) otros tantos, y me quedo cortina todavía, que no tuve modo de tener en la sabiola datos ajenos a mi área específica de trabajo. Apenas, como le digo, pude registrar en mis neuronas lo visto y oído, huyendo de mi conocencia lo demás, que por otra parte era secreto de Estado Jodido. Fue justamente una mañana, en que se proyectaba el desvío del aguachento Paraná, que ostentaba en sus caudales más agua que todas las industrias lácteas del país, experimenté aquello que me condujera hasta sus ojos y orejas, en este bar de mala muerte y peor vida. Recuerdo que, días antes, se colocaron las cargas que debían abrir el canallesco canal de desvío, ante expectable público, periodistas, turistas atrabiliarios, autoridades civiles e incivilizadas, técnicos y, por supuesto, la peonada recia y montaraz de turno, aunque no en palco alguno. Justo a mí me tocaría el reparto de las mechas y bananas, con otros dos amigos solteros amancebados que ligaron de rebote la patriada. Mire, usted, que el primer error podría ser el último en tales instancias, por lo que extremamos perspicacia y temperancia para no confundir nada ni ahorrar espoletas. Además, por comprometer su presencia el general presidente —ése que nos pedía creer que éramos felices y no lo sabíamos—, sus fieles cancerberos militares nos vigilaban durante la siembra de trotyl para evitar posible mal uso de dicho material expansivo, accidentalmente o no. Pues mire que el general tenía una paranoia que no le cabía en el uniforme y desconfiaba hasta de su familia, igual que el López aquél, que mandara fusilar a sus hermanos y muchos más por un chisme de comadres. Al final, bajo la atenta mirada de sus gorilas, terminamos de colocar todo en orden para la ceremonia, sólo que olvidé la hora exacta del vicheo de la escena explosionante que se preparaba con precisión administrativa; pero tampoco tenía reloj para cotejar. Tal vez usted se preguntase, el porqué de esta maratón lingüística que me tiene derrochando material hidrante bucal, en un aparentemente incoherente relato querencioso, acerca de mis pasares y pesares; pero la razón de mi atroz verborragia, trepidante y saturadora —que abruma las pacientes antenas parabólicas en estéreo que lleva usted por orejas—, es la necesidad de dar curso de solución, que no desolación, a esta carencia pauperizante, y solicitar su apoyo, vea usted, que buena falta me hace en mi menesterosidad actual a causa de lo que puede usted contemplar en estos momentos. Como le iba parloteando, el horrísono cantero de obras húbose cubierto de banderas y gualdrapazos ruidosos de trapos flameantes, de todos los colores, menos el de la justicia, claro. Bandas militares atronaban los aires con sones patrioteros, marchas y agresivos himnos beligerantes poco realistas, esperando la hora uncial del inicio de la explosiva ceremonia del desvío del río Paraná; que a su vez daría puntapié inaugural a las obras represivas de la futura hidroeléctrica —binacional en la construcción y mononacional en el reparto de kilovatios—, vea usted. Este servidor corría de aquí para allá, compitiendo mi derrame de sudor con el discurriente Paraná, espoleado por capataces y capangas para dejar todo a punto de caramelo en honor a los egregios presentes que nos honrarían con su visita, en ese pozo infernal llamado eufemísticamente "sitio de obras" y al cual lo llamabamos nosotros, los obreros: "las tripas del diablo", que la garganta del maloso estaba un poco más allá, en las cataratas de Yguazú, pero sólo para turistas con divisas convertibles y poder adquisitivo. Muchos compañeros míos habían sido digeridos ya, por ese famélico entripado del que le hablo. Y yo me hallaba colocando banderas, tablados escénicos, luces y asientos para los espectadores, amén de carteles en guaraní, castellano y portugués y la mar en bicicleta. El que esto le parlotea, en tanto, corre que te trota, como caballo de tiro... o equino esquizofrenético de mercado cuatro, bajo las órdenes vociferantes de los perezosos capataces; hasta que llegó la hora del ceredemonio o lo que fuese y me dejaron en paz. Aproveché la breve tregua discursera, para higienizarme superficialmente en un hilillo de agua de lo que en días mejores fuera un arroyo, antes de dirigirme a la zona de seguridad; por lo visto se me fue la mano en la esclarecedora tarea de espantar mis humores y librarme de la polvareda roja, que inclemente curtía mi epidermis transpirada.
Tarde caí en cuenta de mi descuido, cuando escuché la sirena, casi en cueros, que apenas pude tomar mis raídas prendas antes de salir corriendo como alma hacia el diablo por la autopista de la placentera perdición. En dicho menester me hallaba, a menos de un centenar de metros cuando se produjo la cacofónica explosión, en una mega escala decibélica nunca sentida por mis oídos. La granizada de pelotillas de basalto, cantos rodados y barro colorado no me daba tregua ni cuartel y quedé allí mismo, con las secuelas que usted contempla ahorita. Tras el burumbumbum ceremonial, me recogieron de allí para arrojarme como saco de batatas en el dispensario de la empresa, Luego de dos largos meses de convalecencia, fui despedido sin indemnización por no cumplir las normas de seguridad y otros etcéteras, que me dejaron en la inopia. Encima por toda compensación, me resarcieron con un par de poco ortopédicas muletas de basta madera y pasaje de regreso a mi punto de partida, teniendo la interdicción de ingresar de nuevo al sitio para ulteriores reclamos a los gerontes de recursos inhumanos. ¿Ha visto usted? Con una pierna y media, un brazo izquierdo semi-triturado y sin blanca, pasé a engrosar el padrón de mendigos callejeros de la capital, con menos de treinta añares encima, que no sé cuántos me quedan enfrente. Vea usted, doctor, que mis muletas y muletillas no mienten y testimonian esbozando, con harta elocuencia, cuanto me hubo acontecido. Usted que curte la onda leguleya y laboral del foro nacional, me ha sido recomendado por otros amigos, colegas, de oficio vacante, paro sofocante y miseria galopante, a fin de apoyar mis justas pretensiones de resarcimiento ecuménico, perdón, quise decir económico, a trueque de mis discapacidades adquiridas en cumplimiento del deber. Además, me dijeron que usted puede litigar para una justa indemnización a cambio de mi invalidez. ¡Ah! ¿No hay caso, doctor? ¿No se anima a enfrentarse usted con esos tiburones y empresaurios, esgrimiendo la querella reivindicatoria de un obrero mojarrita e insolvente? Entonces, doctor, lamento haberlo entretenido de sus sesudas labores de docto auxiliar de la justicia. Reciba usted mis excusas y perdóneme nuevamente, por olvidar en qué país estoy sobreviviendo.










El Santo Desconocido




Nunca se supo su origen con certeza, pero mi abuela decía que era más viejo que el pueblo de Santaní, lo que es decir viejo mismo, como la corrupción. Decían los más viejos entre los viejos de mi casa, que perteneció quizá a una familia antigua del lugar, cuyos últimos descendientes fueron todos exterminados o desaparecidos en la Guerra Grande. El santo quedó abandonado bajo escombros —en una capilla destechada por el bombardeo aliado—, de donde finalmente quedó en poder de mi bisabuela por ignotos medios y procedimientos non sanctos.
Por supuesto que me encargué de hacer correr lo oído en casa. En el almacén, en el tambo del lechero de la familia y en el mercado de abasto de Santaní. Cuando alcancé la adolescencia, ya habían pasado tres comisiones vitalicias pro-capilla para nuestro
santo, que empezó a ser venerado por medio Departamento de San Pedro y dos tercios de Concepción, más casi un cuarto de Ca'aguazú. Al principio, mis viejos vivían de un pequeño lote de tabaco, porotos y maíz, que revendíamos a los bolicheros de la zona. Cuando estuve por ir al cuartel, la capilla ya había sido remodelada y ampliada tres veces. La fama de nuestro santo había crecido hasta más allá de Ponta Porã; lo recaudado en cada fiesta patronal, daba para otra ampliación de nuestro rancho (teléfono incluido), y tres años después, hasta sobraría para la primera entrega de una camionetita brasilera. Aunque cuando el concesionario supo que éramos la familia propietaria del santo desconocido, nos regaló la camioneta sin trámite alguno, en agradecimiento a no sé que intercesión del santo en algún problema que tuvo. ¡No les cuento lo que me encontré en casa después de salir del cuartel! ¡Una romería de aquéllas, que ni en Sevilla, Roma o Santiago de Compostela!
