Una preguntita incómoda más
¿Quiénes son los
“invasores”? (II)
Usurpa este
espacio vacío: Chester Swann
Luque, 23 2011
Mucha tinta se está derramando
últimamente —desde hace muchos años, diría—, con el tema de las “invasiones a
la Propiedad Privada”, y ello es muy natural.
A la propiedad privada hay que defenderla, como sea, con todas las armas
de la ley… y de la trampa que contiene toda ley que se precie de tal. Pero como me gusta buscar pelos en la leche y
moscas en la sopa, además de escupir en uno que otro asado ajeno y en la sopa
del Rey y su patrón: el emperador negro, me permito plantear algunos
interrogantes que me orbitan en el cacumen desde los años sesenta; si mal no
recuerdo. Desde la era en que éramos
felices y no lo sabíamos. ¿Lo recuerda usted?
En primer lugar, hace más de cinco
centurias que hemos sido invadidos —por unos señores que bajaron, envueltos en
latas, sayos negros malolientes, cruces, arcabuces, culebrinas, alabardas y
espadas—, de extraños bergantines alados.
Al principio fueron acogidos los
forasteros con hospitalidad por nuestros ingenuos antepasados, que no dudaron
en compartir alimentos y hasta sus mujeres con los recién llegados, sin
contrato previo de locación. Hasta que
éstos desenfundaron sables y arcabuces para quedarse con todo: tierras,
hombres, mujeres y frutos del país; quizá decepcionados por la ausencia de oro
y plata en estas tierras.
Muchos muertos lo testimonian, pese
a que la historia la escribieron los mismos que insisten en habernos “civilizado”,
cristianizado, salvado almas de las tentadoras garras de Belcebú, Satanás y
otros engendros imaginarios… y ahora nos niegan la visa para regresar a la puta madre patria que
abortó sudacas rebeldes según su eurocéntrica visión, algo daltónica.
Pero entonces, el forzado connubio
en absurdos serrallos del subdesarrollo, produjo un gentilicio híbrido y
bastardo llamado “criollo”, “mancebo de la tierra”… o, peyorativamente:
“mestizo”. Una suerte de parachoques
cultural indeciso y dubitativo que duró hasta 1811, más o menos.
Pero la tierra, seguía siendo ajena
y cada vez más lejana del pobre, salvo para su democrática sepultura.
Tras la gesta libertaria, un
hombre, honesto, austero, sabio… —pero intolerante al disenso y la traición—,
nacionalizó toda la tierra del naciente país, aunque permitió las ocupaciones a
condición de que se la trabajara a conciencia con la sola obligación de abonar
un modesto emolumento en aparcería al estado.
Nacieron las “estancias de la
Patria” que daban de comer y vestir al incipiente ejército nacional que era
—pese a su exigüidad numérica— un celoso defensor de nuestra soberanía
reconquistada.
No hacía falta invadir tierras que
eran de todos y de nadie, como el aire, como el agua y las flores del
campo. Nadie pasaba hambre y las
necesidades estaban cubiertas por un estado autoritario y paternalista, pero
honesto y austero, además de organizado.
Claro, entonces la palabra era el documento más
preciado y respetado.
Luego, tras el primer intento de
autogestión tecnológica de los López, nuestro modelo —autárquico, alfabetizado
y políticamente estable— incomodó a los vecinos y a su patrón: el imperio
británico al que ya estaban encadenados por usurarias deudas.
Esta vez la invasión llegó de nuevo…
para quedarse. Ya bajo tres
aspectos: el económico, el militar y el
cultural.
No contentos con arrasar y pasar a
saco a un país civilizado pero incomprendido y, encima incómodamente
mediterráneo, la infame tríplice nos impuso la prohibición de nuestra lengua
materna y mantiene su nefando tutelaje hasta los días de hoy, cipayos bicolores
y traidores mediante.
La invasión prosigue en este siglo,
con prisa y sin pausa, despojándonos de bosques y campos con todo y fauna,
contaminando nuestras aguas y envenenando a poblaciones nativas con abortos de
la química Monsanto y dioxina; bastardizando nuestra cultura con sus voces
extrañas impregnadas de cachaça y
risotadas altivas; robándonos nuestra riqueza energética y, encima, burlándose
de nuestra ingenuidad provinciana que los acogiera amablemente como a los
peninsulares.
Nuestros depauperados hombres de la
tierra —que de suyo han sido desarraigados durante la tiranía, por militares
prepotentes, funcionarios corruptos, jueces venales, acopiadores, especuladores
inmobiliarios, persecuciones políticas, deudas y leguleyos tramposos—, ahora
resolvieron dejar de dar la otra mejilla y tomar en sus manos lo que la
injusticia les ha negado por tanto tiempo.
Ahora resolvieron motu proprio dejar de dar la otra
mejilla al sistema que los acorrala
en la miseria; que para la ley, diseñada y legislada por los propios
invasores, se santifica al capital por encima del ser humano, cada vez más
desvalorizado como dólar del subdesarrollo.
¿Podría usted, estimado lector,
animarse a señalar con el dedo a los verdaderos invasores? ¿Qué no?
Entonces quizá sea, usted, uno de ellos… y aún no lo sabe.
O lo sabe y esconde el rostro de
vergüenza. ¿No?
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