miércoles, 23 de noviembre de 2011

Carta ciudadana desde el Paraguay
Una preguntita incómoda más


¿Quiénes son los “invasores”?  (II)

Usurpa este espacio vacío:   Chester Swann



Luque, 23  2011

Mucha tinta se está derramando últimamente —desde hace muchos años, diría—, con el tema de las “invasiones a la Propiedad Privada”, y ello es muy natural.  A la propiedad privada hay que defenderla, como sea, con todas las armas de la ley… y de la trampa que contiene toda ley que se precie de tal.  Pero como me gusta buscar pelos en la leche y moscas en la sopa, además de escupir en uno que otro asado ajeno y en la sopa del Rey y su patrón: el emperador negro, me permito plantear algunos interrogantes que me orbitan en el cacumen desde los años sesenta; si mal no recuerdo.  Desde la era en que éramos felices y no lo sabíamos. ¿Lo recuerda usted?
En primer lugar, hace más de cinco centurias que hemos sido invadidos —por unos señores que bajaron, envueltos en latas, sayos negros malolientes, cruces, arcabuces, culebrinas, alabardas y espadas—, de extraños bergantines alados.

Al principio fueron acogidos los forasteros con hospitalidad por nuestros ingenuos antepasados, que no dudaron en compartir alimentos y hasta sus mujeres con los recién llegados, sin contrato previo de locación.  Hasta que éstos desenfundaron sables y arcabuces para quedarse con todo: tierras, hombres, mujeres y frutos del país; quizá decepcionados por la ausencia de oro y plata en estas tierras. 
Muchos muertos lo testimonian, pese a que la historia la escribieron los mismos que insisten en habernos “civilizado”, cristianizado, salvado almas de las tentadoras garras de Belcebú, Satanás y otros engendros imaginarios… y ahora nos niegan la visa  para regresar a la puta madre patria que abortó sudacas rebeldes según su eurocéntrica visión, algo daltónica.
Pero entonces, el forzado connubio en absurdos serrallos del subdesarrollo, produjo un gentilicio híbrido y bastardo llamado “criollo”, “mancebo de la tierra”… o, peyorativamente: “mestizo”.  Una suerte de parachoques cultural indeciso y dubitativo que duró hasta 1811, más o menos. 
Pero la tierra, seguía siendo ajena y cada vez más lejana del pobre, salvo para su democrática sepultura. 
Tras la gesta libertaria, un hombre, honesto, austero, sabio… —pero intolerante al disenso y la traición—, nacionalizó toda la tierra del naciente país, aunque permitió las ocupaciones a condición de que se la trabajara a conciencia con la sola obligación de abonar un modesto emolumento en aparcería al estado.
Nacieron las “estancias de la Patria” que daban de comer y vestir al incipiente ejército nacional que era —pese a su exigüidad numérica— un celoso defensor de nuestra soberanía reconquistada. 
No hacía falta invadir tierras que eran de todos y de nadie, como el aire, como el agua y las flores del campo.  Nadie pasaba hambre y las necesidades estaban cubiertas por un estado autoritario y paternalista, pero honesto y austero, además de organizado. 
Claro, entonces la palabra era el documento más preciado y respetado.
Luego, tras el primer intento de autogestión tecnológica de los López, nuestro modelo —autárquico, alfabetizado y políticamente estable— incomodó a los vecinos y a su patrón: el imperio británico al que ya estaban encadenados por usurarias deudas. 
Esta vez la invasión llegó de nuevo… para quedarse.  Ya bajo tres aspectos:  el económico, el militar y el cultural. 
No contentos con arrasar y pasar a saco a un país civilizado pero incomprendido y, encima incómodamente mediterráneo, la infame tríplice nos impuso la prohibición de nuestra lengua materna y mantiene su nefando tutelaje hasta los días de hoy, cipayos bicolores y traidores mediante.
La invasión prosigue en este siglo, con prisa y sin pausa, despojándonos de bosques y campos con todo y fauna, contaminando nuestras aguas y envenenando a poblaciones nativas con abortos de la química Monsanto y dioxina; bastardizando nuestra cultura con sus voces extrañas impregnadas de cachaça y risotadas altivas; robándonos nuestra riqueza energética y, encima, burlándose de nuestra ingenuidad provinciana que los acogiera amablemente como a los peninsulares.
Nuestros depauperados hombres de la tierra —que de suyo han sido desarraigados durante la tiranía, por militares prepotentes, funcionarios corruptos, jueces venales, acopiadores, especuladores inmobiliarios, persecuciones políticas, deudas y leguleyos tramposos—, ahora resolvieron dejar de dar la otra mejilla y tomar en sus manos lo que la injusticia les ha negado por tanto tiempo. 
Ahora resolvieron motu proprio dejar de dar la otra mejilla al sistema que los acorrala en la miseria; que para la ley, diseñada y legislada por los propios invasores, se santifica al capital por encima del ser humano, cada vez más desvalorizado como dólar del subdesarrollo.
¿Podría usted, estimado lector, animarse a señalar con el dedo a los verdaderos invasores?  ¿Qué no?  Entonces quizá sea, usted, uno de ellos… y aún no lo sabe.
O lo sabe y esconde el rostro de vergüenza. ¿No?


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