¡Ah! ¿quieren saber ustedes de qué santo se trataba? Nunca lo supimos. Casi todos los santos tienen barba; manos orantes o en pose de bendecir. Simplemente le llamábamos (entre nosotros, claro, y en voz baja) el santo desconocido, ya que, como les dijera antes, nunca supimos su origen. Para los parroquianos mulatos de Ca'aguazú, Emboscada y Mato Grosso, era el Santo Rey o en su defecto un Oxaláh afroamericano; para las siervas de María era un San José; para los estacioneros de Tañarandy, un Jesús carpintero vestido de marrón fajinero; para los carismáticos, un San Pablo doctoral, y así en adelante. Obviamente tenía sus atuendos, pelucas, báculos y alhajas listos para cada congregación que deseara homenajearlo anualmente.
Es que el santito, tenía la coronilla pelada de origen, como los franciscanos, y entonces lo vestimos de marrón siena, blanco o celeste y amarillo; algunas veces con peluca, si debía oficiar de Jesús o de San Pedro. Mi padre, que era masón y liberal, nunca creyó mucho en las virtudes de los santos de madera ni en milagreríos, pero veía con buenos ojos las actividades rituales, o mejor: dicho: redituales por lo que aportaban a los fondos de la familia. Mi hermana menor estudió Comercial en Coronel Oviedo, para poder administrar el negocio de venta de velas, reliquias, réplicas del santo y estampitas para los peregrinos. Yo me dediqué al dibujo, escultura y pintura para diseñar réplicas sacras y toda actividad artística relacionada con el culto al santo.
Hasta entonces, mis padres llevaban cuenta de todo, pero ya nos preparábamos para asumirlo en el futuro. El culto al misterioso y aparentemente milagroso Santo Desconocido comenzaba a ser un fenómeno masivo casi binacional. Como tenía identidad ignorada, fue devocionado por varias cofradías, y sus fiestas patronales se efectuaban hasta seis veces en el año; excepto en los bisiestos, en que tenía una heptada (ese término lo creó mi padre neocartesiano y ¿por qué no? neomaquiaveliano), es decir: siete fiestas, a las cuales más recaudadoras. Obviamente, teníamos contratados a los mejores calesiteros, ruleteros y equipos de sonido del país y algo más allá, para las calendas santas y sus octavas. Hasta conseguimos un alegre animador profesional oriundo de Tacuaral, compañero de logia de mi padre, y que después llegaría a ser un importante senador de la nación, famoso por su verborragia altisonante pletórica de oquedades y sofismas de escasa profundidad, eso sí, muy simpático y dicharachero.
Nunca nadie intentó develar la identidad del santo desconocido; pues que daba para todos los misterios, gustos y devociones. Si alguna vez hiciera algún milagro, nunca nos enteramos personalmente, sino por comentarios de viajeros arribeños, quienes a su vez lo habrían oido por ahí. Tampoco nadie se quejó nunca que el santo fallase alguna vez con sus innúmeros promeseros estacionales, peregrinos funcionales o devotos coyunturales.
La afluencia de romeros, era harto incesante en ciertos días del año y nuestra producción de reliquias casi no daba abasto para tantos fieles; por lo que decidimos en familia, montar un pequeño taller de alfarería para poder fabricar réplicas de barro cocido, una pequeña imprenta para las estampitas y certificados de bendiciones papales y una fábrica de velas de cera, esperma o de sebo según sus categorías, para los promeseros. También solicitamos una donación de dos lotes a nuestro vecino, a fin de contar con una playa de estacionamiento, para los cientos de vehículos que mensualmente convergían con peregrinos de lejanas localidades, o turistas que venían para llevarse souvenirs sagrados bendecidos por el Papa. Ni la Virgen de Ca'acupé tuvo por esos días tantos fieles devotos. Hasta monseñor Aquino —también cófrade de logia de mi padre— quiso pedir su traslado a nuestra feligresía, para poder administrar mejor el fenómeno multitudinario del santo desconocido. Pero la curia de Asunción lo pensó mejor y permaneció en Ca'acupé para hacernos competencia sacra, hasta jubilarse en olor de hartura y plenitud, que no tanto de santidad.
Si no ejercí el sacerdocio exclusivo al servicio del santo desconocido, les aseguro que fue simplemente porque no hice pasantía de rigor en un seminario. De haberlo hecho, hoy sería obispo de alguna basílica monumental, aunque el celibato no me sienta y la castidad me afectaría el duodeno y el epigastrio; aunque esto último según parece, no es condición sine qua non para ejercer el sagrado Ministerio Sacramental.
Todo iba bien, hasta que en plena era perjurásica —es decir cuando mandaba el tiranosaurio rey—, un presidente de seccional del pueblo de Santaní comenzó a echar mano a cuanto santo pudiese, pues se rumoreaba que algunas imágenes antiguas tenían compartimientos secretos en sus cuerpos de madera. Y se decía que el seccionalero, un tal Itzvan Smirnoff, también hermano de logia, que se creía heredero de Iván el Terrible, habría hallado hasta rosarios de filigrana de oro y monedas en uno de ellos. Lo cierto es que envió a sus capangas a ofertar hasta cincuenta mil guaraníes por cada santo de mediano porte. Como el nuestro no era ni tan tan, ni muy muy, el precio ofertado fue apenas de veinte mil aborígenes, lo cual fue rechazado de plano por mi padre más o menos ateo y mi madre mariana; así como por mi hermana, devota de la Congregación de la Santa Frustración. Ni por todo el oro de Luque aceptaríamos desprendernos del Santo Desconocido, herencia de nuestros mayores, protector de la familia (¡y cómo!) y de las comunidades limítrofes que se avocaran a su gracia milagrosa.
Este caudillo de quien les hablo, no aceptaba negativas y cierto día nos envió un cheque por los veinte mil, y a sus capangas, escoltados por policías de investigaciones que querían apresar a mi padre por ser contrera (les dije que era liberal). Tuvimos que resignarnos a ceder nuestro santo, aunque no su milagroso poder; pero mandé decir a don Itzván, que necesitaríamos un mes para despedirnos del santo con ceremonias antes de enviárselo. Todos sus devotos tenían derecho a concederle honras y exvotos. Tras los rituales de expiación, se lo enviaríamos envuelto como para regalo, que de hecho lo era.
Demás está decirles que don Itzván aceptó, en un inusual arranque de magnanimidad y tuve tiempo de hacer una réplica exacta del santo desconocido, con un buen trozo de timbó aparentemente macizo que había en un rincón del rancho (en realidad es una metáfora), dejado allí quién sabe por quiénes. Incluí alhajas (de bisutería, claro) y su basto hábito marrón. El verdadero, es decir, el original y sus alhajas de dieciocho quilates, lo guardamos en lugar seguro, bien lejos de Santaní.
Tras hacer todas las ceremonias de traslado del santo a la capilla privada de don Itzván, se lo enviamos. Luego supimos que los habituales devotos del santo no podrían acceder al nuevo emplazamiento privado, por lo que de todos modos, éstos aceptaron seguir realizando sus cultos en nuestro solar y consintieron en que el santo fuese una réplica del original, del cual dijimos, frente a la augusta presencia del señor Jefe de Investigaciones de cuerpo presente (me refiero al cuerpo de matones macheteros de Santaní), que fuera llevado a Roma por don Itzván a fin de ingresar al panteón cristiano con las siete bendiciones del Papa y el Sacro Colegio Cardenalicio.
Para ese entonces la capilla había crecido y contaba con tinglado multiuso y cancha de fútbol de salón, amén de un complejo de material cocido con baños, agua corriente y cantina permanente, con trazas de convertirse en futuro Supermercado o Shopping Center.
Por esos días, ya me había casado —en nuestra capilla claro—, con la bendición del arzobispo de Asunción, opusdeísta funcional y también cófrade de logia de mi padre, quien nos prometiera dispensas papales en breve. Mi señora esposa, pasó a ser la mayordoma del Santo Desconocido cuando ejercía de San Francisco, San Antonio y Santo Rey; mi hermana, los domingos y algunas que otras fiestas de guardar; mi madre, en vísperas de Semana Santa y Navidades, etcétera. Era ardua la tarea y había que compartir responsabilidades y espacios. Lo cierto es que, don Itzvan Smirnoff, halló veinte monedas de oro escritas en inglés, un rosario de coral y filigrana de oro, diez anillos de ramales, aunque de oro bajo y siete pulseras de oro y plata ¡en la réplica del santo! y que por cierto no era de guatambú ni cedro, sino de timbó. Es que tallar un trozo de esas maderas, me hubiese llevado más de un mes. Pero no podía imaginar que en ese bloque viejo hubiese una oquedad disimulada y con alhajas encima. Bueno, de todos modos nuestro santo nos ha bendecido por valor cientos de veces mayor a lo largo de dos generaciones. No nos podíamos quejar después de todo.
Cuando alcancé la edad adúltera, quiero decir: madura me hice cargo de las actividades del culto. El predio en que se asentaba la capilla había crecido en ochocientos metros cuadrados con donaciones de vecinos nuestros y la intendencia municipal. Ya se perfilaba un monumental templo neogótico, cuyos planos preparaba un conocido arquitecto capitalino, acabados poco tiempo antes de fallecer éste de una misteriosa enfermedad color de rosa.
Hace poco, hemos enviado los bocetos de los planos del nuevo templo a un equipo de arquitectos europeos, a fin de ver las posibilidades de iniciar una nueva etapa, más solemne y magnificente del culto al santo. Nuestra feligresía ya iba ameritando un cardenalato propio y un templo acorde a ello de acuerdo al Canon litúrgico. Hace algunos años que mis padres fallecieran, y también fueran defenestrados el tiranosaurio y algunos de sus acólitos, entre ellos Itzvan Smirnoff, con lo que recuperamos la réplica entronizando de nuevo al original. Nuestra capilla ha crecido y casi tiene porte de catedral. Nuestro patrimonio también. Aún nuestro santo no tiene nombre y lo seguimos llamando, en familia como el Santo Desconocido. Tampoco comprobamos nunca si alguna vez hiciera algún milagro certificado por la Jerarquía, para alguno de sus devotos incontables.
Pero sí sé con certeza que para nosotros no hacen falta milagros, para reconocer y venerar su santidad.
Amén.








El promesero burlado


Más devoto que Abundio Portijú, no hubo ni habrá, en toda la vasta geografía de este país, y, menos aún, en el departamento de Concepción; mucho menos todavía, en Horqueta, de donde era oriundo el personaje de quien les hablo; que en gracia sea. ¡Amén!
Toda su vida recorrió la región en su oficio de comerciante minorista, con su inseparable carreta de dos yuntas de estólidos bueyes de cansina mirada y pachorrento andar. Llevaba porotos y mboroviré (yerba mate semielaborada) a San Pedro, Yvyja'u, Pedro Juan Caballero, Zanja Pytã y Ypéhü; trayendo a su valle azúcar brasileña, cigarrillos de contrabando, aguardiente y cuanto le pidiesen sus vecinos; quienes le proveían de mercadería de su cosecha, para vender y dinero para comprar por la ciudad fronteriza.
Como se dijera, era muy devoto de la Virgen de Ca'acupé y nunca pudo llegar hasta el santuario serrano; aunque conversando con algunos que sí fueron, pudo saber que el paisaje de la Cordillera era muy parecido con el del Amambay, salvo detalles. Pero como le iba bien en los pequeños negocios de macate y acarreo, decidió encomendarse a la Virgen y prometerle una visita al santuario, si le iba mejor que bien, claro. Abundio no era de ésos que reculan de sus promesas; y estaba decidido a viajar a Ca'acupé con su inseparable amiga de dos ruedas en una travesía que podía ser más larga que esperanza de pobre o retahíla de tartamudo italiano. Es que allá por los años cincuenta y pico, los quinientos treinta y pocos quilómetros —de barro colorado en aguaceros y costra polvorienta en las canículas hasta Ca'acupé—, no eran moco de pavo, para carretas de lerda legua por hora. Y eso a buen paso, lo que significaba para los pobres bueyes una buena tanda de heridas de picana, con moscas chupasangres orbitándoles el lomo, y la fatiga quitándoles el resuello paso a paso. Porque hay que decirlo; Abundio no escatimaba picana a sus animales para acelerar el tranco cansino de sus dos pares de pacientes bestias, a cual más estólidas. Claro que, luego de llegara destino, les lavaba pacientemente sus heridas y hasta les aplicaba solución de creolina para desabicharlas... hasta el próximo viaje. Abundio Portijú, por otra parte, quería mucho a sus animales de tiro y a su carreta —a la cual engrasaba los cubos de las ruedas con unción casi religiosa cada diez leguas—, para que le durasen y para que no le chillaran durante la travesía, distrayéndole de sus devociones por la virgen; a quien rezaba largas letanías, aprendidas en la infancia de catecismo y cintarazos paternos.
A los trancos y a los tumbos, la cansina carreta iba y venía llevando y trayendo mercancía, mientras Abundio Portijú engordaba su alcancía con lo que sobraba de los gastos de manutención de su casa, familia y animales de tiro. Tal vez en poco tiempo más, pudiera realizar su sueño de homenajear a la Virgen en su propia casa. Por esos días, la iglesia de Ca'acupé era aún una sencilla estructura de rojo ladrillo mal revocado de barro blanco (caolín) y cal y colonial estilo; sin las pretensiones monumentalistas del megaproyecto de basílica eternamente inconcluso desde 1908 a la fecha, que propiciara pantagruélicas tragadas de los fondos, que miles y miles de devotos oblaban cada año a su santa patrona con ingenua credulidad, mientras el clero engordaba a cuatro carrillos en olor de hartazgo que no de santidad.
Abundio rezaba un padrenuestro por quilómetro y un rosario por legua para obtener la protección de la Virgen contra accidentes, asaltantes, enfermedad de sus animales, y otros males que suelen acechar a quienes desafían los azares del camino.
Parecía que la Virgen lo protegía, porque, aparte de algunos chubascos y tormentas, nunca tuvo problemas con sus animales ni recordara que su carreta haya roto ejes o volcado en alguna cuneta. Nunca registró faltantes en peso ni cantidad de sus mercancías de compra y venta. Tampoco sus vecinos vieron mermas en sus transacciones, ni recibieron productos defectuosos o vencidos por parte de Abundio, quien siempre cumplía a carta cabal sus tratos. Era éste digno devoto y merecía llegar a los pies de la Virgen (es un decir, ya que la santa imagen carece de ellos y lo disimulan con un ortopédico miriñaque, un vestido rococó en azul y oro y prótesis capilar). La religiosidad de Abundio Portijú casi rayaba en lo pagano, pero de su sinceridad no cabían dudas. Era capaz de irse caminando de rodillas, si la santa imagen llenase sus expectativas en lo concerniente a sus negocios; es decir: colmándolo de bienes materiales y permitiéndole tener un camioncito diésel para poder jubilar a sus fieles bueyes y a su ya anciana carreta.
Es que Abundio de tanto recorrer por tres departamentos, —a velocidad de cortejo fúnebre, y una capacidad limitada de carga—, pensaba que mejoraría su situación, si lograba acortar el tiempo de sus travesías comerciales y ello redundaría en beneficio de sus negocios. ¡Amén!
Y si la Virgen lo quería él, Abundio Portijú llegaría a ser un magnate del comercio de macate y compraventa. Nunca se le ocurrió encomendarse al Señor Jesucristo ni al propio Jehová o como se llamase el Más Alto, ni a los innúmeros santos del panteón católico romano. Sólo la Virgen ocupaba todos sus espacios devocionales y sus oquedades cerebrales; sus sueños de grandeza y sus delirios de posesiones materiales y goces espirituales. Aunque nunca supo bien qué significaba la palabra espíritu, o la diferencia entre éste y alma; pero sentía que esos pensamientos y reflexiones eran para los librepensadores y herejes. No para los creyentes de fe sólida como la roca de Pedro. Tampoco leyó nunca la santa biblia, porque el señor cura decía que eso sólo lo hacían los protestantes y que la lengua sagrada era el latín que sólo los ungidos sacerdotes consagrados podían leer y entender.
Eso sí, estaba algo cansado de bregar día y noche por esos caminos, a veces intransitables, y regatear con compradores de su mercancía y con los vendedores que lo abastecían para el regreso a su valle. Abundio, pensaba que tripulando una terrenave motorizada, sería más respetado que sentado en el tablón de una carreta de tracción a sangre. Claro que en tal tesitura tendría más limitaciones y si lloviese se le cerrarían las rutas; a veces por días enteros, e incluso semanas. Pero los riesgos son para ser vencidos. Los desafíos son parte de los negocios; y los negocios son parte de la vida y la lucha por ella, que sólo cesa al entregar el alma a... digamos que a Dios, aunque Abundio preferiría seguramente descansar eternamente en los brazos de la Virgen ¡vaya uno a saber!
La concubina de Abundio, doña Liduvina, estaba harta de la fijación de su hombre con la Virgen pero se lo guardaba para su coleto, cuidándose de exteriorizar su disgusto, el cual podría interpretarse como herejía o algo peor. Es que Abundio era tan devoto, que salvo para engendrar un hijo cada año y medio, dormía de costado y orando letanías para no caer en la tentación de la carne, como llamaba el señor cura a ese vicio del pecado original llamado "amor".
Para ese entonces, doña Liduvina había parido su duodécimo vástago que aún mamaba y su prole parecía un muestrario de fábrica de escaleras, a los cuales más traviesos y movedizos. Tampoco las largas ausencias del jefe de familia hubieran contribuido a mejorar la conducta hiperactiva de su docena de criaturas semisalvajes, a las que, ni la escuela podría domesticar. Abundio no se preocupaba por esos detalles y los encomendaba, como de costumbre a la Virgen, a fin de que hiciese de todos ellos buenos cristianos y devotos de la santa imagen milagrosa.
Doña Liduvina, harta de las infidelidades de su hombre que dormía con la Virgen en los labios y pensamientos, decidió a partir del décimo año de concubinato, saciar sus caliginosos impulsos febriles del bajo vientre, con quien la supiese apreciar como mujer, antes que como máquina de parir carne viva en este valle de lágrimas. En una de las prolongadas ausencias de su hombre, conoció a un jovencito imberbe en el mercado público del pueblo de Horqueta y, tras engatusarlo debidamente y al darse cuenta de su virginidad, lo invitó a que la visitase ciertas noches, con el consabido sigilo.
El jovenzuelo no tardó en probar las mieles del amor y se engolosinó en demasía, al punto de convertirse en un asiduo visitante de la casi viuda Liduvina, pues aunque madura y algo entrada en carnes, aún prometía. Por otra parte la Liduvina tenía, además de apetitos atrasados, una fantasía inagotable y un repertorio variado de posiciones amatorias; con lo que el semipúber quedó prendido como garrapata a los deseos de la ardiente matrona.
Abundio Portijú, en tanto, seguía con sus devociones, sus letanías y sus sueños de futuro empresario de transporte y propietario de una abarrotería de ramos generales (los supermercados eran aún desconocidos por entonces), a lo que los brasileros de la zona denominaban secos e molhados (secos y mojados). Su fidelidad a la Virgen santísima le impidió darse cuenta de que no todos sus hijos se le parecían a él o a Liduvina; y que tres de ellos eran flagrante y alevosamente rubios, de ojos verde gatuno y rulitos eléctricos, como el Protasio Montes, que así se llamaba el devoto de Liduvina; que ya no era virgen precisamente, pero no desmerecía dicha devoción, digna de María Magdalena.
Liduvina sonreía para sus adentros, mientras compartía pasivamente el lecho con su hombre, don Abundio, y oía sus quedas letanías a la Virgen y avemarías interminables que precedían a sus ronquidos. Imaginábase en tanto poseída por el fogoso y pelirrubio Protasio Montes, el cual estaba aprendiendo las artes del amor a pasos acelerados. Al principio, éste la amaba a los saltitos, como gorrión en celo, pero a los pocos, se convirtió en un amante profesional que la saciaba a plenitud y dormía abrazado a ella hasta oírse el primer canto del gallo, tras lo cual debía escabullirse tal como vino. Protasio sabía de memoria la rutina del jefe de familia y que cuando la carreta y los bueyes estuviesen en el patio, debía pasar de largo, cual furtivo pombero y sin despertar las sospechas de los vecinos ni del dueño de casa.
Pero el plazo del cumplimiento de la promesa sagrada, íbase acortando como vencimiento de pagaré. Los esfuerzos de don Abundio fructificaron y gracias a la intercesión de la Virgen pudo reunir para la primera entrega de su soñado camioncito de tres toneladas, de marca brasilera medio desconocida, pero con motor diésel y traseras duales. Tendría que gastar un extra en su carrocería, pero valdría la pena el esfuerzo. De todos modos, debería aprender a manejarlo y desarrollar el motor antes de empezar a trabajar con él. Mientras, seguiría con la carreta. De pronto, recordó que había prometido ir de carreta hasta Ca'acupé y ello le llevaría veinte días entre ida y vuelta, suponiendo que las rutas no estuviesen clausuradas en tanto. Pero la devoción de Abundio no podía permitirse una reculada ante las dificultades. Por esos días, el hijo mayor de Abundio cumplió los diecisiete años y debió ir al cuartel donde aprendería a manejar haciendo de ordenanza de un coronel. También aprendería forzado a leer y escribir, ya que en su infancia detestó ir a la escuela pese a los cintarazos maternos y a las prédicas de su permisivo y piadoso padre. Don Abundio, tras dejar todo en orden en su casa, partió con su cansina y traqueteante carreta un fin de noviembre hacia la villa cordillerana, como para estar el ocho de diciembre ante la Virgen.
Llevó abundante provisión de longanizas, mandioca y chipá para el viaje. También yerba y equipo de mate y tereré para saciar la sed del camino y un rosario para abrevar su ansiedad devocional. Apenas hubo partido el hombre y caído el sol a su lecho del horizonte, cuando el semental Protasio Montes llegó con ansias mal contenidas y fiebre atrasada de post adolescente. Para no armar batifondo en el precario rancho con su criaturada semidormida, fueron a revolcarse cerca de la chacra, entre maíces y porotos, gemidos y jadeos hasta el amanecer. Cuando las criaturas se levantaban para ir a la escuela, Liduvina lucía ojeras como antifaz y se veía agotada —como los bueyes de don Abundio al regreso de un viaje—; pero feliz y suelta, como bailando en una pata. Fingióse indispuesta para poder reposar y reponer el sueño atrasado, mientras que el Protasio se quedó dormido bajo un tarumá al borde del camino y faltó a su trabajo en el mercado del pueblo.
Abundio a esas horas estaba a varias leguas de distancia y mascullando avemarías y padrenuestros a su santa patrona. No había dormido en casi toda la noche a causa de no querer detenerse y tuvo que soportar los barquinazos de la carreta, por esos caminos surcados de huellas profundas de camiones y alzaprimas cargados de preciada madera que iba a parar a los aserraderos linderos con el Brasil.
Sabía que tenía tiempo de sobra para llegar sobre la fecha sagrada, pero la prisa y la ansiedad carcomían su ser. Repasó mentalmente las ofrendas que llevaba para su santa patrona: un anillito de oro fino, una pieza de la mejor seda celeste que le vendiera el turco Mustafá, dos docenas de velas perfumadas y un paquete de incienso bendecido. Pensó de pronto que tal vez se apresurase en cumplir su promesa sin esperar que el camioncito rindiera sus dividendos y beneficios, pero una promesa es una promesa. Tal vez, más tarde pudiese hacer otra peregrinación al santuario nacional. Esta vez, al volante de su carreta diésel y en menor tiempo. Tantos pensamientos rumiaba don Abundio sobre sus devociones, que no cabían en su mente pensamientos pecaminosos y ni sospechaba el revolcón que se estaba dando en esos momentos la Liduvina con su sombrero ca'á (amante clandestino) y, tal vez, padre de varios de sus hijos.
En efecto. Aprovechando la peregrinación de su concubino, el cual le prometió legalizar y bendecir la unión tras su viaje a Ca'acupé, la cuarentona y querendona Liduvina estaba saciándose a más no poder de tanta abstinencia anterior. Tal vez no supiera qué era el Kama-Sutra o el Ananga-Ranga, pero en materia de amores, se las sabía todas, de puro cachonda nomás y su imaginación no tenía límites. Ni el mismísimo marqués de Sade podría contra ella y sus fiebres ventrales. Hasta su joven semental estaba agotándose de tanto reviente y trasnoche lujurioso. Su patrón ya estaba a punto de echarlo del puestito del mercado de Horqueta y los hijos de Liduvina estaban desconfiando algo, acerca de las frecuentes indisposiciones y jaquecas diurnas de la mamá. Muy seguidas éstas, últimamente, desde que la solía visitar el rubio ése, tan parecido con dos hermanas y un hermano menorcito.
El mayor, aún seguía en el cuartel y los otros, a la buena de Dios, entre la escuela, los cintarazos maternales y la canchita de fútbol o la victrola del bolichero de la compañía. Las nenas casi no jugaban a las muñecas y comenzaban a suspirar con las radionovelas brasileras de cangaceiros y damitas. Las hormonas comenzaban a hervir en las mayorcitas y, gracias a Dios que hubiese pocos varones en las cercanías, que de no, la hubiesen pillado in fraganti con su romeo rubio en un revolcón bajo algún yvápõvõ, mientras sus hijas trataban de imitarla en sus escarceos románticos.
Doña Liduvina por otra parte era muy piadosa e iba cada dos domingos a misa con sus hijos e hijas. Tal vez para disimular sus carnales preocupaciones y sus largas e insomnes noches de lujuriosos aquelarres de bacante dionisíaca.
Tras varios días de lenta travesía por caminos entre fangosos y polvorientos, don Abundio íbase aproximando a su sacro objetivo. Contaba con los dedos los días y horas que faltaban para llegar a la villa cordillerana. En el último tramo entre San José de los Arroyos y Barrero Grande, venía costeando la ruta por la banquina derecha porque el asfalto todavía era un mito inalcanzable. La segunda reconstrucción se veía venir pero faltaban concretar préstamos brasileros para asfaltar hasta un lugar llamado puerto Franco, hacia la frontera paranaense. Los rapai pagarían el puente para meternos de contrabando cuanta basura industrial saliese de los talleres fabriles Made in Brazil. Juscelino Kubitschek alias Jotaká, tenía planes estratégicos de hegemonía a causa de la presión de los sem-terra del nordeste y...tudo bem. Pero entonces, apenas existían tramos enripiados para transporte liviano.
Pero saliendo de estas digresiones de lugar, diremos que Abundio Portijú se aproximaba, despacio pero seguro a la Meca de sus anhelos, con jaculatorias, padrenuestros, avemarías y pésames en boca. El júbilo lo embargaba nimbando su faz con un halo místico que sólo poseen los bienaventurados y los idiotas. Las posibilidades de ser bendecido con algunas oportunidades de buenos negocios lo ponía en una suerte de nirvana conceptual.
La santísima Virgen lo aguardaba y quizá apreciaría y valoraría su entrega y sus sacrificios. En su azarosa odisea sorteó dos balsas, tres chubascos y dos tumbos de su carreta. Gracias a la Virgen estaba vivo, sano y listo para confesar y comulgar. Lo que ignoraba el buenazo de don Abundio, era que mientras él hacia las penitencias y expiaciones, su compañera se encargaba de cargar la balanza en el otro extremo. Y esta vez, las pesas eran justas y no estaban amañadas. El expiaba y ella pecaba. Mientras Abundio contemplaba las Tres Marías en el oscuro pero brillante cenit, tras sobrepasar Barrero Grande, allá en Horqueta Liduvina Ñanduvái iba poniendo fuera de combate a su jovenzuelo que, por haber quedado cesante a causa de lo que suponemos, vivía en un ranchito en el monte cercano y lo mantenía la Liduvina, cada vez más querendona y cachonda, y cada vez más imprudente en disimular su tórrida pasión.
Don Abundio se aproximaba al costado del imponente cerro Cristo Rey, sin perder el paso y con sus bueyes en carne viva, picana mediante. ¡Ya estaba llegando a prosternarse ante el manto de la Virgen! No sabría a quién darle el anillito de oro para su dama sacra; las velas, las repartiría en los alrededores de la iglesia y la seda celeste al señor párroco. Si pudiese acercarse hasta la santa, le pondría el anillo en su dedo mismo. Donde le calzase nomás ¿O se lo dejaría al párroco? ¡Vaya dilema el suyo!
Tras cruento combate amatorio, Liduvina acabó con las últimas energías de su padrillo, pero fue pillada por una de sus hijas que salió intempestivamente a orinar en el patio. Liduvina se hizo la desentendida y con un gesto le impuso silencio, enviándola de regreso a la cama. Luego, continuó desahogándose con el exhausto Protasio Montes, porque la niña lo confundió con uno de sus hermanos entre el mediosueño; tan parecidos eran. Tras esto, la Liduvina resolvió que era hora de tomar precauciones. Le sugirió al Protasio que regresase con su madre y que "ya se encontrarían por ahí".
Abundio estaba extasiado ante la bella imagen, como insecto ante una lámpara o sapito ante una serpiente. Sus velas estaban ardiendo alrededor de la pequeña iglesia y el anillito con la seda celeste, obraban en custodio del señor párroco. Su misión estaba cumplida, pero por si acaso, entonó dos misereres más, ocho letanías dos credos y nueve avemarías, rosario en mano, antes de regresar a su valle. Y no olvidó el mantra en latín que aprendiera de monaguillo.
—¿Dormiste anoche con Pilincho, mamá? —pregunto con candor Purina la de diez años. —¿Y a vos qué te importa? Vos no viste nada y estabas caminando en sueños— respondió Liduvina haciéndose la yo-no-fui. Protasio llegó a lo de su madre todo demacrado y masacrado por borracheras de amor, pero no comentó nada.
Abundio regresaba a Horqueta. Pocas leguas le faltaban, pero se hallaba medio tristón a pesar de haber cumplido su promesa. Como si hubiese olvidado algo; con una sensación de haber robado caramelos de su hermano menor. Recordó a sus hijos y su santa mujer que los crió o los malcrió aunque sin mala intención. Repasó mentalmente los rostros de sus doce hijos y de pronto se sorprendió al recordar lo parecidos que eran tres de ellos con el Protasio, el puestero del mercado de Horqueta. ¿Tendría él, algún parentesco desconocido con el Protasio? ¿O su mujer quizá? De pronto, se sintió solo como dedo índice apuntador o cocotero en el campo. Tanto tiempo matándose para tener más y dar de comer a los suyos, sin apenas verles más que cada quince días o cada mes. Tanto tiempo amando a su concubina, lo justo para hacerle engendrar un hijo más... y nada más. Esta vez, no pensaba en la Virgen. Pensaba en sí mismo y lo lejos que estaba de los suyos. Y a medida que se acercaba a su valle, se sentía más lejos. Su tristeza se acentuó paso a paso de sus cansinos animales y su traqueteante carreta. De pronto cayó en cuenta de que algunas dudas lo estaban acosando y poniendo en estado de sitio el ánimo.
Su otrora inquebrantable fe, temblaba como trozo de azogue de termómetro quebrado y se resquebrajaba como la roja tierra herida por el sol. ¿Sería castigado por eso? ¿O perdería el miedo al castigo? ¿Qué es el pecado? ¿Es original?
En esto estaba cuando desvió hacia Concepción desde San Pedro. Poco faltaba para llegar a donde nunca había estado o si hubiese estado, nadie lo notó nunca: en su hogar.
Todavía debería trabajar duro en su carreta hasta aprender a manejar y haber desarrollado el camioncito, gastando gasoil sin provecho alguno. Y encima debería pagar extra por la carrocería de su vehículo, que venía con el chasis desnudo. Y poco podría esperar de sus hijos. El mayor, en servicio militar. Los otros, apenas sabiendo leer mal que mal, de pésimos alumnos que eran; y él, dominado por las ansias de endeudarse para tener más, y ganar más para tener más. ¿Para tener qué? Porque, aparte de su fe, nada más que la carreta y bueyes tenía. Sus hijos, eran más de su mujer que suyos; y su mujer, aún sin él saberlo, era más ajena que suya, aunque lo intuía poco a poco. Especialmente porque desde hacía siete años, la Liduvina no le reprochaba nada ni le recordaba sus deberes de varón, restringidos a procrear y nada más.
Tornó a encomendarse a la Virgen, pero esta vez, le pareció sentirla tan lejana como ausente. Y tan ajena como su mujer. Trató de pensar en otra cosa, pero vio nuevamente a sus doce hijos, tan diferentes entre sí aunque todos sin excepción ajenos a él, como mercadería hipotecada.
¿Aceptaría su concubina ser nuevamente amada con ese ardor pecaminoso que tanto lo atemorizara antes? ¿Se entregaría ella ahora, para recibir cuanto él le negara durante más de una década y media? ¿Se conformaría con su carreta y su chacra y dejaría de deslomarse por un camión que ni siquiera sabría manejar? ¿Estaría arrepentido de no haber pecado bien a tiempo, complaciendo a su mujer en lugar de llenarse la cabeza de oraciones a una imagen de madera, tela y cabellos prestados? No lo sabría con certeza, pero aún estaba a tiempo de volver a empezar. Las frustraciones de no haber sido feliz cuando pudo serlo, lo asustaban pero no lo atemorizaban. Nunca es tarde para reiniciar; ni para redescubrirse. De pronto, Abundio Portijú cayó en la cuenta de que, gracias a su visita al santuario, pudo zafarse de una obsesión enfermiza y alienante. Dio mentalmente gracias a la Virgen, por última vez; por haberlo sacarlo de pronto de su marasmo y hacerle recuperar la razón, apartándolo de su fanática estolidez de años. Algo es algo.
El buenazo de Abundio Portijú se persignó y santiguó por última vez en su vida.
A sus cincuenta y pico de años, comenzaría de una buena vez a vivir... por primera vez en su vida.


























Un santo varón.




¡Vea usté, doña Ponciana, lo que son las cosas! —exclamó doña Catalina Caburé, la chismosa del pueblo, durante el velatorio del padre Simeón en la casa parroquial del pueblo de Toro Mocho—. ¡Tan santo que se le ve, ahorita en el cajón, con su escapulario, casulla y rosario en mano, como cuando solía pasear en oración andante, por los corredores de nuestra iglesia! ¡Si hasta parece que está nomás dormidito, y soñando con ángeles! Ojalá que esté a la diestra de Dios Padre, que bien lo merece! ¡Hasta el inseparable “Vademécum” lo acompaña junto a Dios!
Doña Ponciana nada respondió a la correveidile del pueblo. Apenas soltó un par de lagrimones, que se apresuró a secar con un pañuelo bordado, mientras sonreía con disimulo ante el incesante desfile de fieles de ambos sexos. Es que ella bien sabía del padre Simeón Cañete, durante casi veintiocho años el párroco del pueblo, hasta su reciente óbito por excesos en su celo pastoral.
—¡Y qué excesos! —pensó la anciana, guardando su pañuelo. No pudo evitar derramar dos lágrimas rebeldes más y mirar hacia otro lado, mientras las demás mujeres del pueblo y más allá, hacían lo posible para espantar moscas con sus pantallas y rociar, de tanto en tanto, el piso de ladrillos del salón para mitigar la insidiosa canícula decembrina.
Doña Ponciana, una dama solterona de edad más que madura (Nunca quiso contar sus años, pero suponían en el pueblo que eran sesenta y seis, aproximadamente), hubo servido de mayordoma y secretaria en la casa parroquial, desde que llegara el padre Simeón a hacerse cargo de la feligresía y nada le era extraño entre tantas extrañezas que debió callar. Primero por temor al castigo divino, con que cada tanto la amenazaba el padre, para mantener su discreción, cautiva cual secreto de confesión. Luego, por hacerse partícipe del cachondeo general.
Entonces, estaba por cumplir los treinta y ocho, casi a punto de vestir santos. Su madre había fallecido recientemente y ella, la última de sus hijas, era la encargada de cuidarla hasta su muerte. Al quedarse sola, optó por ofrecerse a trabajar en la iglesia y la casa parroquial. Ahora, tras tantos años de servicio y muerto su protector, se sentía más sola que nunca, pero no tenía nada de qué arrepentirse, sino todo lo contrario.
¡Justo se le ocurriría finar al padre Simeón, de un ataque cardíaco, en plena Nochebuena, con cuarenta grados a la sombra y, encima, enlutando al pueblo en plenas fiestas de fin de año! ¡Tantos planes que habían hecho juntos para pasarla bien en estas fiestas!
Los jarrones de flores eran constantemente salpicados con agua bendita para que no se marchitara su contenido, mientras los curiosos iban y venían comentando las virtudes del hombre de Dios —siempre en voz baja para no tentar al diablo, mientras la caña y el café corrían de mano en mano y de boca en boca—, quizá para acallar maledicencias de última hora y de las que nunca faltan en pueblos chicos e infiernos grandes.
Los tradicionales pesebres habían sido cancelados, a causa del duelo pueblerino, y las olorosas frutas con las flores de coco, quedaron como centros de mesa en los hogares enlutados por la desaparición de su párroco y benefactor del pueblo en sus horas libres.
Al menos logró terminar la inconclusa iglesia y dotarla de campanario. Consiguió además, de parte de la intendencia municipal, el empedrado frente a la casa parroquial y otras mejoras edilicias por el estilo. También inició las obras de una escuelita para párvulos donde niños y niñas aprendieron las primeras letras y el catecismo, amén de prepararse para la vida, según decía él entre risotadas alegres, tal vez recordando las iniciaciones a que sometía, placenteramente, a sus educandos.
Doña Ponciana, entre el bochorno veraniego y las moscas que trabajosamente espantaba con su pantalla de pirí, recordaba en esos momentos tantas cosas que le pesaban en la conciencia, como si portara una cruz cuesta arriba en la ladera empinada de algún Gólgota olvidado de su pasado.
Desde su llegada al pueblo, el padre Simeón pareció dividirse en dos. Para atender a la feligresía regular y la escuelita parroquial, durante el día… y ejercer sus secretos ritos seráficos al caer la noche. Era, entonces, un apuesto y robusto joven, lleno de vida, salud… y vigor varonil. De entrada nomás, en su primera misa de estreno, invitó a las jovenzuelas del lugar a integrar la legión mariana, dizque a fin de tenerlas ocupadas en cosas del espíritu, en esa edad crítica y conflictiva, en que la carne pedía a gritos lo suyo, con el beneplácito de Satanás, según sus inspiradas palabras inaugurales.
Salomé e Ignacia, dos conocidas adolescentes, pizpiretas y enamoradizas, fueron las primeras en enrolarse para servir a María. Al ver las expresiones de dicha y beatitud celestial, que ambas adquirieron, al poco tiempo de tratar con el padre Simeón, las demás aún dubitativas del rebaño, no dudaron en acercarse a la casa de Dios a oblar sus partes, para no ser menos, que la beatitud exige su cuota de sacrificios personales.
Doña Ponciana —acostumbrada a levantarse con los guiños del lucero y acostarse a poco más allá del crepúsculo—, no pudo notar nada extraño por entonces. Mas sí le llamó la atención, la asiduidad de las legionarias laicas de María en los aposentos privados del párroco. Especialmente en horas non sanctas y días de guardar, como si tuvieran urgencia por reservar pasajes al cielo.
Obviamente, nadie objetó nunca el cariño de las jóvenes hacia el apuesto hombre del Señor, pues nunca trascendieron sus sigilosos aquelarres hacia al exterior, ni la mayordoma dijo esta boca es mía al respecto durante todo el tiempo; y resuelta estaba a llevarse sus secretos a la tumba, aunque la voz queda y silenciosa de las conciencias de muchos pueblerinos de Toro Mocho, gritarían secretos inconfesables e inenarrables.
Por supuesto que también los varones adolescentes tuvieron su oportunidad de contactos divinos muy cercanos del Tercer Tipo —como se dice ahora, aunque bien terrestres—; fuese como monaguillos, integrantes del coro litúrgico, o en calidad de ayudantes íntimos del padre Simeón, que en gracia sea.
La cosecha de aspirantes a la beatitud celestial, fue fructífera durante el primer año del padre Simeón en Toro Mocho. Tanto que, comenzaron a afluir jóvenes de ambos sexos de un pueblo vecino y compañías limítrofes, en busca de gozosa santidad, tal cual las enseñanzas nada penitenciales del párroco. El carisma del padre Simeón, a medida que trascendía los límites parroquiales, iba dando frutos en la comarca; algunos no deseados, o imprevistos, valga la expresión.
Tres mozuelas recibieron, ese primer año, al Espíritu Santo en sus núbiles vientres primerizos, negándose todas ellas a citar al semental que las había llenado de Gracia, como el Ave María. Más de una recibió, en sus espaldas y posaderas, cuero trenzado a discreción de parte de sus intolerantes padres, para que delataran al desconocido invasor de sus íntimas primicias; pero todas se limitaban a llorar a los gritos y a morderse la lengua para no cantar sus sacros secretos culpando a una anónima paloma del hecho.
Recién a partir del tercer año de ejercer el sacerdocio el padre Simeón, pudo la buena de doña Ponciana percatarse de cuanto estaba ocurriendo allí, en la casa parroquial, durante sus horas de reposo. Para entonces, la demografía del pueblo y sus alrededores íbase incrementando, merced a algún desconocido espíritu germinal o ángel procreador, y los bautizos de inocentes se iban dando en la misma proporción.
—¡Hijos míos! —clamaba desde el púlpito el buen sacerdote, en sus años juveniles y briosos—. ¡Este pueblo está bendecido por Dios y su hijo unigénito, Jesucristo, seguramente por la Gracia de María santísima y la virtud de sus hijos devotos, que están aquí reunidos en esta santa misa! ¡Recordad que, sólo el amor os hará libres! Sí. Es cierto que en la epístola de San Pablo dice: “la verdad os hará libres”, pero el Amor es la verdad. La única verdad que libera el espíritu. ¡Pubis pro nobis, et æde totus féminam mea méntula, per sæcula sæculórum, amén!
Las señoritas no podían evitar lágrimas de emoción al escuchar al padre Simeón, sus ardientes homilías y latinajos. Sus palabras tenían la virtud de despertar íntimas sensaciones placenteras y estimular las vocaciones de servicio de la comunidad, bajo la guía del pastor. La alcancía engordaba a ojos vistas y el cepillo no se daba tregua en los ofertorios. Por supuesto que por entonces la lengua sagrada de la liturgia mistérica era el latín, que sólo el padre y Dios mismo podían comprender; lo que le ahorraba preguntas embarazosas de su grey y, especialmente, de sus jóvenes legionarias de María; algunas obligadas a dar respuestas embarazosas también, aunque bien lo callaban.
La pequeña iglesia pudo ascender de modesta capilla a templo y tener su campanario de torre, como las mejores de la capital departamental, gracias a la generosa colaboración de los fieles y la actividad recaudatoria de las jóvenes durante las fiestas patronales y otras al uso tradicional. Pero algunas lenguas maledicentes, que nunca faltan en las aldeas, comenzaban a murmurar acerca del extraordinario parecido de muchos niños pequeños, con las facciones del padre Simeón.
Mas éste poco caso hizo de tales infundios y daba sus bendiciones a todos por igual, pues, según decía, Jesús vino al mundo para perdonar y redimir a justos y pecadores, y era de buenos cristianos perdonar las ofensas y las maledicencias.
Así, de esa manera, pudo mantener momentáneamente invicto su honor de hombre santo. De todos modos, doña Ponciana decidió robarle horas a sus ajetreadas jornadas, para pispar lo que ocurría entre la sacristía y ciertas dependencias privadas de la curia.
Una noche, como a eso de las nueve y poco, la mayordoma se dirigió hacia donde oyera voces y risas. Alegres y chispeantes voces juveniles, dicho sea de paso. Con la mayor discreción se coló por una de las puertas de la sacristía, cerca del altar mayor y observó por una mirilla. Vio al padre y dos colegialas de entre quince a diecisiete, en animada plática acerca de perdones, pecados, penitencias y gracias divinas. Las hábiles manos del padre Simeón se hallaban ocupadas sobando las prietas carnes de ambas y prodigándoles caricias cariñosas. Demasiado cariñosas, pensó doña Ponciana, haciendo un esfuerzo para no gritar ahí mismito; pero no por escandalizada, sino de sus fiebres ventrales largamente contenidas y nunca aliviadas.
Las niñatas, ni cortas ni perezosas, devolvían caricia por caricia al buen párroco, entre risas apagadas y jadeos cachondos en los que la concupiscencia no se hallaba ausente. Una de ellas, hasta llevó descaradamente las manos del padre hacia sus pudendas, mientras la otra se encargaba de besar golosamente las partes del varón de Dios, semiocultas bajo la sotana, hasta que el terceto quedó exhausto de gracia y tal vez de placer, acompañando el padre a las estudiantes hasta la puerta principal, pero no más allá.
Apenas unas candelas estaban encendidas en la sacristía (aún no había energía eléctrica en el pueblo) y la semipenumbra dominaba el ambiente; pero doña Ponciana pudo captar lo oído e imaginar lo no visto… y también fue presa, ella, de un deseo hasta entonces desconocido u olvidado. ¿Cómo pudo pasar por alto, durante tanto tiempo, esas sensaciones placenteras y presuntamente prohibidas que no sabría definir?
Cuando el padre llegó a sus aposentos, la señorita Ponciana lo estaba esperando, de pie ante la puerta, entre temblores y suspiros.
—¿Qué hace usted aquí, señorita Ponciana? —preguntó sorprendido el párroco, que la hacía en brazos de Morfeo a esas horas—. ¿Necesita algo, por si acaso?
—Sí, padre —dijo, calma pero con firmeza—. Quiero eso. Lo necesito, yo también, que soy buena cristiana pero mala vestidora de santos. ¡Y le juro que voy a mantener la boca cerrada, aunque me queme en los infiernos! ¿Por qué no seré yo también digna de la gracia? ¿O hasta mi ángel de la guarda me ha abandonado?
El padre Simeón se sorprendió, pero mantuvo el aplomo. En realidad ya estaba agotado de tanto magreo y palique con sus discípulas de catecismo, pero decidió hacer un sacrificio en pro de la paz, al darse cuenta de que la madura pero aún merecible mayordoma, había descubierto su secreto. El párroco conocía una sola manera, placentera y relajada, de hacerla callar.
—Adelante —respondió lacónicamente el cura, señalando al interior de su austero cuarto, apenas entreabierto e iluminado con un rústico farolillo a kerosén.
Esa noche, la señorita Ponciana descubrió prohibidos deleites que nunca se hubo atrevido a recibir de varón alguno, a causa de ser la solterona de la familia y destinada a cuidar de su anciana madre, hasta que, cuando ésta falleció, ya había sobrepasado la edad reglamentaria de merecer aunque nunca perdiera las esperanzas de hacerse mujer.
Pero, pese a ser aún invicta, doña Ponciana se comportó como una cerda en celo y no se conformaría con uno ni dos ni tres asaltos. Pero de todos modos, quedó satisfecha y a eso de las dos y media de la madrugada, tornó a su cuarto a reposar. No sin antes rezar dos padrenuestros, diez avemarías, un credo y dos contriciones expiatorias, por su primer pecado carnal casi al borde de los cuarenta. —Por semejante estado de gracia —pensó— hasta sería capaz de aprenderme de memoria todos los rezos en latín…
La vida prosiguió por el mismo rumbo para el padre Simeón, con la discreta complicidad de la mayordoma y el reparto de gracias plenas a sus ovejitas y, de tanto en tanto, algún corderito propiciatorio y virginal —que también los había en su rebaño—, era sacrificado por el oficiante
[1]. Los días en que no tenía visitas, doña Ponciana asumía su rol de vestal y sacerdotisa de Venus, en el lecho del párroco, como prolegómeno a sus obligados reposos cotidianos.
Muchos misterios oficiaron ambos desde entonces, con viejos ritos eleusinos y dionisíacos perdidos en la noche de los tiempos, pero nunca olvidados. A veces, incluso doña Ponciana se allegaba por cuenta propia hasta donde el padre compartía con sus corderitas, tomando parte activa de la fiesta como si tal cosa, considerándose con derecho a ello por ser la mayordoma y secretaria. ¡Y vaya secretos los que cargaba encima!
A medida que pasaban los años, las jóvenes bacantes íbanse casando o amancebando, siendo reemplazadas por nuevas discípulas, cada vez más jóvenes. Mas al mismo tiempo, el padre Simeón y doña Ponciana eran presas del arrasador avance del tiempo, secundado por los lujuriosos excesos de ambos.
Las fuerzas del padre Simeón iban menguando en medio de orgías, donde el vino consagrado compartía espacios con otros elixires importados, cerveza y, hasta caña blanca de clandestinos alambiques de la región, según daba el presupuesto del momento.
Doña Ponciana notó que el otrora donjuanesco párroco, poco a poco iba echando ojo en demasía a los jóvenes monaguillos y compartiendo lecho indiscriminadamente, con chicas o varones, sin pudor ni recato, aunque todo quedaba entre cuatro paredes. Tan sólo el misterio de la Santísima Trinidad era un secreto mejor guardado; una suerte de menage á trois de la divinidad, entre las mudas paredes de los santos aposentos.
Pero ella, siempre dueña del terreno, sabía a qué atenerse. Se convirtió en celestina y suma sacerdotisa de las novicias, a quienes iniciaba en los secretos del amor, personalmente, antes de ofrecérselas al padre Simeón. Nunca supo cuántas hubieron pasado por sus manos y las del padre, ni cuántas variantes amorosas ajenas al Kama Sutra practicaron en la casa de Dios, y hasta perdió la cuenta de sus muchos logros eróticos. Pero ¿Quién les quitaría lo bailado? ¿Acaso Belcebú, o Lilith?
El padre Simeón estaba últimamente contrahecho, fatigado, arrugado y canoso, tras largos años de ejercer el curiato en Toro Mocho, con una calva incipiente que desbordaba los límites de la tonsura. Pero se resistía a rendirse; decidido como estaba, a apurar el cáliz hasta las últimas consecuencias, postergando lo de la célibe castidad para cuando ya su físico dijera ¡basta! por exceso de senilidad.
La señorita Ponciana no le iba en zaga en cuanto a promiscuidad y lascivia, aunque ésta lo sobrepasaba por casi veinte años y angurria atrasada de náufrago solitario. Mas su tardío aprendizaje lo llevó adelante con galanura y sin retaceos.
Para entonces, el buen padre Simeón dio en preferir a los jovenzuelos de su escuelita parroquial, en detrimento de las numerosas aspirantes de su bien nutrido rebaño, quienes debieron resignarse al cambio, buscando otros medios de aplacar el fuego que incineraba sus entrañas en los brazos de Ponciana, alterando el género y los apetitos.
Doña Ponciana, siguió como fiel mayordoma, compartiendo todos los secretos de los rituales clandestinos, aunque ya su edad no le permitiría demasiadas licencias. De todos modos, siempre había algo por hacer; desde ayudar a los novatos a encender sus candelas, hasta hacer friegas y linimentos al esclerosado físico del párroco, para ayudarlo a soportar sus cada vez más agotadores excesos.
Al cumplir cincuenta y seis años de edad y casi veintiocho de sacerdocio parroquial, el padre Simeón sufrió imprevistamente el síncope que lo llevó a mejor vida, ante la desesperada impotencia de doña Ponciana. El pueblo de Toro Mocho quedó consternado ante el inesperado desenlace de una vida aparentemente ejemplar del santo varón, prodigándole los mejores funerales de los últimos tiempos.
Y ahora, doña Ponciana, meciendo su pantalla de rústico pirí, contemplaba los despojos del padre Simeón Cañete, bien guarnecido de elementos litúrgicos, en su último reposo. Por los pasillos de la casa parroquial, cientos de mujeres que en su momento fueron parte indivisa del rebaño del padre, comentaban en voz baja acerca de las gracias que pudieron recibir, merced a los buenos oficios y carisma del sacerdote… y a la bondadosa doña Ponciana.
También, muchos hombres de la grey pueblerina se hallaban presentes, gravemente sentados en los pasillos, quizá recordando lo suyo, aunque no se atreviesen a comentarlo, prefiriendo el silencio uncial por si acaso. Además ¿Quién sería capaz de hablar mal de un muerto sin ser salpicado por sus propias palabras? ¿Quién arrojaría piedras a tejados ajenos, teniendo techo de vidrio? Muchos habían tenido contactos cercanos con el párroco, pero ciertas cosas aún eran mal vistas y peor oídas por la sociedad aldeana del país.
Hacia el fondo del salón, los rezos fúnebres de padrenuestros y avemarías, se sucedían insistentemente como un murmullo de aletear de moscardones en enjambre. Las plañideras del pueblo no paraban de ofrendar su llanto lastimero y letanías en honor y sufragio del difunto; mas era evidente que Venus había desplazado a cierta virgen del santoral del padre Simeón, por los siglos de los siglos.
En cuanto a las mujeres presentes, quienes durante todo ese tiempo militaron entre las Hijas de María, sólo aspiraban a la cristiana resignación por la muy sensible pérdida. Pero tampoco se resignarían a que se les quitara lo bailado. Quien más, quien menos, tenía sus buenas horas de vuelo y suficientes motivos para callar respetuosamente. Pero no se podía negar que el santo varón hizo lo suyo para repoblar la región, al contemplar los rostros de tantos niños asistentes al oficio de difuntos.
Doña Ponciana, pensó en lo difícil que sería para ella, una vez finada, mantener las piernas juntas en el ataúd. Tan sólo pudo murmurar persignándose ante el yacente de cuerpo presente y alma ausente:
—Que el Diablo te bendiga… y que Dios te coja en su santa gloria. Requiescat in pace. Nihil obstat tuam Gloria in æternis, cum Sancti Excelsis Deo. Gratia Plénibus per tuam méntulam.
Amén.
[1] Sacerdote deriva del latín sácer, que equivale a sacrificador o degollador ritual. N del a






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